Dejó al hombre con su perorata y entró en el vestíbulo. La luz entraba a raudales por los ventanales sin postigos ni cortinas. El suelo estaba cubierto de hojas secas. Algunos artículos inconexos y casuales habían sobrevivido al saqueo:

una pelota de colorines, un jarrón de bronce, una silla, etcétera. La ausencia de los demás era evidente y penosa.

Pensó cuántos objetos eran precisos para hacer una casa; algunos de estos objetos constaban de muchas partes que requerían ser ensambladas cuidadosamente. Traducido esto a horas de trabajo, una mansión como aquélla suponía varias vidas enteras; su destrucción convertía estas vidas en una inversión inútil, un despilfarro, pensó con mentalidad de financiero. De esta reflexión le sacó la voz del hombre, que se le había unido silenciosamente y ahora continuaba su relato sin previo aviso.

– ¡Y las fiestas, señor!, ¡y las verbenas y kermesses! -con la contera del bastón apartó las hojas que cubrían el suelo y dejó al descubierto un pie y el arranque de una pantorrilla femenina en el mosaico. De haber continuado la limpieza habría dejado al descubierto seguramente una escena mitológica tan extensa como el área entera del vestíbulo, pero para hacer eso habría necesitado varias horas de trabajo. Desistió de ello y prosiguió describiendo morosamente aquellas galas y saraos mientras recorrían salones y más salones. Como era de suponer, dijo, a él no le dejaban participar en aquellas fiestas, por lo general nocturnas, pero él se escapaba de su habitación, en camisa, descalzo a pesar del relente, se escondía en algún sitio desde donde pudiera ver sin ser visto. Estas escapadas venían facilitadas por el revuelo que ocasionaban las fiestas:

en tales ocasiones toda la servidumbre estaba muy atareada y nadie podía ocuparse de un mocoso como él, explicó. Los vencejos habían hecho sus nidos en los artesonados del salón de los espejos y los ratones correteaban por las molduras.

Este espectáculo pareció entristecerle más aún. Calló un rato y cuando habló de nuevo lo hizo de prisa, como si quisiera concluir pronto aquella visita que le resultaba a todas luces dolorosa, quizá porque ahora la realizaba en compañía de un extraño por primera vez en mucho tiempo.

– Un día de verano, señor -dijo-, un día terrible de verano, al regresar de mi paseo vespertino con los perros encontré la casa convertida en un torbellino y a todo el mundo allí atolondrado y confuso, lo que me hizo pensar, a primera vista, que estaba siendo preparada otra gran fiesta, lo cual, empero, no era posible, pues no hacía mucho habíamos tenido dos grandes fiestas casi seguidas, a saber, la verbena de San Juan y la visita de la compañía del teatro San Carlo de Nápoles, a la que, aprovechando el descanso estival, había invitado al señor Rosell a representar aquí para su familia y algunos amigos íntimos "Le Nozze di Figaro" del señor Mozart, cosa que había supuesto un trajín considerable, habiéndose habido de alojar y atender a los cantantes, el coro y la orquesta así como al restante personal del teatro, esto es, unas cuatrocientas personas sin contar los instrumentos y el vestuario, después de lo cual parecía que ya no íbamos a meternos en líos de tanta envergadura durante una temporada larga, aunque no debía de ser así, pues allí estaba yo, sin dar crédito a mis ojos, en medio de un batallón de albañiles, carpinteros, yeseros y pintores, lo imprescindible, en fin, para empezar a preparar una fiesta de ciertas campanillas.

Excitado por este espectáculo imprevisto corrí al interior de la casa, seguido de mis siete perros, en busca de alguien que pudiera informarme de lo que pasaba o estaba por pasar y di por fin con una despensera con la que tenía, creo yo, cierto grado de parentesco, no siendo raros los matrimonios entre criados y criadas de una misma casa, lo que, dicho sea de paso, llegaba a originar situaciones pintorescas, como ser mi tía segunda a la vez mi prima carnal y un hermano de mi madre mi propio sobrino, etcétera, al margen del cual, que no hace al caso, esta despensera con quien yo estaba emparentado en cierto grado y que incluso es posible, ahora que lo pienso, que fuera mi madre, ya que mi padre, en las escasas ocasiones en que salía del bosque, dormía con ella, lo cual por supuesto no demuestra nada, que a la sazón estaba desplumando un faisán cuya cabeza acababa de cercenar limpiamente con el destral que ella, mi madre acaso, aún sostenía entre las rodillas, me contó que esa misma tarde había llegado un jinete envuelto en un capote y tocado de un tricornio de fieltro, anacrónico ya entonces, y que saltando del caballo antes de que éste detuviera su carrera desenfrenada y sin molestarse en atarlo o entregar las bridas al palafrenero que alertado por el ruido de los cascos en el puente acudía ya en su ayuda, circunstancia que el caballo había aprovechado para zambullirse en el canal, había murmurado al oído del mayordomo una contraseña que le había abierto de inmediato las puertas de la casa y le había valido una entrevista precipitada con el señor Rosell, a quien habían despertado de la siesta sin miramientos por tal motivo, tras lo cual éste había dado orden de que se preparase lo necesario para dar un gran baile esa misma noche (¡esa misma noche!) en honor de un huésped ilustre cuyo nombre, sin embargo, no había sido revelado al servicio.

Al punto había partido de nuevo el emisario y pisándole los talones mensajeros encargados de cursar de viva voz las invitaciones, dijo la despensera, quizá mi madre. Pero, ¿de quién se trata?, le pregunté con la curiosidad insaciable de mi edad ternísima, a lo que respondió mamá que no podía decírmelo, que era un secreto y que aun cuando accediera a decírmelo, ello tampoco me sacaría de dudas, siendo ese nombre, que ella misma había oído escuchando detrás de las puertas y captando sílabas sueltas que traía el viento, totalmente desconocido para mí, según dijo, pero yo tanto porfié, apelando a sus sentimientos maternales, en el supuesto de que nuestra relación verdadera los justificase y ella los tuviera, que finalmente hubo de ceder e informarme de que la persona en cuyo honor se hacían los preparativos no era otra que el duque Archibaldo María, cuyas pretensiones al trono de España respaldaba desde hacía muchos años la familia Rosell.

Al primer piso habían llegado pocas hojas secas; allí la suciedad era más profunda, parecía provenir de los objetos mismos. Cuánta suciedad puede llegar a acumularse, pensó Onofre Bouvila; no sé yo qué pasaría en general si todo el mundo o casi todo el mundo no limpiase un poco cada día la parte de planeta que le ha tocado en suerte. Quizá éste sea en realidad el destino auténtico de la humanidad, quizá Dios puso al hombre en la tierra para que la mantuviera un poco limpia y presentable, quizá por esta razón todo lo demás es sólo una quimera.

– Pronunciarse a favor de tal o cual candidato al trono no era en aquellos tiempos fruto de la afición, una simple predilección comparable a la que podría sentirse hoy por un torero, pongamos por caso, sino una postura política comprometida, cuyas consecuencias, si los avatares de las guerras intestinas que había entonces por tales causas eran adversas, podían resultar irreparables -continuó diciendo el hombre-. Ahora bien -añadió al cabo de un rato-, el candidato en cuestión, aquel cuya visita nos había sido anunciada, había prometido en un documento incomprensible, mezcla de ideario, arenga y programa, llamado no sé por qué "edicto" y promulgado en Montpellier, conceder a Cataluña una independencia restringida o algo por el estilo, un régimen al parecer calcado del que vinculaba y vincula aún hoy la India a la corona británica. Por esta vaga promesa la familia Rosell había puesto vida y fortuna en el tapete. Ahora este candidato anunciaba de improviso su visita y ello creaba en la casa una disyuntiva insoluble, ya que por una parte había que agasajar al huésped como su rango real o posible exigía y por otra parte había que mantener a toda costa la clandestinidad que por fuerza rodeaba su viaje, toda vez que las autoridades constituidas y las bandas rivales de común acuerdo habían puesto precio a su cabeza, dificultades éstas que se sumaban a la premura, poniendo a prueba la imaginación, el refinamiento, el "savoir faire" de la familia.

El suelo estaba ahora cubierto de fragmentos minúsculos de porcelana que crujían bajo las pisadas de los dos hombres. Al recoger uno de los fragmentos y acercárselo a los ojos advirtió que provenía, como los restantes, de una vajilla de Sévres o Limoges de no menos de doscientos cubiertos sin contar las soperas, las salseras, las fuentes y los fruteros.

Si el comedor está en la planta baja, dijo, ¿cómo ha venido a parar aquí esta vajilla? También habría preguntado quién la había roto, si hubiera sabido a quién preguntarlo. El hombre no respondió, perdido en sus remembranzas.

– En cuanto lo vimos nos dimos cuenta de que aquel hombre sólo podía traer la desgracia a esta casa -dijo-. El duque Archibaldo María contaba a la sazón cuarenta o cuarenta y cinco años de edad y había vivido siempre en el exilio. Esta vida furtiva y trashumante había hecho de él un hombre crapuloso y amoral. Al cruzar el puente se cayó del caballo debido al estado de embriaguez en que venía. No creo que llegase ni siquiera a ver los esquifes que surcaban el canal y en los que la servidumbre sostenía en alto candelabros y palmatorias para crear un círculo de luz en movimiento. Su edecán, un individuo apodado Flitán, con aire de zíngaro, saltó de su silla con agilidad circense y ayudó al duque a incorporarse, lo condujo a rastras hasta el pretil del puente, de pechos sobre el cual vomitó Su Alteza mientras la señorita Clarabella, cumpliendo las instrucciones que le había dado su padre y con los gestos que toda la tarde le había estado enseñando el profesor de baile, hincaba la rodilla en la más grácil de las reverencias y le ofrendaba en un cojín de seda ajedrezado una reproducción de la llave de la casa en oro o en otro metal dorado y un lirio blanco… No sé si ya le he dicho, señor, que era una noche de verano calurosísima, una noche terrible. El duque no se había afeitado en varios días ni lavado en varios meses, sus ropas despedían un olor acerbo, de la nariz le colgaban mocos espesos y al reír, cosa que hacía con más fiereza que alegría, mostraba unos dientes puntiagudos y carcomidos: nunca una casa real estuvo peor representada. Sopesó con gesto apreciativo la llave de oro, que pasó luego a su edecán, arrojó al suelo el lirio y pellizcó la mejilla de la señorita Clarabella, que enrojeció al punto, repitió la venia maquinalmente y dando media vuelta corrió a ocultarse detrás de su madre.