Segundo círculo. El Infierno

«Así fue como descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio, pero mucho más dolor.»

Dante Alighieri

La Divina Comedia , Canto V

I

La abandoné a los tres años. En el 88, después de cinco o seis juntos. Fue un error más en mi trayectoria.

En realidad, toda mi vida amorosa, no sólo la de aquel tiempo, es una suma de errores, un rosario de equivocaciones que componen en conjunto el cuadro de un gran fracaso. Pero, en aquellos años, los que siguieron a mi separación de Julia y, sobre todo, a la posterior de Eva (que provoqué, como aquélla, después de pensarlo mucho), la lista de mis equivocaciones fue tan absurda como interminable. Con la misma rapidez con la que me enamoraba se enfriaba mi pasión en cuanto vislumbraba el más mínimo destello de rutina o de cansancio por mi parte.

Tal vez es que no me enamoraba realmente. Aunque creía que sí (si no en todos, sí en muchos de los casos), tal vez es que no me enamoraba realmente, sino que sustituía una pasión por otra. Así las mantenía siempre frescas, como el que cambia las flores de un florero antes de que se pudran o marchiten. Pero, a veces, como en el caso de Eva, o en el de Julia años antes, el tiempo transcurrido ya era tanto que las flores, aun podridas, habían enraizado en mí provocándome un intenso dolor al arrancarlas.

Es lo que tiene dejar que el tiempo pase. Es lo que tiene dejar que el tiempo pase y te acostumbre a un lenguaje y a unos hábitos de vida que no son seguramente ni mejores ni peores que los otros, pero que se convierten en parte de tu naturaleza, aunque sea solamente a nivel superficial. Porque la piel también duele cuando se arranca. La piel también tiene raíces que, aunque invisibles, se hunden en lo más hondo de nuestra naturaleza, de la misma manera en que lo hacen, en la de la memoria, los sonidos y olores y sabores del pasado. Por eso viven durante años y por eso también, de tarde en tarde, afloran a la superficie cuando uno generalmente menos lo espera.

Es lo que me ocurre ahora, al recordar de nuevo aquel tiempo que sucedió en mi vida al del limbo, como lo bauticé en aquella postal (trivial, turística, tópica, salvo por el motivo de la fotografía: una carretera helada, en un paisaje desierto, con un letrero que dice: FIN DE LA TIERRA CULTIVABLE) que les mandé a mis amigos desde Laponia, donde concluyó aquel viaje que tan determinante sería para mí.

Y es que, a partir de aquel viaje, ya nada volvió a ser igual. Por extraño que parezca (al fin y al cabo, aquel viaje cumplió todas mis expectativas), marcó un antes y un después en mi relación con Eva, no tanto por causa de ella, que quizá nunca llegó a saber que así fue, sino por mi propia causa. Sin saber por qué realmente (y mucho menos sin saber cómo explicarlo), comencé a sentir que me iba, como la barca que arrastra la corriente de la orilla a pesar de ella.

A pesar mío y sin que Eva tuviera culpa alguna ni intuyera o supiera nada aún, durante aquel viaje a Suecia, comencé a sentir, en efecto, que algo me alejaba de ella, aunque no sabía ponerle nombre. No era apatía, ni desamor, ni cansancio. Era algo más profundo y corrosivo, quizá por lo desconocido.

Nunca antes había tenido esa sensación. Era como si de repente la atracción que sentía por Eva (no sólo física, sino en todos los sentidos) se hubiese desvanecido sin que hubiese un motivo concreto para ello. Porque no sentía, ya digo, ni desamor ni cansancio. Era algo más profundo y corrosivo, algo que no podía identificar porque nunca lo había sentido antes.

Para saberlo, intenté pintarlo. A la vuelta de aquel viaje, de nuevo ya en España, intenté pintar aquel sentimiento mientras el otoño se adueñaba poco a poco de Madrid. Era el primer otoño que Eva y yo vivíamos solos. Como imaginaba ya, a la vuelta del verano, Suso recogió sus cosas y se fue a vivir a otro sitio, dejándonos solos en aquel piso en el que habíamos llegado a vivir hasta seis personas. Así que ahora Eva y yo teníamos toda la casa para nosotros. Yo me instalé en el salón, que daba hacia la plaza, y comencé a pintar día y noche, mientras Eva hacía lo propio con las habitaciones, pese a que la mayoría estaban ya vacías. Se la veía feliz por poder vivir al fin como ella quería: como una pareja auténtica y no como una pareja dentro de un grupo mayor.

A mí, en cambio, aquello me inquietaba. Aunque, por una parte, estaba también feliz, aunque solamente fuera por poder pintar por fin sin que nadie me interrumpiera o distrajera continuamente, por otra me daba miedo, por cuanto para mí aquel cambio era una experiencia nueva. Pese a que la mayor parte de mi vida había vivido en pareja, nunca lo había hecho a solas y me daba miedo empezar a hacerlo.

Miedo, ésa era la palabra. Miedo a la felicidad era lo que yo sentía. ¿O no era miedo, mezclado con curiosidad, la sensación que me producían, durante aquel viaje a Suecia, los solitarios paisajes que Eva y yo atravesábamos por desiertas carreteras transitadas solamente por camiones cargados de madera, entre infinitos bosques de abetos y verdes pinos? ¿No era miedo mezclado con felicidad la sensación de fugacidad que me producía aquel verano del norte que tanto me recordaba, por su pureza, a los de mi infancia?

Miedo, ésa era la palabra. Pero ¿cómo pintar el miedo? ¿Cómo pintar esa sensación que siempre identificamos con la tragedia o con el dolor, pero que, en mi caso, entonces, nacía justamente de todo lo contrario?

Imposible conseguirlo. Lo intenté de muchas maneras, desde cambiar los colores a los motivos pictóricos (que pasaron desde los paisajes suecos hasta el lugar en el que pintaba ahora); no conseguí trasmitir la sensación que tenía desde hacía tiempo y que, en lugar de desaparecer, como suponía, con el regreso a Madrid, se había enquistado en mi corazón. Aquella sensación contradictoria de felicidad y miedo que la nueva vida que acababa de empezar me producía.

Porque había empezado una nueva vida. Sin pretenderlo, sin desearlo, sin darme cuenta siquiera prácticamente hasta aquel momento, había empezado una vida diferente a la que había llevado hasta entonces. Durante años, yo había vivido en el limbo, en el paraíso de la juventud, y ahora, de pronto, me veía inmerso en un mundo nuevo en el que todo era muy distinto. Al contrario que en el limbo, donde nada era real, en la nueva vida que comenzaba todo lo era, al menos visto desde mi perspectiva.

Por eso no podía pintar lo que sentía en aquellos días. Ni pintarlo, ni nombrarlo, ni imaginar las formas y los colores que a partir de aquel momento mi pintura iba a tener. Porque mi pintura iba a cambiar, como yo. En realidad, llevaba ya cambiando mucho tiempo, concretamente desde que empezaron a aparecérseme aquellas extrañas hojas, mezcla de brotes y de semillas, que acompañaban a mis dibujos o los borraban completamente. Porque a veces los borraban u ocultaban por completo. Como si quisieran hacerlos desaparecer, los borraban u ocultaban por completo, pasando ellas a ocupar todo el protagonismo del cuadro, como cuando en el otoño un remolino de viento arranca las de los árboles y levanta al mismo tiempo las del suelo, cubriendo todo el paisaje. Pero el otoño que aquellas hojas representaban no era el otoño real. No era el otoño que yo veía por la ventana cuando me asomaba para mirar el paso del tiempo o la caída de la luz o de la lluvia sobre las cúpulas de las Salesas. Era un otoño irreal y, por lo tanto, más duradero, pese a la inofensiva apariencia de aquellas hojas que parecían de un jardín virgen o de un bosque abandonado por sus dueños.

El bosque era el de mi infancia y el jardín el de mi juventud. Así al menos lo traduje en aquel tiempo, con ocasión de alguna entrevista o a raíz de otra exposición. Pero ni mucho menos pensaba lo que había dicho. Lo dije por decir algo, como he dicho casi todo a lo largo de mi vida, sobre todo en relación con mi pintura. Al revés que otros pintores, que saben contar su obra, yo jamás he sabido explicarla con palabras. Por eso, recurro siempre a los escritores (a Suso y Mario, al principio, pero también a otros, después de ellos) para que cuenten por mí lo que yo no sé contar y digan de mi pintura lo que yo no sé decir. Aunque muy pocas veces coincide lo que ellos dicen y escriben con lo que yo he querido contar realmente o con lo que de verdad sentía y siento al pintar un cuadro.

Por eso, aquel otoño, no podía comprender lo que sentía. Y mucho menos podía contárselo a nadie. Aparte de que ¿a quién podía contarle nada? Si, desde hacía ya varios meses, me había quedado prácticamente sin confidentes, alejado como estaba de los que lo habían sido durante años, desde la marcha de Suso mi orfandad intelectual se agudizó, lo que hizo que me encerrara más en mí mismo. ¿Dónde quedaban ya aquellas noches en las que durante horas y horas discutíamos y hablábamos buscando en los demás respuestas a nuestras dudas?

Había llegado el momento de buscarlas cada uno por su lado. Y cada uno lo hacía a su modo, bien como Mario, buscando el éxito comercial, bien como Suso, intentando postergar siempre el momento de enfrentarse a la escritura y a la vida. En mi caso, yo me sentía a mitad de camino de ambos. Por una parte, es verdad, necesitaba también el éxito (entre otras muchas razones, porque vivía materialmente de mi pintura), pero, por otra, me sentía cerca de Suso en su desprecio al mundo del arte y de la literatura. Seguía pensando que éstos eran algo solitario y personal y me producía rechazo todo lo que les rodeaba.

Eva, entre tanto, permanecía al margen de todo aquello. Ella estaba por encima -o por debajo- de mis preocupaciones, ya que lo único que le interesaba era su felicidad. Felicidad que supeditaba a su relación conmigo (al fin y al cabo, yo era lo único que la retenía en España) y que debía de considerar fuera de todo peligro, sobre todo ahora en que por fin vivíamos los dos solos. Porque lo que Eva quería desde un principio era vivir como ahora vivíamos. Lo que Eva deseaba y ya había conseguido en cierto modo era vivir como una pareja, que era justo lo que a mí más me aterraba. Aunque ya había cumplido los treinta años, yo me sentía a años luz del hombre que Eva buscaba en mí.

Pero tampoco quería perderla. Seguía enamorado de ella y no quería perderla, cosa que intuía ya terminaría ocurriendo en cuanto transcurriera el tiempo sin que cambiara nuestra relación. Así que no sabía qué actitud tomar con ella. Si me distanciaba un poco, Eva lo iba a notar en seguida y si seguía como hasta entonces, aparentando que era feliz con aquella vida, con toda lógica ella pensaría que lo era de verdad y que incluso alimentaba los mismos sueños que ella de cara a nuestro futuro. El problema era, además, que no había un término medio. Y que, aunque lo hubiese habido, no habría podido permanecer en él mucho tiempo, calculando cada día la distancia conveniente para que nuestra relación no fuera ni hacia atrás ni hacia delante. Cuando uno ya ha pasado de los treinta y vive con la mujer que ha elegido, tiene que comprometerse o arriesgarse a perderla para siempre.