Lo hacía sin decir nada, sin pedirme nada a cambio, como le pasaba a Mario. Al contrario que María, que le exigía a éste exclusividad a cambio de mantenerlo, Eva se daba por satisfecha mirándome trabajar y creyendo que algún día yo acabaría triunfando. Estaba más convencida de mi talento como pintor que yo mismo en aquel tiempo.

Lo había estado hasta hacía poco. Desde que empecé a pintar y, sobre todo, desde que llegué a Madrid e hice de la pintura mi profesión, pintar era para mí tan fácil como soñar o como imaginar el mundo. Pero, desde hacía algún tiempo, el mundo se me había complicado. Ya no era el cuadro perfecto en que vivía yo entonces, o en el que creía vivir, sino el paisaje inquietante que aparecía en los míos. Aquel paisaje irreal, lleno de hojas extrañas, que pintaba últimamente sin saber por qué lo hacía, pero que se me imponía siempre, pintara lo que pintara.

Era un paisaje fantástico; quiero decir: un paisaje sin conexión con la realidad, y menos con la que yo conocía entonces. La realidad que yo conocía era la de la ciudad y en ella no había paisajes como los que ahora pintaba. Los paisajes de Madrid (del Madrid que yo vivía) eran nocturnos y urbanos y los que yo dibujaba eran mucho más campestres. Aunque, eso sí, muy extraños. No sólo por sus motivos, y por su composición, sino por la pincelada.39

Al principio, cuando empezaron a aparecérseme, recuerdo que me gustaron. Evocaban de algún modo los veranos de mi infancia (los que pasé en aquel pueblo del occidente de Asturias en el que vivía mi abuelo) y respondían también a mi concepción del arte: una forma de expresión más allá de la razón. Pero en seguida se complicaron. Aquellas hojas extrañas, como tentáculos verdes, que aparecían tras las figuras comenzaron a crecer y a germinar hasta acabar poco a poco llenando todos mis cuadros. Era un fenómeno extraño. Yo pintaba, por ejemplo, a una niña en un balcón, motivo que, ignoro por qué razón, repetía a menudo en aquel tiempo, y, cuando me daba cuenta, la niña había desaparecido borrada por el paisaje. Era como si de pronto éste se impusiera a todo, como si los personajes perdieran corporeidad, su esencia de seres vivos, y se volvieran también paisaje. Y, al final, todos juntos, personajes y paisaje, formaran un cuerpo único que trascendía a mi voluntad.

Porque mi voluntad aún era la de hacer retratos; retratos de mis amigos o de personas que conocía o retratos de gente imaginaria, pero que me parecía real (me refiero a aquellos cuadros que llenaba de figuras y de rostros sucesivos y que llamé genéricamente Personajes en el Limbo). Me refería al mundo y al bar, pero quizá más a éste, que para mí era entonces la metáfora del mundo.

¿De dónde venían, entonces, aquellas hojas extrañas? Y, sobre todo: ¿cuál era su significado?

Aquella noche, en El Limbo, seguía dándole vueltas. Durante todo aquel día, no había dejado de hacerlo, mientras retocaba el cuadro que terminaría rompiendo, pero, ahora, ese pensamiento se me volvía obsesivo. Era como si aquellas hojas siguieran creciendo en él; como si sus verdes sombras (verdes de tanto pintarlas) siguieran en mi conciencia y me impidieran pensar en algo que no fuera ellas mismas. Seguramente, pensé, la culpa la tenía aquella noche, que cada vez era más extraña.

Porque la noche seguía su marcha. Agónica y aburrida, tal como había empezado, la noche seguía su marcha ajena a mis pensamientos y a los de los que me rodeaban. Si es que pensaban en algo. Porque, vistos desde fuera, todos parecían dormidos, de tan quietos y callados como estaban. ¡Qué suerte tienen!, pensé, dando por entendido que no, mientras me levantaba para ir al váter.

Necesitaba estirar las piernas. Comprobar en el espejo que todavía seguía despierto. Refrescarme las ideas y la cara y, sobre todo, poner distancia entre mis pensamientos y aquella noche que parecía que no iba a llegar nunca, pero que avanzaba ya hacia el amanecer con la pasividad de una barca muerta, pero con la irreversibilidad de un viaje. Un viaje que para mí iba a terminar en otro del que aún lo ignoraba todo, pese a que desde hacía ya tiempo lo venía imaginando y esperando.

IV

Lo venía imaginando desde hacía ya dos años; desde que conocí a Eva. Fue, de hecho, lo primero en lo que pensé cuando la vi por primera vez, aquella tarde, en la galería. Algún día, pensé entonces, yo iré con esta chica a su país.

No fue un deseo, fue una premonición. Porque, desde que la vi aquel día, con aquel abrigo negro y aquella melena rubia que parecía un mechón de trigo, supe que iba a cambiar mi vida, pese a que apenas crucé con ella cuatro palabras.

Fue el día de mi exposición, la primera individual que hacía en Madrid. Eva llegó por su cuenta, sin que nadie la hubiese invitado (más tarde me confesó que pasaba casualmente por allí y que, al ver tanta animación, entró a ver la exposición), y, al principio, nadie reparó en ella, salvo Suso.

– ¿Quién es ésa?

– ¿Cuál?

– La rubia.

No la conocía de nada. No la había visto nunca o, por lo menos, no la recordaba.

– Pues una mujer así no se olvida -confirmó Suso mi pensamiento mientras ella se acercaba lentamente hacia nosotros.

Venía mirando los cuadros. Parecía concentrada en su contemplación mientras a su alrededor la gente hablaba o se saludaba sin prestarles apenas atención. La mayoría eran desconocidos, clientes de la galería o profesionales de las inauguraciones. Gente que yo despreciaba entonces.

– El pintor -se apresuró a presentarme Suso, cuando Eva llegó a nuestro lado.

– Encantada -dijo ella, sorprendida.

– ¿Te gusta? -le pregunté, por la exposición.

– Mucho -dijo ella, y pareció sincera al decirlo-: Te felicito.

– Muchas gracias.

– ¿De dónde eres? -intervino otra vez Su-so, intrigado por su acento, como yo.

– De Suecia.

– ¡¿De Suecia?! ¿Y qué haces en Madrid?

– Estudiar -dijo ella, sonriendo.

– ¿Y qué estudias?

– Español.

– ¿Español? -exclamó Suso, como si le sorprendiera-. Pero si lo hablas perfectamente…

– No es verdad -dijo ella, avergonzada.

– Sí es verdad -confirmé yo, impresionado aún por su aparición.

Alguien llegó a interrumpirnos y ella hizo ademán de despedirse, pero no le di ocasión. No podía dejar que se marchase.

– Hay una fiesta ahora -le dije-. ¿Quieres venir?

– Gracias, pero no puedo -rehusó ella mi invitación.

– ¿Seguro? -insistí yo, pese a ello.

– Seguro -respondió ella.

– Nos veremos otro día, por lo menos -insinué yo todavía, por si acaso.

– ¡Quién sabe! -me dijo ella, alejándose.

– ¡En El Limbo, cualquier noche! ¡Pregunta, que es muy famoso! -alcancé a decirle aún, sin saber si me escuchaba.

Tardé en saberlo algún tiempo, el que pasó entre esa noche y la que apareció en El Limbo, casi dos meses después. Yo casi la había olvidado.

– ¡Hola!

– ¡Hola!

– ¿Te acuerdas aún de mí?

– ¡Claro! ¿Cómo no voy a acordarme? Una mujer así no se olvida -repetí la frase de Suso mientras me apresuraba a invitarla a sentarse.

Venía sola, como el día de la galería. Vestía el abrigo negro que también llevaba aquel día y me pareció más rubia de lo que la recordaba. Parecía sacada de una película de Ingmar Bergman.

– ¿Qué quieres tomar?

– Un café.

– ¿Solo?

– Americano.

Yo había quedado con Mario. Quizá con alguno más. Era una noche de invierno, víspera de Navidades.

– ¡Qué sorpresa! -le confesé abiertamente sin saber por dónde empezar.

– ¿Por qué? -me preguntó Eva, sonriendo.

– Porque ya no te esperaba.

– Pues ya ves -respondió ella sin dejar de sonreír-. No olvidé tu invitación.

– Me alegro -le dije yo, entusiasmado.

Hablamos hasta muy tarde. Antes de que aparecieran los otros, me la llevé a otro lugar y acabamos en El Sol, que era la discoteca de moda en aquellos tiempos. Por fortuna, apenas me encontré con conocidos que interrumpieran nuestra conversación.

– ¿Nos volveremos a ver? -le pregunté, ya en la calle, cuando nos despedimos.

– Quizá -dijo ella, como el día de la galería.

– Quizá no. Yo quiero volver a verte -le dije sin rodeos. El alcohol y la emoción me daban ánimos para hacerlo.

– Pues, entonces, nos veremos -volvió a sonreírme ella, mientras se subía a un taxi.

Nos volvimos a ver en enero, a la vuelta de las Navidades. Eva había ido a su tierra y yo también fui a la mía. Durante todo ese tiempo, no pude dejar de pensar en ella.

– Pensé que ya no volvías -le dije, cuando nos encontramos.

– ¿Por qué? -me preguntó ella, extrañada. -Porque estaba deseando verte.

– Y yo -me confesó Eva a su vez, convirtiéndome en el hombre más feliz de Madrid y del mundo en ese instante.

Nos acostamos aquella misma noche. En su casa, que compartía con una amiga. Nos acostamos aquella misma noche y al día siguiente seguimos juntos y ya no volvimos a separarnos. Sólo queríamos estar a solas.

Al principio, durante los primeros meses, Eva siguió viviendo en su casa, pero, al acabar el curso, se trasladó a vivir a la mía. Aquel año, terminaba sus estudios y con ellos el motivo que la había traído a Madrid. De no haberme conocido, se habría vuelto a su tierra.

Volvió, pero de vacaciones. Añoraba su país, pero le gustaba España. Y eso que los primeros meses fueron muy duros, según me contó ella misma. Apenas conocía a nadie.

Eva era de Estocolmo. Había crecido allí, en las afueras de la ciudad, en un barrio de inmigrantes y de obreros, pero procedía del norte, de donde habían venido sus padres. O, mejor dicho, su madre. Su padre los había abandonado, al parecer, cuando Eva era muy pequeña y, pocos años después, aquélla se trasladó a Estocolmo en busca de otro futuro. Eva recordaba aún la llegada a la ciudad de la mano de su madre y de su hermano y la desilusión que sintió al llegar a la estación y ver que nadie los esperaba. Eva estaba convencida de que iba a ver a su padre.

Vivió allí hasta que vino a España. Lo hizo para perfeccionar su español, que había estudiado en la Universidad con ayuda de becas y de su propio trabajo. Como todos sus amigos, a los dieciocho años, Eva se había independizado y desde entonces vivía sola en la ciudad, en un piso de alquiler que seguía conservando todavía. Se lo había prestado a una amiga mientras ella estaba en España.

Iba a estar sólo aquel año. El que duraba el curso de su licenciatura y que le daría el título de profesora de español. Pero aquel curso se prolongó dos años. Los que hacía ya que la conocía la noche en la que yo recordaba aquello.