Pero se habían acabado, a nuestro pesar. Lo demostraba la desbandada que en torno a nosotros se producía (como cuando, a la llegada del invierno, las aves buscan cobijo, a solas o por parejas, en lugares más calientes y seguros) y lo demostraba el hecho de que Suso contemplara aquel fenómeno como si fuera una claudicación. Una claudicación ideológica que, aunque esperada, lo entristecía y en la que terminó incluyéndome cuando, a raíz de quedarnos solos, se dio cuenta de repente de que mi relación con Eva era más fuerte ya que nuestra amistad. Por eso, se alejó también de mí, aunque siguiera viviendo en casa aún bastante tiempo, y por eso dejó de aparecer por los lugares donde sabía que yo estaría, comenzando por El Limbo, que era como su segunda casa. Pero lo que yo no esperaba (y me resistía a aceptar aún, pese a que todo lo indicaba así) es que tampoco fuera a venir esa noche, sabiendo, como sabía, que al día siguiente yo me marchaba. Es decir: sabiendo que aquella noche era la última de nuestra juventud.

IX

– ¿La última? -me preguntó Rico, sorprendido.

En lugar de responderle, le señalé su cerveza. La tenía ya vacía, como yo.

– ¡Ah! -me respondió, comprendiendo-. ¿Y por qué la última?

– Porque me voy -le dije, contemplando una vez más la postración en la que El Limbo seguía sumido.

El humo lo acentuaba. El humo y su decadencia, que iba en aumento, pese a que parecía imposible que pudiera aumentar todavía más.

– ¿Tan pronto? -me dijo Rico, extrañado.

– Quiero dar un paseo por ahí.

Acababa de pensarlo. Acababa de pensarlo y decidirlo después de aceptar que Suso ya no iba a aparecer. Que era la verdadera razón que me retenía en El Limbo desde hacía horas, aunque me molestara reconocerlo.

Me molestaba por lo que suponía: que lo que Suso hiciera o no hiciera seguía afectándome aún. Y porque, aunque era más que evidente, me resistía a aceptar que no apareciera, sabiendo, como sabía, que yo estaría esperándolo.

– Te noto un poco nostálgico -me dijo Rico, mirándome.

– ¿Nostálgico? -le negué yo con el gesto.

Pero lo estaba. No aquella noche, sino desde hacía ya tiempo. Quizá desde hacía ya años.

En realidad, siempre he sido algo nostálgico. Más que nostálgico, melancólico. Desde que llegué a Madrid sobre todo, siempre he sentido esa ausencia que te hace volver la vista continuamente hacia atrás como si sospecharas que, mientras estás viviendo, el tiempo va borrando tu pasado sin remedio. Una melancolía que inunda toda mi obra, pero que, en la realidad, yo he disimulado siempre porque me parece impúdico dejar que tus sentimientos afecten a los demás.

Lo que estoy es cansado de Madrid -le dije a Rico, muy serio.

Rico me miró extrañado. Sin duda a él esa confesión debía de sorprenderlo, por cuanto él adoraba la ciudad en que nació y en que vivía. Rico no concebía otro sitio en el que poder vivir que Madrid, incluso en las vacaciones. Por eso me miró de aquella forma, como si no me hubiese entendido, y por eso llamó a Julito en lugar de contestar a mis palabras.

– ¿Otras? -nos preguntó Julito, acercándose.

– Las últimas -le dijo Rico.

Julito volvió a la barra en busca de las cervezas llevándose al mismo tiempo las que ya estaban vacías. Por el camino, se cruzó con César, que volvía hacia su sitio.

– ¿No se cansará nunca? -le dije a Rico, mirándolo pasar.

– No lo sé -me dijo Rico, sin reparar siquiera en su viejo amigo.

Rico estaba ahora pendiente de lo que ocurría en la calle. Un fuerte golpe de viento había cenado la puerta, provocando un gran estruendo y el sobresalto de los que estaban cerca.

– ¡Ya está aquí! -dijo alguien, asomándose a mirar.

En efecto, un fuerte viento y un remolino de hojas anunciaban ya en la calle que la tormenta estaba llegando. Se notaba su olor en el ambiente.

– Me temo que no vas a poder irte -me dijo Rico, sonriendo.

Se ve que lo agradecía. Como todos los que estaban en El Limbo a aquella hora, Rico esperaba que comenzara a llover, porque así nadie podría marchar del bar en un rato. Y, mientras hubiera gente, éste no cerraría. Que era lo que a él le importaba.

A mí al revés: me daba lo mismo. Decidido como estaba a marcharme ya del Limbo, me daba igual que cerrara ahora o que siguiera abierto toda la noche, como sucedía a veces en el invierno. Aunque también yo esperaba la lluvia por ver si así refrescaba un poco.

– Las cervezas -nos anunció Julito, trayéndolas.

Estaban frías, como las anteriores. Casi más frías, incluso. Debía de ser que el calor me hacía sentirlas así.

– Cobra todo -le dije yo a Julito, alargándole un billete.

– ¿Todo? -me preguntó Julito, extrañado.

– Mañana se va de vacaciones… -aceptó Rico mi invitación.

Julito cogió el billete y regresó a la barra a buscar la vuelta. Por el camino, el viento volvió a cerrar la puerta.

– ¡Va a caer una! -exclamó, acercándose a abrirla.

Pero nadie se inmutó, fuera de él. Ni Cubas, que estaba absorto, ni Rico, que ni miró, ni César, que, en ese instante, comenzaba a tocar otra canción: La vie en rose, de Edith Piaf.

– Por tu viaje -brindó Rico, golpeando su cerveza con la mía.

– Por el tuyo -ironicé, brindando y dándole un trago.

Estaba helada, como la copa. Más fría incluso que ésta. Me resbaló por el pecho abajo, abriéndomelo como un cuchillo.

Era la quinta cerveza de aquella noche. La quinta fuente de espuma que me estallaba en el paladar y me bajaba por la garganta igual que el humo de un cigarrillo. Y es que, en el fondo, eran lo mismo: un cosquilleo picante que me estallaba en el paladar, sólo que uno era ardiente y el otro helado. Aunque los dos me quemaban.

Eran como los recuerdos. Agridulces o vacíos, todos de alguna manera terminan siempre por abrasarte. Me pasaba aquella noche y me continúa pasando. Especialmente cuando recuerdo aquel tiempo que viví en Madrid al llegar y que recordaba ahora mirando tocar a César. Sin saberlo, él me obligaba con su música.

Años de la vida en rosa. El mismo rosa irreal que yo pintaba en mis cuadros y que tomaba de aquellos cielos que contemplaba al atardecer, o al amanecer, al volver a casa. Aquel rosa desgarrado y palpitante con el que inevitablemente surgen aquellos años en mi memoria, pese a que seguramente nunca fueran de ese color. Lo cual me importaba poco, aquella noche, en El Limbo.

Aquella noche, en El Limbo, yo recordaba aquel tiempo envuelto en un rosa suave, igual que ahora recuerdo aquélla pintada de negro y gris. En cualquier caso, ambos colores no eran colores reales. Ni lo era el gris, que más bien venía del cielo (el cielo inmóvil del Limbo), ni lo era el rosa intenso con el que pintaba el tiempo. Un tiempo que recordaba a la vez que lo pintaba, del mismo modo en el que lo hago cuando lo recuerdo ahora.

Al final viene a ser lo mismo. Recordar y pintar viene a ser lo mismo, aunque no nos demos cuenta. Yo, al menos, no me la daba mientras recordaba entonces oyendo tocar a César y, por eso, estaba seguro de que los años que recordaba habían sido todos rosas, cuando la realidad era muy distinta. Los había habido rosas, pero también grises y hasta negros.

Los últimos, sobre todo, estaban llenos de claroscuros. Pasados los dos primeros, de los que ni siquiera llegué a saber su tonalidad, tan rápido se pasaron, el resto, principalmente los últimos, estaban llenos de claroscuros. A la batalla por la supervivencia se empezó a unir el dolor de las primeras rupturas sentimentales.

La primera, y la más triste, fue sin duda la de Julia. Fue la que tiñó de gris el cielo azul de Madrid y la que dejó en mí esa tristeza de la que nunca he podido ya librarme. Pero hubo muchas más: la de Lucía, la chica con la que estuve a continuación (apenas dos o tres meses), y las de las que le sucedieron. Y también las de la gente con la que fui trabando amistad y que perdí por una u otra razón, muchos de ellos para siempre, como a Pedro. Se quitó la vida una noche, en la pensión en la que vivía, sin dar ni una explicación.

Pero, fuera de esas rupturas y de algún que otro desengaño (la mayoría de ellos relacionados, cómo no, con las mujeres), en conjunto aquellos años los recuerdo todos teñidos de rosa. No el rosa cursi de las novelas de amor baratas o de las películas hollywoodienses de los cincuenta, sino el rosa ensangrentado que tiñe el cielo de Madrid algunos atardeceres, no porque así lo sea realmente, sino por imitación del que sus artistas plasmaron en sus pinturas. Ese rosa ensangrentado e inconfundible, como de postal antigua, que también aparece de cuando en cuando en mis cuadros, principalmente en los de aquel tiempo.

Porque aquel tiempo era el de las ilusiones. Y el del amor. Y el de los descubrimientos. Un tiempo lleno de sueños y de continuos cambios y encuentros que yo recordaba ahora, a punto de darlo por finalizado. El piano de César y Edith Piaf me obligaban a hacerlo, a pesar mío.

El piano de César y Edith Piaf y la melancolía que me embargaba. Una melancolía que acentuaba la proximidad de la despedida y a la que daba un halo de dramatismo la amenaza de la tormenta. Menos mal que la cerveza, con su cosquilleo helado, me devolvía a la realidad por encima de todos los recuerdos.

Pero la realidad ya no era la misma; quiero decir: la de cada noche. Poco a poco, como todo en torno a mí, la realidad se había deshecho, no sé si debido al humo, al calor o a la cerveza. O a las tres cosas al mismo tiempo. En cualquier caso, cada vez me costaba más identificar en ella a las personas y los objetos que aquella noche me rodeaban. Que eran los mismos de cualquier otra, sólo que difuminados ahora por el calor.

Era como si flotaran. Como si, al pasar las horas, unos y otras perdieran definición, como sucede con esas fotos que se hacen en movimiento. Tanto el bar como la gente los veía desenfocados, como me sucedía hacía un rato con los recuerdos. Acababa de pasar de un tiempo a otro, pero seguía viéndolo todo movido.

Y es que la realidad se difuminaba. La realidad y mis pensamientos, que eran lo mismo, para mí al menos, desde hacía horas. Poco a poco, al igual que en mi memoria, la realidad se difuminaba y el tiempo se deshacía, lo mismo que mis recuerdos. Sólo que éstos aparecían todos teñidos de rosa y la realidad del Limbo, aunque desenfocada también como aquéllos, era gris como la noche. Gris y negra como el cielo (el del bar y el de Madrid), a pesar de la canción que César tocaba ahora.

Quizá era la misma canción de siempre. Quizá desde hacía ya días (o meses, incluso años) César tocaba la misma canción de siempre, del mismo modo en que El Limbo era el mismo bar de siempre y sólo cambiábamos los clientes. Y ni siquiera. Fuera del de la coleta (un tipo extraño, seguramente extranjero, que llevaba varias horas sin moverse de la esquina de la barra), los demás éramos los mismos de cada noche, sobre todo de aquellas últimas. Pero al maestro eso no le importaba. Como tampoco nos importaba a nosotros lo que él pudiera tocar, con tal de seguir oyéndolo. Como en el cine, su música no era más que la banda sonora que acompaña a la película y que, de tanto sonar una y otra vez, uno termina por no escucharla.