Pero pronto me di cuenta de que aquello era algo más serio. Cuando terminé aquel cuadro (en realidad no lo terminé; lo dejé a medio pintar, boca abajo, entre los otros) y comencé a esbozar el siguiente (en realidad era el mismo, sólo que visto desde otra perspectiva), noté en seguida que no tenía la seguridad de antes. Me faltaba, sobre todo, confianza en mis propias fuerzas. Algo que nunca me había pasado hasta aquel momento y que notaba que iba en aumento, en vez de desaparecer.

Me acordé de Paco Arias. De buena gana le habría llamado, pero me lo impidió el orgullo: yo, que siempre había creído que pintar era tan sencillo… Comentarlo con Suso era imposible (no tenía tiempo para estas cosas) y con Mario había perdido la confianza que tenía. Consciente o inconscientemente, María lo había apartado de mí como del resto de los amigos. Así que sólo me quedaba Eva. Pero con ella no podía hablarlo. Aparte de que quizá lo habría entendido de otra manera, como una crisis vital o, al contrario, como un simple contratiempo pasajero, seguramente pensaría que yo la estaba culpando a ella. Algo que de ningún modo era cierto, pues, de haberlo, yo era el único culpable.

Así, al menos, lo viví desde el principio: como una responsabilidad que sólo a mí concernía y, por lo tanto, como un problema que solamente yo podía solucionar, si es que tenía solución. Porque hasta esto empecé a dudarlo. A medida que los días y los meses transcurrían sin que la inseguridad que sentía se disipara o se redujera (al contrario, iba en aumento), comencé a pensar si mis sueños no habrían sido, en efecto, más que eso: sueños sin ninguna base, y yo un simple aficionado a la pintura. Un vulgar aficionado, como tantos que conocía y había tratado desde pequeño.

Si así fuera, ¿qué vida me esperaría? ¿Qué futuro tendría por delante? Desde que tenía memoria, no había hecho otra cosa que pintar y, en base a esa convicción, había tomado todas las decisiones sin pararme a pensar siquiera que podía, por supuesto, equivocarme. ¿Cuánta gente, al cabo de los años, se da cuenta de repente de que ha equivocado la profesión?

Pero para mí pintar era mucho más que eso. Para mí pintar un cuadro era, más que una profesión o un oficio, una forma de vivir y de sentir. Sin la pintura yo no tenía ni presente, ni pasado, ni futuro. Sin ella yo no sabía lo que era la realidad. Y, sin embargo, cabía la posibilidad de que, durante todos aquellos años, hubiese estado equivocado por completo; que, desde que empecé a pintar, hubiese confiado ciegamente en un talento que en realidad no tenía y que ese error se manifestaba ahora en forma de desconfianza. Pero ¿cómo saberlo con exactitud? ¿Cómo saber si mis dudas eran simplemente eso: dudas sin ninguna base, o signos de algo peor?

Me revolví en la silla, nervioso. Miré a Rico, que seguía fumando y mirando al techo, ajeno a mis pensamientos.

– ¡Qué envidia me das! -le dije.

– ¿Por qué? -regresó Rico a la realidad.

– Porque sí -le respondí, apurando mi cerveza y cogiendo otro cigarro del paquete que permanecía abierto sobre la mesa-. ¿Quieres uno? -le pregunté.

Me hizo un gesto con el suyo. Todavía lo tenía a la mitad.

– ¡Qué envidia me dais los dos! -le dije, encendiendo el mío y señalándole a César con la cabeza.

Rico lo miró, extrañado. Guardó un instante silencio, como si no me hubiese entendido, y después me miró a mí desde detrás del telón de humo que alzábamos entre ambos.

– ¿Y eso? -me preguntó.

– Ya ves -le respondí yo.

Aunque, a decir verdad, no estaba tan seguro de lo que dije. Por una parte, es verdad, sentía envidia de él (y de César, y de Pepe y de Julito, y de todos los que estaban en El Limbo aquella noche, incluido el propio Cubas), por su falta aparente de preocupaciones, pero, por otra, me daban pena, aunque fuera solamente por tener que quedarse al día siguiente en la ciudad. Era lo mismo que me ocurría, en mis épocas de universitario, con la gente que veía cuando iba a examinarme, incluido aquel mendigo que vivía en plena playa con un perro, sujetos ambos a la humedad y a las galernas del mar Cantábrico. Hasta ellos me parecían dignos de ser envidiados, aunque solamente fuera por no tener que estudiar. Pues lo mismo me ocurría ahora en El Limbo: que sentía envidia de todos, incluidos aquellos que, como Cubas, tenían toda una historia de penas a sus espaldas.

– No te engañes -dijo Rico-. No es tan fácil vivir sin ilusión.

– ¿Tú crees? -le pregunté yo, extrañado.

– No es que lo crea, lo sé -me respondió él, sonriendo, justo en el preciso instante en que César terminaba de tocar otra canción.

Esta vez, se levantó. Llevaba casi dos horas sin levantarse apenas del sitio, pero ahora se levantó dispuesto a estirar las piernas. Era ya casi la una.

– Aguantáis… -nos saludó.

– ¡Qué remedio! -dijo Rico.

Fue todo lo que se hablaron, todo lo que se dijeron después de más de hora y media tocando uno el piano y escuchándole tocar el otro, igual que todas las noches.

César se acercó a la barra. El bar se desperezó ante su presencia en ella (alguno pensó quizá que era alguien que llegaba de la calle) y yo aproveché el momento para llamar de nuevo a Julito. Pedí cerveza para nosotros y para Cubas lo que quisiera. Yo invitaba, le indiqué.

– Un coñac -le pidió Cubas.

– ¿Coñac?… ¿Con este calor? -exclamó, más que preguntó, Julito.

– Lo mejor -dijo Cubas, impasible.

Era lo que bebía siempre, tanto en invierno como en verano. Era lo que bebía siempre, cuando alguien, por supuesto, como ahora, le invitaba. Porque él no tenía dinero. Como mucho para el café. Pese a lo cual seguía viviendo y volviendo muchas noches por El Limbo, donde permanecía, cuando venía, hasta que cerraba. En eso era como Rico y como la mayoría de los que estaban aquella noche en el bar. En eso y en su falta aparente de preocupaciones, que me hacía mirarlos con envidia, como, cuando era estudiante, a la gente que veía cuando iba a examinarme, incluido aquel mendigo de la playa de Gijón.

VIII

La una y media y Suso no llegaba. Ni Suso ni la tormenta. Seguramente ya no lo harían, salvo sorpresa de última hora.

En cualquier caso, a mí me daba ya igual. Dentro de unas cuantas horas partiría de Madrid y me daba igual lo que sucediera si, como parecía, la tormenta al final no descargaba y el calor seguía en aumento, puesto que estaría ya lejos. Y, por lo que se refería a Suso, ya lo vería a la vuelta. Al fin y al cabo, hacía meses que apenas lo veía.

Y, sin embargo, era mi mejor amigo. En Madrid, me refiero, claro está. Nos conocimos al poco tiempo de llegar ambos a la ciudad y desde entonces habíamos vivido juntos y pasado en compañía todos aquellos años. Que fueron sin duda alguna los mejores de nuestras vidas, a pesar de las circunstancias.

Y es que aquellos nueve años, los que hacía ya que nos conocíamos desde que nos presentó Julito, que conocía a Suso de la Universidad, habían sido tan intensos, tan repletos de emociones y de historias que contar, que los malos momentos, que los hubo, pronto quedaron en un segundo plano. Máxime con Suso al lado, a quien nada parecía afectarle más de un día.

Era un chico muy simpático, inteligente como el que más. Había estudiado Derecho por imposición paterna, pero lo suyo era la literatura. Por ella había abandonado, como yo por la pintura, sus estudios en la Universidad y, por ella, o en función de ella, había venido a Madrid despreciando un magnífico presente y una prometedora carrera de abogado a la sombra de su padre. Pero tampoco esto lo tuvo muy difícil. Aunque molesto con él, como los míos conmigo, por haber abandonado sus estudios, su padre le financiaba todos los gastos corrientes, al contrario que a mí aquéllos, que, aunque lo hubiesen querido, no habrían podido hacerlo.

Así que Suso, cuando lo conocí, vivía cómodamente e incluso tenía un coche que había heredado de su padre: un Seat 600 de cuatro puertas con matrícula de Pontevedra. Con él se paseaba por Madrid (en una época y a una edad en las que nadie teníamos coche) y con él hicimos todos algunas excursiones a la sierra de Madrid y a ciudades como Ávila o Toledo. Pero Suso no necesitaba el coche para destacar sobre los demás. Aparte de su presencia, que en modo alguno pasaba desapercibida (era el más alto de todos), era también el más ingenioso. Lo cual le convertía casi siempre en el centro de las reuniones y más en aquella época en la que tanto se valoraba la brillantez.

– Mira, Carlos -me decía, cuando ya tuvo confianza-, lo importante no es saber mucho. Lo importante es saber contar lo que sabes.

Lo decía y lo pensaba. Porque Suso no era un cínico. Suso era un soñador, aunque sin ningún escrúpulo: con tal de hacer una frase, podía ofender a quien fuera. Lo cual, lejos de hacerle antipático, le daba aún más atractivo. Sobre todo a los ojos de las mujeres, con las que tenía gran éxito.

Porque Suso era un seductor. Con su casi uno noventa de estatura y su pelo caído hacia los lados, Suso atraía a las chicas como la luz a las mariposas. Lo cual le enorgullecía, aunque fingiera no darse cuenta.

Pero Suso no era sólo un seductor. Aparte de seductor y de poeta notable (aunque pronto abandonó la poesía) Suso era un chico culto y un incansable conversador. Todo lo cual unido le convertía en un líder nato. De hecho, desde el primer momento lo fue de aquel grupo de aspirantes a escritores y pintores que se formó en torno al Limbo al poco de llegar yo.

Es como si todavía lo viera: acaparando siempre las reuniones y protagonizando la conversación. Porque Suso había leído mucho más que los demás. Y había viajado algo. En España y por Europa. Aunque tampoco esto tenía mucha importancia. Porque lo que no conocía, lo imaginaba. O lo inventaba, que era lo mismo. Lo importante para Suso era no quedarse atrás, lanzar la idea más atrevida, decir siempre la última palabra. Suso basaba su liderazgo en su capacidad dialéctica, incluso cuando lo ignoraba todo del tema de conversación.

Yo me di cuenta de ello en seguida. Pese a que, al principio, me deslumbró, como a todos, por su gran inteligencia y brillantez, pronto comprendí que Suso tenía más interés como personaje que, como él pretendía, como escritor. Aunque nunca se lo dije, por supuesto. Ni siquiera andando el tiempo, cuando tuve confianza para ello y razones suficientes para hacerlo, entre ellas su resistencia a escribir. Porque su radicalidad consistía precisamente en eso: en su falta de interés por lo real. A él le daban igual la verdad o la mentira con tal de que fueran bellas. En eso era un escritor puro, aunque no escribiera nada. En eso y en su facilidad para relatar historias, que iba olvidando según las inventaba.