Así que no era extraño que estuvieran encantados con mi inesperado éxito. Sobre todo tras los últimos fracasos de sus pintores más cotizados, que, al parecer, vendían menos que antes. Eran dos, principalmente: Pepe Rubio, un valenciano arrogante y egocéntrico hasta extremos increíbles, y Alvarado, un andaluz cuyo único interés, aparte de sus modelos y de sus extravagancias (solía vestir de mujer), consistía en que pintaba los cuadros con anilinas. Pero eran los dos pintores más importantes de la galería. Y ello no sólo porque vendían, o habían vendido en un tiempo, sino por su personalidad. Una personalidad que Corine, la dueña de la galería, ponderaba todo el rato, pese a que a Álvaro, su marido, que era muy tradicional, le disgustara profundamente en el fondo.

La mía le disgustaba, pero por todo lo contrario. Continuamente me decía, sobre todo al principio de estar con ellos, que debería cambiar de imagen. La imagen, me decía Álvaro, es importantísima y más para los artistas. Le faltaba decirme que le parecía un pobre, que era sin duda lo que pensaba. Lo que yo pensaba de él obviamente lo callaba. Mi radicalidad extrema no había llegado aún al punto de faltarle al respeto a la persona que me permitía vivir desde hacía ya tiempo.

Últimamente, no obstante, tanto él como su mujer me empezaban a tratar de otra manera. Sin dejar de mirarme por encima, que eso era inevitable (lo llevaban seguramente en la sangre), me empezaban a tratar con más respeto, respeto que iba en aumento a medida que aumentaban las ventas de mis cuadros y su cotización. Aunque yo continuaba sin ver un duro de aquéllas. Aunque vendía cada vez más, o al menos eso decían, yo seguía sin ver un duro de aquéllas y tardaría todavía en verlo, puesto que, según sus cuentas, les debía aún mucho dinero. El que me habían adelantado desde que firmé con ellos, sin vender prácticamente una obra mía en ese tiempo.

Yo aceptaba, resignado, sus excusas. Aceptaba porque, en parte, sabía que tenían razón y, en parte, esperaba que la deuda se saldase ya muy pronto. Pero, entre tanto, tenía que subsistir. Y tenía que hacerlo con el dinero que ellos seguían dándome cada mes (y que ya no me alcanzaba para pagar la renta del piso, que se había duplicado en los últimos tres años) y con los cuadros y los dibujos que vendía por mi cuenta, procurando, eso sí, que no lo supieran. Porque tenían la exclusividad de toda mi obra y, de haber llegado a saberlo, me lo habrían echado en cara.

Aunque a mí me importaba poco. Yo tenía que vivir y con el dinero que ellos me daban apenas podía ya hacerlo, y menos ahora, que vivía solo en el piso. Por eso vendía dibujos y algunos cuadros pequeños, principalmente a la gente que me compraba obra desde hacía años.

El problema era ése, precisamente: que, para poder vender por mi cuenta, tenía que pintar más. Y eso, en aquel momento, me producía un gran malestar. Hacía tiempo que pintaba prácticamente la misma obra y eso me producía un gran malestar, no tanto porque pintara contra mi gusto, que nunca llegué a ese extremo, como porque me parecía una falsificación. Me veía a mí mismo como un copista, más que como un creador. Y, aunque los resultados fueran muy dignos, incluso tuvieran éxito entre los críticos, y no digamos entre los compradores, no dejaban de parecerme una traición a mí mismo, que era el único al que no podía engañar. Porque podía engañar a los críticos, podía engañar a los compradores, podía incluso engañar a mis amigos (los antiguos y los nuevos), pero no engañarme a mí. Y yo sabía que aquellos cuadros que vendía incluso antes de pintarlos muchas veces eran copia de otros anteriores, si no en sentido literal, sí en el sentido más estilístico.

Pero no tenía otro remedio que continuar pintándolos; al menos, durante algunos meses. Los que necesitaba para asentarme en mi nueva vida, la que había comenzado tras mi separación de Eva. Porque podía tener éxito y triunfar como pintor, podía aparecer en los periódicos, como, de hecho, había aparecido ya, como uno de los pintores con más futuro de mi generación, podía vender todo lo que hiciera, incluso lo que no hiciera, con tal de llevar mi firma, y al mismo tiempo tener problemas para llegar a final de mes. Que era lo que me ocurría desde que me separé de Eva y regresé de nuevo a mi antigua vida, aquella que había dejado por ella.

III

Intenté recuperarla nuevamente. Mientras olvidaba a Eva, intenté recuperar aquella vida que había dejado por ella y que tanto añoraba desde hacía ya algún tiempo. Porque la creía aún viva. La creía todavía perfectamente recuperable, puesto que muchos de mis amigos seguían viviendo como yo entonces.

Pero pronto me di cuenta de que aquel sueño era irrealizable. Más que irrealizable, absurdo. Porque podía recuperar aquella forma de vida, podía recuperar antiguos bares y amigos, podía recobrar incluso viejas amantes y conocidas, pero no el tiempo, que estaba muerto. Como los sueños cuando despiertas, el tiempo se había evaporado y confundido con la realidad presente, que, aunque parecida a aquélla, era muy diferente en el fondo. Ni yo era el mismo de aquella época, ni mis amigos seguían siendo los que eran, ni Madrid era ya tampoco la misma ciudad de entonces. Como nosotros, había cambiado profundamente, empujada por el ritmo de su modernización. Una modernización de la que presumía mucho la gente, pero que yo no alcanzaba a ver del todo. No es que no alcanzara a verla, es que no la creía tal. Es cierto que la ciudad había cambiado de aspecto, que ya no era aquel pueblón vetusto y destartalado que yo conocí al llegar, pero tampoco había cambiado tanto; me refiero a su sustancia. Es lo que decía el letrero que el dueño de un bar del barrio había puesto bajo un cartel de Madrid: VISTA (PARCIAL) DE MI PUEBLO, y lo que pensaba Suso, al que volvía a frecuentar de nuevo, igual que a Mario y a algunos más, después de un tiempo muy distanciados. Esta ciudad, decía Suso, cada vez es más provinciana.

Pero allí seguíamos todos, como abejas zumbando en torno a ella, sin importarnos mucho su evolución. Porque eran tiempos de grandes cambios. Lo decían los políticos y se veía en el día a día. Aunque para nosotros el cambio grande ya había ocurrido. Había ocurrido hacía años, cuando dejamos atrás el limbo y las pasiones de la juventud para adentramos en la madurez. Aunque algunos, como Suso, se negaban a aceptarlo. No porque no lo supiera, sino porque se resistía a creer que el tiempo fuera tan devastador.

Pero lo era, vaya que si lo era. No había más que mirarle a él para darse cuenta de que los años habían dejado su huella; más que en su físico, en su carácter. Como nos pasaba a todos, la vida se lo había ido cambiando, aunque él no quisiera verlo. Y lo mismo cabía decir de Mario y de los demás amigos y conocidos de los viejos tiempos, la mayoría de los cuales habían desaparecido tragados por la ciudad o por el destino o se habían integrado en el sistema, cansados de combatirlo. Los había, incluso, como Mateo, que se dedicaban a la política. En cualquier caso, ninguno era ya el que era, como tampoco lo era ya Madrid.

Así que era imposible recuperar la vida de años atrás. Ni aquella vida, ni aquellos años, ni siquiera los lugares y los bares de aquel tiempo. Porque, entre los que ya no estaban, como La Aurora, que había cerrado sus puertas, o como la bodega de Argensola, ahora un restaurante, y los que habían cambiado de ambiente, ninguno era ya el que era. Sólo El Limbo y el pub de Santa Bárbara mantenían todavía el espíritu de entonces, aunque cada vez más fosilizado. Aparte de que la gente los había ido abandonando, los que les seguían fieles se habían hecho mayores y ya no eran sino sombras patéticas de sí mismos.

La vida, en aquel momento, discurría por otros sitios. Por otros bares, como el Chicote, que volvía a cobrar vida después de años languideciente, o por los nuevos locales que florecían como geranios por la ciudad. En ellos y en los cafés de toda la vida, como el Gijón, o como el Lion d'Or, donde Suso tenía ahora su tertulia vespertina, había que buscar la vida y a la gente que la protagonizaba. Que era distinta de la de aquellos tiempos o había cambiado sustancialmente.

Y es que los años habían pasado para todos. Para mí, que había vivido al margen de todo aquello durante años, y para los que, como Suso y Mario, cada uno desde su perspectiva, habían seguido en primera línea la evolución de Madrid en ese tiempo. Que era mayor de lo que yo creía. Mayor en su dimensión y mayor en su profundidad. Sobre todo, en el mundo en que yo vivía, o en el que volvía a vivir después de un tiempo alejado de él.

La principal diferencia era generacional. La gente que en los setenta y hasta mediados de los ochenta protagonizaba la vida y las noches madrileñas y españolas veía ya languidecer su estrella, eclipsada por otra mucho más joven que pedía su lugar y su espacio en este mundo. Era la gente de mi generación. Gente en torno a los treinta y cinco años que empezaban a afirmarse como artistas o escritores y que reclamaban ya la atención de los periódicos y de las galerías. Entre ellos, como es lógico, había de todo, corno sucede en todas las épocas y como seguirá ocurriendo, pero, en lo fundamental, había un espíritu de rechazo hacia todo lo anterior y ya caduco. O que creían caduco por ya visto y superado.

Aunque, como siempre, escéptico, y más ahora, después de todo lo ya vivido, yo compartía aquella misma actitud. Desde mi individualidad extrema, que seguía conservando y alentando pese a todo, yo compartía aquella misma actitud, pero no porque lo anterior me pareciera ya superado, sino, al contrario, porque siempre me lo había parecido. Me refiero al arte de los setenta, contaminado por su circunstancia histórica, pero también a los movimientos que en los primeros años ochenta habían pasado por vanguardistas y que para mí no eran más que divertimentos protagonizados por unos cuantos niños rebeldes de papá. Y es que, al final, se trataba de eso: de jugar a ser artistas más que de serlo con todas las consecuencias.

Por eso, en aquellos años, yo viví mi vida al margen. Tanto cuando estaba solo como, antes, cuando vivía con otra gente, yo viví mi vida al margen, procurando no participar apenas, salvo como espectador, de aquéllos, ni dejar que me influyeran todos aquellos pintores que entonces acaparaban la cultura y la vida madrileñas y del país. Y es que la mayoría de ellos, tanto los ya consagrados como los que pretendían sucederlos, me parecían, salvo excepciones, personas sin interés, cuando no directamente despreciables. Por eso, digo, yo seguí pintando al margen, sin importarme lo que estuviera de moda en cada momento y tomando como ejemplos, como siempre, a los realmente importantes; esto es: los expresionistas, los vanguardistas del fin de siglo, los de entreguerras, Picasso… Principalmente Picasso. Ellos eran mis maestros y mis auténticas referencias, ante los que palidecían, cuando no se volvían patéticos, los pintores que por entonces pasaban en España por geniales. Y que se creían genios ellos mismos, como era el caso de Pepe Rubio.