Onofre tranquilizó a su suegro: no pasaba nada, le dijo. El capitán general de Cataluña había salido rumbo a Madrid hacía unas horas. Las guarniciones de Cataluña y Aragón le respaldan, le contó a su suegro: está por ver qué pasa en Madrid. Si encuentra oposición puede haber guerra, pero yo pienso que en realidad la cosa está hecha: ni el Estado Mayor ni el Rey se le van a enfrentar. La flor y nata del país le apoya, afirmó sin ironía. Yo estoy con ellos y ellos deberían saberlo, añadió con tristeza, pero no se fían de mí. En realidad me temen más que a la clase obrera; yo soy lo que más odian. Encendió un puro mientras reflexionaba y dijo: Esto que está pasando tendría que haberlo previsto con antelación. El 30 de octubre de 1922 los camisas negras habían hecho su entrada famosa en Roma. Ahora, un año más tarde, el 13 de septiembre de 1923, don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja se proponía seguir los pasos de Mussolini. Para ello no contaba con millones de seguidores; por eso tenía que recurrir al Ejército. Ésa es la diferencia entre los dos, dijo Onofre.

Primo no es mal hombre, pero es un poco tonto y como todos los tontos, suspicaz y timorato. No durará. Pero mientras dure he de ponerme a salvo, concluyó diciendo. Don Humbert, siéntese a la mesa, coja papel y pluma y redacte un contrato de cesión:

quiero traspasar mis negocios a Efrén Castells aquí presente.

– ¿Qué disparate estás diciendo? -exclamó don Humbert Figa i Morera. El mayordomo llamó a la puerta: traía el servicio de café que Onofre le había encargado, pero se había permitido agregar dos tazas por si don ƒ Efrén ƒ y don Humbert también gustaban. Parece que la noche va a ser larga, musitó. A sus oídos ya habían llegado rumores. La atmósfera de tensión se esparcía por las calles como una niebla baja; palomas mensajeras surcaban el cielo; los cabecillas de los movimientos subversivos corrían por el alcantarillado en busca de amparo: en las intersecciones de dos conductos pestilentes se cruzaban anarquistas, socialistas y catalanistas, se reconocían a la luz verdosa de sus linternas respectivas, se saludaban lacónicamente y continuaban la marcha.

– Es la única forma de evitar la posible incautación -dijo Onofre Bouvila.

– Pero esto que me pides es imposible, ¿cómo vamos a valorar todos tus bienes? -protestó don Humbert Figa i Morera.

– Déles un valor cualquiera: un precio simbólico, ¿qué más da? -dijo Onofre-. Lo importante es que todo quede en buenas manos.

Después de hacer cálculos y de discutir un rato fijaron de común acuerdo una suma en libras esterlinas que el gigante de Calella se comprometió a transferir ese mismo día a una de las cuentas bancarias de que Onofre Bouvila disponía en Suiza. Don Humbert Figa i Morera sollozaba a medida que daba forma jurídica a este acuerdo. Varias veces hubo de interrumpir la labor para decir que le parecía estar asistiendo al desmembramiento del imperio otomano, suceso reciente que le había llenado de pesadumbre. Aclaró que siempre había sentido una adhesión profunda por este imperio; este sentimiento era inexplicable, porque no sabía dónde estaba el imperio otomano e ignoraba todo lo concerniente a él, pero el nombre tenía para él resonancias de fasto y magnificencia, dijo. Onofre le instó a proseguir el trabajo sin divagar más. Pronto romperá el día, dijo. Para entonces tenía que estar lejos ya. Usted se encargará de llevar el contrato al notario y de hacerlo legalizar, le dijo a su suegro. A los dos les encomiendo el cuidado y la salvaguarda de mi familia, añadió en un tono neutro que no impidió que don Humbert rompiera a llorar de nuevo. Por fin los documentos de cesión fueron firmados por las partes contratantes y por don Humbert y el mayordomo como testigos del acto. Hecho esto Efrén Castells acompañó a Onofre a Sabadell. A don Humbert lo dejaron en la casa: cuando se despertara su hija él se encargaría de justificar la ausencia de Onofre y de mitigar los temores que pudieran asaltarla. El automóvil corría ahora por las calles vacías: clareaba, pero los faroleros no se atrevían a salir a hacer sus rondas y las farolas seguían alumbrando como si fuera noche cerrada. En el camino sólo encontraron a un chiquillo cargado de periódicos:

le había sido ordenado que efectuara el reparto como todos los días; de este modo el país tendría noticias de lo sucedido pocas horas antes en Madrid. Allí los militares habían aclamado a Primo de Rivera, el gobierno había presentado su dimisión al Rey y éste había encargado a Primo de Rivera la formación del nuevo gabinete. El periódico reproducía en primera plana la lista de generales que integraban el gabinete y anunciaba que todas las garantías constitucionales quedaban suspendidas por el momento. Las restantes páginas del periódico aparecían censuradas en buena parte.

Al llegar al aeródromo tuvieron que esperar un rato hasta que apareció el piloto, que venía un tanto perplejo: del hotel donde había pernoctado hasta el aeródromo había sido detenido ocho veces por otras tantas patrullas; al final la Guardia Civil lo había escoltado hasta el avión mismo. "Parbleu, on aime pas les belges ici", exclamó irritado al encontrarse con Onofre Bouvila. Éste le dijo que deseaba volver a París con él, lo que satisfizo mucho al piloto, que ya se había resignado a hacer el viaje en solitario. Efrén Castells y Onofre se abrazaron y éste se encaramó al aparato, que despegó sin más dilación. Llevaban media hora de vuelo cuando Onofre le dijo al piloto que virase un poco hacia la izquierda. El piloto le dijo que no se iba a París por esa ruta.

– Ya lo sé -respondió-, pero no vamos a París: haga lo que le ordeno y le pagaré el doble.

Este razonamiento convenció al piloto: ahora el aeroplano describía círculos entre las montañas, sobre un valle cubierto de neblina. A medida que descendían Onofre Bouvila iba dando instrucciones al piloto: Cuidado con aquella ladera, que allí hay unas encinas muy altas; tuerza más bien hacia allí, a ver si podemos seguir el curso del río, etcétera, le decía. Por fin avistaron entre los jirones de niebla una era recién trillada. Al tomar tierra el avión, levantó el vuelo una bandada de pájaros negros que andaban picoteando las gavillas amontonadas en la era. Estos pájaros eran tantos que oscurecieron el sol por un instante. Onofre Bouvila entregó al piloto un pagaré que éste podía hacer efectivo contra cualquier banco francés, saltó del avión al suelo y desde allí indicó al piloto cómo proseguir viaje sin perderse. Sin detener el motor, el piloto hizo dar media vuelta al aparato, corrió un rato por la era y despegó dejando detrás un remolino de polvo y pajas. Una hora más tarde Onofre Bouvila llegaba a la puerta de la casa en que había nacido; ahora vivía allí un campesino con su mujer y sus ocho hijos. A sus preguntas respondieron que el señor alcalde vivía en una casa nueva, junto a la iglesia. Onofre creyó reconocer al campesino y a su mujer, pero éstos no lo reconocieron a él.

3

A la llamada acudió una mujer que aparentaba tener unos treinta años, de facciones inteligentes, algo toscas, pero no carentes de atractivo. En la cabeza llevaba un pañuelo anudado para preservar el cabello del polvo y en la mano izquierda sostenía unos zorros con los que había estado trajinando.

Onofre pensó que su hermano se habría casado tal vez sin comunicárselo a él. La mujer lo miraba con más extrañeza que prevención: Esto indica que no le ha hablado nunca de mí, pensó. En voz alta dijo: Soy Onofre Bouvila. La mujer pestañeó. Hermano de Joan, agregó él. La mujer mudó de expresión. El señor Joan está durmiendo, le dijo, pero ahora mismo le avisaré de que está usted aquí. Por su tono se veía que no era la esposa de Joan. Quizá sea su querida, una barragana, pensó Onofre: no parece soltera tampoco; posiblemente una joven viuda que necesitaba un hombre desesperadamente; protección, seguridad económica y todo eso.

Como ella le había dejado solo en la puerta entró en el zaguán. Sobre la arcada que daba al pasillo había una pieza de azulejo enmarcada en la que se podía leer: Ave María. El zaguán olía a polvo, sin duda el que la mujer había levantado sacudiendo algo con los zorros. Una lámpara y un paragüero de hierro forjado y cuatro sillas de respaldo recto era todo el mobiliario del zaguán. En el pasillo se abrían cuatro puertas:

dos a cada lado. A una de ellas estaba llamando en ese momento la mujer; cuando acabó de llamar dijo: Señor Joan, su hermano está aquí. Hablaba a media voz, pero no trataba de que Onofre no la oyera. Al cabo de un rato respondió una voz cavernosa desde dentro del cuarto. La mujer escuchó atentamente, pegando la oreja a la puerta y luego se volvió a Onofre: Dice que se levanta en seguida, que espere usted, le dijo. Con la mano con que sostenía los zorros hizo un gesto mínimo; con él señalaba el comedor, visible al otro extremo del pasillo. Siguiendo aquel gesto Onofre atravesó el pasillo. la mujer se hizo a un lado. En el comedor había una mesa cuadrada y sobre la mesa una lámpara de cristal esmerilado. Las sillas estaban adosadas a la pared. También había un aparador oscuro, un trinchante cubierto de mármol blanco y una salamandra; esta salamandra era de hierro, pero tenía partes de loza esmaltada: esto daba al comedor un aire de holgura económica. Sobre el trinchante, en la pared, había colgada una santa cena de madera tallada.

Frente a la arcada una puerta doble de vidrio daba a un patio rectangular, al fondo del cual se levantaba un retrete minúsculo. En el patio crecían un magnolio y una azalea. A la derecha del comedor estaba la cocina. Todo tenía aspecto de limpio, de ordenado y de frío. Cuando Onofre estaba mirando estas cosas sonó tan cerca la campana de la iglesia que se sobresaltó visiblemente. La mujer, que había estado observándolo desde el pasillo, se rió por lo bajo.

– Supongo que es cuestión de acostumbrarse -dijo él. Ella se encogió de hombros-. ¿Vives en esta casa? -preguntó. Ella señaló una de las puertas. No era la misma puerta a la que acababa de tocar, pero eso no excluía ni probaba nada, pensó.

En ese momento su hermano apareció en el pasillo. Iba descalzo y llevaba un pantalón de pana gastada y un blusón azul marino a medio abotonar. Con las dos manos se rascaba la cabeza. Cruzó el comedor sin decir nada, como si no hubiera visto ni a su hermano ni a la mujer; salió al patio y se encerró en el retrete. La mujer se había metido en la cocina.

Ahora llenaba un cubo de metal con el agua que brotaba del grifo. Aunque la noche anterior había dormido en uno de los hoteles más elegantes de París, el que hubiera agua corriente en su pueblo le produjo una sensación embriagadora de bienestar material. Cuando el cubo estuvo lleno la mujer lo levantó por el asa y lo sacó al pasillo; luego regresó a la cocina y empezó a encender el fuego con astillas y carbón, cerillas y un abanico de paja trenzada. Qué lento es todo aquí, siguió pensando Onofre. En la mitad del tiempo que llevaba en aquella casa había hecho a veces transacciones importantísimas. Aquí en cambio el tiempo no tiene ningún valor, se dijo. Su hermano salió del retrete abrochándose el pantalón. En el agua del cubo se lavó las manos y la cara; luego cogió el cubo y echó el agua en el retrete. Hecho esto dejó caer el cubo en el suelo del patio y entró en el comedor, mientras la mujer abandonaba la cocina para salir al patio y retirar el cubo.