Habían pasado muy rápido. Más incluso de lo que yo mismo pensaba (últimamente el tiempo se me escapaba como si fuera un pez de las manos). Además, aquellos años habían sido tan intensos que me parecían meses, ahora que los recordaba.

El primer año, Eva y yo lo pasamos prácticamente juntos. Ella aún no trabajaba y teníamos todo el día para nosotros o para estar con nuestros amigos. Eva seguía viviendo en su casa, pero la mayoría de las noches se quedaba a dormir conmigo. Luego, cuando se trasladó a vivir definitivamente a mi casa, ni siquiera necesitó ya ir y venir, como había hecho durante meses.

Fue un año para el recuerdo. Por lo menos para mí. Después de varios sin rumbo fijo, cuando ya empezaba a cansarme de perder el tiempo buscando lo que ni siquiera sabía qué era, volvía a encontrar la estabilidad que había perdido al dejar a Julia. Una estabilidad que yo entonces desprecié, en aras de la libertad, pero que echaba de menos desde hacía tiempo, pese a que nunca lo reconociera en público.

Eva se encargó de dármela. Con su dulzura y su suavidad, Eva me devolvió la tranquilidad que ya empezaba a desear y que me permitió de nuevo concentrarme en la pintura, que era lo que deseaba. Aquel invierno, además, ella empezó a trabajar. Como lectora de inglés, en una escuela de idiomas. Un trabajo eventual y pasajero, pero que le permitía vivir e incluso ayudarme a mí cuando las cosas no me iban bien. Algo que me sucedía a menudo, si no vendía algún cuadro.

Pero Eva añoraba su país. Aunque le gustaba España (y aunque nunca demostró deseos de regresar, al menos durante el tiempo que compartió su vida conmigo), añoraba su país y soñaba con el día en que yo pudiera ir a conocerlo. Algo que para mí era otro sueño, puesto que apenas ganaba entonces para vivir.

Pronto, no obstante, el sueño se hizo posible. A raíz de una nueva exposición (la segunda en año y medio), vendí algunos cuadros más y, aunque lo celebré como de costumbre, esto es, invitando a mis amigos a cenar y a tomar copas durante varios días, al final pude ahorrar el dinero necesario para el viaje. Tampoco necesitábamos demasiado, puesto que en Estocolmo teníamos su casa.

Durante toda la primavera, Eva estuvo preparando el viaje. Con ayuda de sus fotografías, que ya me había enseñado muchas veces, y de una guía de Suecia, me mostraba los lugares que quería visitar y a la gente que veríamos a lo largo de nuestro viaje. Un viaje que se presumía muy largo, puesto que su deseo era llevarme a su pueblo, que estaba a mil kilómetros de Estocolmo, casi al lado de la raya con Finlandia.

Yo la escuchaba con atención, más por ella que por mí, consciente de que, al hacerlo, contribuía a aliviar su nostalgia. Un sentimiento que yo entendía muy bien, puesto que, a veces, me embargaba a mí también, al recordar mi tierra y a mi familia. Aunque los tenía más cerca que ella, también yo los añoraba.

Pero, a medida que el verano se acercaba, comencé a dudar del viaje. Más que del viaje en sí, de su oportunidad. Desde hacía tiempo sentía que una etapa de mi vida se acababa aquel verano y me daba miedo tener que enfrentarme a ello cuando regresara de él. Pero a Eva no podía confesárselo. Ni siquiera podía dejar que lo intuyera. Ella era en gran parte la culpable de lo que estaba pasando entonces (no por ella, sino por el momento en el que apareció en mi vida) y, además, estaba tan feliz con aquel viaje, el primero en que la acompañaba a su país, que cualquier duda por mi parte la habría decepcionado. Por eso, hasta el último momento aparenté que seguía manteniendo la ilusión del primer día e incluso, aquella mañana, se lo había repetido una vez más. Algo que de ningún modo era cierto, por cuanto desde hacía días la sola idea de irme de viaje me perturbaba.

Me perturbaba y me daba miedo. Miedo al viaje y miedo a regresar y miedo, sobre todo, a enfrentarme a mi futuro; un futuro que veía cada vez con más temor. Por eso estaba tan raro (nervioso, pensaba Eva) y por eso, ahora, en El Limbo, mientras en la soledad del váter intentaba despojarme del bochorno de la noche y los recuerdos, yo me sentía tan solo, tan melancólico, pese a que Eva estaba conmigo.

V

Cuando regresé del váter, todo seguía en su sitio: César tocando el piano, Rico sentado en su sitio, Julito y Pepe en torno a la barra… Pero ahora los veía diferentes. Con las ideas más frescas y el pelo recién mojado, todo me parecía aún más quieto, como si mi despertar hubiera coincidido al mismo tiempo con una mayor postración de aquéllos. Seguramente, pensé, así me debían de ver ellos a mí, sólo que yo no me había dado cuenta antes.

– ¿Otra cerveza? -le dije a Rico, al volver.

– Si insistes… -aceptó él, reclamando con un gesto la presencia de Julito en nuestra mesa.

Julito llegó en seguida, trayéndonos las cervezas. Ni siquiera hizo falta que se lo especificáramos.

– Os vais a emborrachar -eso sí, nos advirtió.

– A ver si es cierto -le dijo Rico, sarcástico.

– Ya. Luego, a ver quién os aguanta.

Julito se alejó con su caminar extraño (era zambo, aparte de homosexual) y El Limbo regresó a la postración en la que permanecía desde hacía horas. Incluso, me parecía más decadente que antes.

– Esto parece el Titanic -le dije a Rico, indicando el bar.

– ¿Tú crees? -me respondió éste, mirándolo.

– Sólo faltan los icebergs -proseguí, contemplando hasta qué punto en aquel momento El Limbo respondía a aquella imagen.

En efecto. Salvo los icebergs y el calor, todo en él lo recordaba: el pianista, la tripulación impávida, los pasajeros inmóviles esperando en nuestros sitios, igual que los del Titanic, el inminente naufragio… Hasta los ventiladores, con su ruido persistente y circular, parecían anunciar la proximidad del drama.

– Pues habrá que echarse al mar -me dijo Rico, sarcástico, contemplando también él la paz que nos rodeaba.

La paz se quebró de pronto al dejar de tocar César. El silencio que siguió hizo que algún cliente se despertara.

– ¿Qué hora es? -se oyó preguntar a uno. -Las doce -respondió Pepe.

En realidad, era ya mucho más tarde: las doce y media, según el reloj del bar, que era el único a la vista. Buena hora, pensé yo, para que llegara Suso.

Pero Suso no llegaba. Ni Suso ni ningún otro. Desde hacía un rato, incluso, ni siquiera se veía pasar gente por la calle. ¿Quedaría alguien en Madrid?

Sí, sin duda quedaba alguien. Aparte de los que estábamos en El Limbo y de los que también habría en los bares y terrazas de la zona, quedaban Suso y Eva y algunos más como ellos. Gente que estaría esperando, como nosotros, que la tormenta llegara al fin.

Pero tampoco ésta llegaba. Incluso, desde hacía rato, parecía todavía más lejana. Ni siquiera se veían ya relámpagos a lo lejos.

Otra noche, hacía ya años, había vivido algo parecido. No era verano, sino febrero, y hacía frío aquella noche. Según la radio, unos militares habían tomado el Congreso (fue la última intentona del franquismo) y la ciudad estaba desierta, con todo el mundo en sus casas. En la nuestra, aquella noche, nadie se fue a dormir. Quien más quien menos tenía miedo y todos permanecimos despiertos hasta el final; hasta que la radio dijo que todo había terminado. La intentona militar se saldó sin consecuencias (para lo que podía haber sido), pero el silencio de aquella noche se me quedó grabado en el alma. Era un silencio inquietante, oscuro, como la noche. Un silencio tan hostil como el que ahora me rodeaba.

El silencio se rompió en cuanto César volvió a tocar. Yesterday fue la canción que eligió para seguir. Sin duda, un tema muy apropiado para lo que estaba pensando yo.

– ¿A ti te preocupa el tiempo? -le dije a Rico, por la canción.

– ¿El tiempo? -me preguntó.

– El tiempo. El que se nos va.

– Como a todos, supongo -dijo él. -Ya. Pero a unos les preocupa más que a otros.

– ¿Tú crees?

– ¿Tú no?

– No sé -me contestó él con indiferencia, a la vez que me ofrecía otro cigarro. Era su forma de decirme que la conversación no le interesaba.

– Pues a mí sí me preocupa -insistí yo, sin embargo.

– Eso es que te estás haciendo viejo -me dijo él, sonriendo.

– Será -le respondí yo, encendiendo el cigarrillo y volviendo a los recuerdos que la música de César me traía.

Eran recuerdos de hacía ya años. Recuerdos de aquella época en la que todavía yo estaba descubriendo la vida y la ciudad y no, como ahora, añorándola. ¿Sería verdad que me estaba haciendo viejo?

Me revolví en la silla, nervioso. Cuanto más me esforzaba en no pensar, más me llevaban los pensamientos en dirección a la misma idea. ¿Sería la música la culpable?

¿La música o la cerveza? Porque, entre unas cosas y otras, ya me había tomado cuatro. Pese a lo cual, seguía sudando como si el cuerpo no las notara.

Y es que el bochorno era cada vez más fuerte. La poca gente que había guardaba un hondo silencio, como si de esa manera quisieran contrarrestarlo, y hasta César, en su sitio, parecía adormilado. Sólo los ventiladores seguían girando en el techo, esparciendo el calor entre las mesas, más que ayudando a aliviarlo.

Otra noche, a la hora a la que estábamos, El Limbo habría sido un infierno con el calor que ahora hacía. Por eso, hasta agradecía que apenas hubiese gente. Ya me había resignado a pasar la noche solo y ahora hasta me gustaba.

Cada vez me gustaba más. Estar solo, me refiero. Al contrario que de niño, cuando constantemente buscaba la compañía de otras personas, de mis hermanos, de mis amigos, con tal de no estar a solas, en los últimos tiempos me había vuelto más exigente y, por lo tanto, más solitario. Me gustaba pasear por la ciudad mirando, al pasar, a la gente, y también estar en casa cuando ésta estaba vacía. Aunque esto era más difícil. Aunque, desde hacía ya tiempo, nuestra casa ya no era la pensión abierta a todas horas que fuera durante años, todavía seguía atrayendo a las visitas y sirviendo de refugio a algún amigo. Pero, aun así, conseguía quedarme a solas en ella. Sobre todo aquellos días en los que las tormentas habían barrido Madrid.

Por las mañanas, especialmente, solía estar solo en casa. Eva se iba a trabajar y Suso y quien estuviera dormían hasta muy tarde. Entonces, yo me ponía a pintar y lo hacía hasta bien avanzado el mediodía sin que nadie interrumpiera mi trabajo. Por las tardes, en cambio, eso era más difícil. A partir del mediodía comenzaba a llegar gente (o a despertarse, la que había en casa) y el salón se convertía en una especie de embarcadero en el que todos desembocaban. Así que difícilmente podía seguir pintando.