Pero aquella película se acababa. Aquella vieja película que yo reconstruía mentalmente mientras, sentado en El Limbo, contemplaba desolado el final de aquella noche y el de una época de mi vida era un disco ya rayado que se repetía una y otra vez hasta terminar borrándose. Sólo la música del piano seguía sonando a mi espalda, sumergiéndome en un tiempo sin final en el que se confundían, como ahora mismo, el pasado y el presente.

¿Y el futuro? ¿Dónde estaría el futuro? ¿Existía el futuro de verdad? ¿Existía o era tan sólo otro sueño como el que había vivido hasta entonces? ¿Existía o simplemente era un cuadro sin pintar que habría de pintar a ciegas, como todos los que había pintado hasta aquella noche?…

X

– Me voy.

Lo dije ya levantándome. Lo dije ya levantándome, después de coger mis cosas (el paquete de tabaco y el mechero), decidido a irme de allí.

Rico me miró en silencio. Como ya esperaba mi marcha, ni siquiera hizo un gesto de sorpresa.

– Hasta la vuelta -me despedí.

– Adiós -me respondió él.

Los demás ni siquiera se dieron cuenta de que me iba. Estaban tan abstraídos, tan aplastados por el calor, que ni siquiera se enteraron de que me iba o, si llegaron a hacerlo, lo disimularon. Al fin y al cabo, qué les importaba a ellos que me fuera o que me quedara si lo único que ellos querían era seguir sentados en sus sitios. Solamente, al pasar junto a la barra, Julito y Pepe me despidieron.

– Pásalo bien -me dijeron.

Les contesté con un gesto. Lo hice sin detenerme, como si no quisiera despedirme. Siempre me molestaron las despedidas y aquélla era una de las más difíciles. Por vacía, sobre todo.

Ya en la puerta, sin embargo, me volví a contemplar el bar. Desde las escaleras que subían hacia aquélla y que le daban otra perspectiva distinta a la del interior, El Limbo parecía un espejismo más que una imagen real. Difuminado por el calor y por el humo de los cigarros, el local en el que yo había pasado tantas noches, tantas horas y emociones desde hacía ya diez años, me parecía ahora mucho más grande y, en cierto modo, desconocido. Quizá era efecto de las cervezas. Fuese por lo que fuese, su soledad me hizo sentirme más solo cuando atravesé la puerta y eché a andar calle abajo dejando atrás aquel barco que se hundía poco a poco en el silencio de la noche, como el Titanic en las heladas aguas del océano Atlántico.

Como el Titanic también, vi Madrid en torno a mí. Amenazada por la tormenta que se cernía sobre sus edificios, iluminada por los relámpagos que atravesaban continuamente el cielo de parte a parte, la ciudad parecía otro espejismo y otro barco a la deriva, como El Limbo. Tambaleándome, sintiendo bajo mis pies el movimiento de su zozobra y en la cara el olor ácido y espeso de la tormenta, bajé la calle de Campoamor, salí a la de Fernando VI y, sin cruzarme apenas con nadie (todos los bares de la zona estaban semivacíos), llegué a la plaza de las Salesas decidido a irme a dormir lo mismo que cada noche, pese a que aquélla no fuera para mí una noche más. Pero, en el último instante, cambié de idea. Cuando ya estaba resignado a cerrar la noche sin mayor gloria, convencido de que nada podía depararme ya, vi a lo lejos, en un banco, al vagabundo que lo ocupaba en solitario desde hacía meses. Estaba solo, como dormido, como un náufrago en la noche de Madrid.

Llevaba meses viéndolo en el mismo sitio. Desde el balcón de mi habitación, mientras pintaba o escuchaba música o contemplaba el paso del tiempo a la espera de una idea o algún amigo que había quedado en venir, lo veía pasear día y noche por la plaza, ajeno a los transeúntes y a los demás vagabundos que vivían también en ella. Había por lo menos cuatro o cinco, aunque él era el más antiguo. Y el que, por otra parte, también, más llamaba mi atención por su aspecto elegante a pesar de todo y por su indiferencia casi absoluta hacia lo que le rodeaba. Aunque educado y hasta gentil, se mostraba ajeno al mundo, hasta el punto de que ni siquiera pedía limosna, como los otros, sino que era la gente la que se acercaba a dársela.

Dudé si hacer yo lo mismo. Aunque me conocería sin duda, como yo a él (no en vano debía de verme entrar y salir de casa varias veces cada día), temí que lo sorprendiera, incluso que lo asustara, a la vista de su soledad ahora.

Pero no lo necesité. Ni siquiera tuve que aproximarme. Fue él el que me llamó, mientras me decidía a hacerlo, pidiéndome un cigarrillo.

– Negro -me aclaró desde su banco.

– Rubio -le dije yo desde lejos.

Se encogió de hombros, como diciendo: «¡Qué se le va a hacer!», pero no lo dijo. En vez de ello, cogió el cigarro mientras me analizaba sin disimulo.

– Tendrás fuego, por lo menos.

– Por supuesto -le dije yo, sorprendido. Parecía que el favor me lo hacía él, en lugar de lo contrario.

– Esto es tabaco de putas -exclamó, soltando el humo.

– Muchas gracias -le dije yo, divertido.

Realmente era divertido. Estaba allí, en aquel banco, sin más compañía que el cielo y sin otras pertenencias que las que le cabían en una bolsa que utilizaba a la vez de almohada, pero parecía feliz. Más contento por lo menos que los que había dejado en El Limbo.

– No te ofendas, es verdad -me aclaró, por el cigarrillo.

Encendí otro para mí y me quedé de pie frente a él. Fumaba con gran fruición, sin importarle mucho que fuera tabaco rubio.

Parecía estar borracho. Quizá lo estuviera siempre y solamente cambiaba el nivel de su ebriedad en función de la hora del día y de si había dormido o no. En cualquier caso, era muy difícil determinar cuál era aquél en ese momento, puesto que permanecía sentado.

Y lo mismo pasaba con su edad. Era difícil de calcular, puesto que su aspecto era el de un hombre ya viejo, mientras que sus gestos eran los de un hombre joven. Un joven, eso sí, muy desgastado por el alcohol y la mala vida y por las inclemencias del clima de Madrid. Aunque, por lo que parecía, a él no le preocupaban mucho.

– Va a llover -me dijo, mirando al cielo, que apenas si se veía, de tan oscuro, sobre los árboles.

– Ya está lloviendo -le corregí, sintiendo ya las primeras gotas.

Pero él no debió de oírme:

– Un día llueve, otro hace sol… Así es la vida -filosofó.

– Sí, señor -le dije yo.

– Así es esta puta vida -siguió él, sin escucharme-. Por eso es tan delicada.

Me sorprendió el adjetivo. Me sorprendió el adjetivo, máxime teniendo en cuenta de boca de quién venta: un hombre al que, en apariencia, todo hacía pensar que la vida le habría tratado de muchas formas, menos con delicadeza.

– Estarás de acuerdo conmigo -afirmó, sin mirarme apenas.

– Por supuesto -me apresuré a decirle yo.

Las gotas comenzaban a caer ya con más fuerza. Golpeaban la tierra seca y la hierba, produciendo un ruido sordo cada vez más inequívoco y constante. Pero él no lo escuchaba o no le daba importancia alguna.

– Por eso -prosiguió con su discurso-, lo mejor es vivir en la penumbra. Una botella de vino (y, si es de coñac, mejor), una tertulia de amigos, una sardina con sal, un tomate si lo hay, una lumbre en el invierno y un sombrero de paja en el verano y a vivir, que son dos días…

Esta vez, no lo apoyé. Esta vez, no lo apoyé (al revés, guardé silencio), aunque tampoco a él pareció importarle mucho.

– Mira, no sé quién eres -siguió con su perorata-, pero me da lo mismo; yo hablo con todo el mundo. Yo hablo con toda la gente y a todos les digo lo que pienso. Y, si les gusta, bien y, si no, también.

– Claro, claro -aprobé yo su argumento.

– ¿Y sabes por qué lo hago? Porque la gente está equivocada. La gente cree que todo lo que vemos es verdad, y no es verdad.

– ¿Usted cree?

– ¿Tú no? -me dijo él, sin mirarme-. Mira, chaval, hazme caso: todo es una mentira. Madrid, el mundo, esta plaza… Todo es una mentira. Lo único que es verdad es el cielo y nadie se para a mirarlo.

– ¿El cielo? -pregunté yo, sorprendido,

– ¡El cielo, el cielo! -dijo, mirando hacia él-. El cielo es la única verdad que hay en el mundo, aunque la mayoría de las personas se mueran sin enterarse.

Llovía ya abiertamente. Mientras contemplaba el cielo, que estaba hinchado como un tambor, sentí la lluvia en mi rostro, tibia, pero refrescante. Parecía como si el cielo le diera la razón de esa forma al vagabundo.

– Ya está lloviendo -le dije, por si él no se daba cuenta.

– ¿Lo ves? -me respondió él, satisfecho-. ¿Lo ves como era verdad? -y continuó sentado, fumando, inmóvil bajo la lluvia.

Después de tanto esperarla, yo también la agradecía, pero, en apenas unos segundos, comencé a sentirme incómodo. Aquellas primeras gotas que levantaban nubes de polvo al rebotar contra el suelo o contra los cipreses y la hierba de los parterres se convirtieron en una tromba. Llovía con tanta fuerza que ya ni siquiera oía lo que el hombre me decía ahora.

– ¡Me voy! -le grité, corriendo.

Pero él no me respondió. O, si lo hizo, no llegué a oírlo. Mientras corría hacia mi portal, que estaba apenas a unos cincuenta metros, supuse que vendría detrás de mí, aunque lo haría más lentamente. Al fin y al cabo, aparte de ser mayor, debía de estar borracho. Pero, cuando me volví a mirar, protegido ya por la marquesina cuyo rótulo anunciaba la tienda de comestibles que hubo en el bajo en alguna época (MANTEQUERÍAS BARTOLOMÉ. ESTABLOS PROPIOS EN GALAPAGAR Y EN MIRAFLORES DE LA SIERRA), descubrí con estupor que continuaba en el banco.

Pensé en llamarlo, pero me arrepentí en seguida. ¿Quién era yo para impedirle que hiciera lo que quisiera? Al fin y al cabo, ¿no era lo que había hecho siempre? ¿No era lo que yo quería para mí y para todas las personas?

Secándome con las manos (tenía el pelo empapado), subí andando los tres pisos (el ascensor, como siempre, se había estropeado hacía ya días) y entré en casa procurando no hacer ruido. Eran las tres de la madrugada.

Eva dormía profundamente, pero Suso no estaba en casa. En la penumbra de las habitaciones, sólo se oía la respiración de aquélla y el salón estaba vacío. Sin necesidad de encender la luz, lo atravesé y me asomé al balcón. La lluvia arreciaba fuera y se estrellaba contra la barandilla provocando al hacerlo un ruido sordo; un ruido que se multiplicó por cien en cuanto abrí las contraventanas. De repente, un gran fragor se introdujo en el salón y, con él, el olor de la ciudad. Que apenas si se veía tras los cipreses de las Salesas, de tanto como llovía en aquel momento. Solamente los árboles más próximos, iluminados por las farolas, brillaban bajo la lluvia con un verde tan intenso que parecían de cera o plástico y, tras ellos, en su banco, la sombra del vagabundo, que seguía igual a como yo acababa de dejarlo.