Lo comencé a notar entre mis amigos. Entre los de Madrid, con algunos de los cuales había vuelto a encontrarme después de un tiempo alejado de ellos, pero de los que me separaba aún precisamente ese tiempo, pero también entre los de Gijón. Que pensaba que recibirían de otra manera los cambios que se estaban produciendo en mi vida últimamente. Cuando yo volvía a Gijón, lo hacía precisamente huyendo de todo aquello y buscando reencontrarme con mi verdadera vida.

Pero algunos reaccionaron de manera muy extraña. Eduardo, por ejemplo, se empezó a apartar de mí, no sé si desconcertado o acomplejado por mi repentina fama (¡pobre Eduardo, siempre encerrado en Gijón, siempre sin salir de allí!), mientras que otros, como Marino, o como algunos que no eran ni habían sido tan amigos hasta entonces, se me hicieron de repente inseparables. Sólo Ginés, mi compañero y amigo del Instituto, y, por supuesto, Amieva siguieron manteniendo la misma relación que manteníamos desde que nos conocimos, aquél en la adolescencia y éste ya en la Universidad.

Fue peor la gente menos cercana; quiero decir: esa gente con la que te une cierta relación, pero que no llega a ser de amistad. Sobre todo aquella que compartía mi mismo oficio o que lo compaginaba con otra profesión. Porque en Asturias pocos pintores podían vivir entonces de la pintura. La mayoría de ellos, por el contrario, compaginaban su afición con un trabajo, bien en algún colegio, bien por su cuenta, dando clases de dibujo o de pintura. A la mayoría de ellos mi éxito madrileño (que achacaban a la suerte, cuando no a otras circunstancias más extrañas) les provocó una reacción adversa inversamente proporcional a su conocimiento de mi persona y de mi verdadera vida. Cuanto menos sabían de mí más críticos eran conmigo y menos compasivos y flexibles se mostraban.

En Madrid me ocurrió lo mismo, pero aquí las cosas eran diferentes. Para empezar, la ciudad es infinitamente más grande, lo que me permitía elegir y evitar aquellos sitios donde sabía que no iba a ser muy bien recibido (o, al revés, donde sabía que iba a ser asediado sin remedio por algunos), y, en segundo lugar, había mucha más gente, y mucho más importante, a la que envidiar que yo. A mí, en Madrid, eso sólo me ocurría en los lugares que había frecuentado siempre y a los que seguía acudiendo, a pesar de todo, como hasta entonces.

Los que peor reaccionaron fueron mis propios amigos: me refiero, por supuesto, a algunos de ellos. Me acusaban, entre otras muchas cosas, de haber hecho un pacto con el diablo.

– ¿Tú crees? -le dije una vez a Cuesta, que insistía en que debía escapar de todo aquello, si quería salvar mi alma de artista. Como de costumbre, Cuesta era el más intransigente, no con él mismo, por supuesto (acabaría escribiendo best-sellers), sino con los demás.

– Por supuesto -dijo Cuesta, mirándome con desprecio, como si yo tuviera la culpa de que las cosas no le fueran bien-. En la vida hay que saber decir que no.

– ¿Tú lo has dicho alguna vez? -le pregunté yo, ofendido.

– Por supuesto -dijo él.

La acusación de Cuesta, no obstante, no era algo original o personal. Como él, hubo muchos por entonces que, en lugar de alegrarse de mi fortuna, se molestaron por ella hasta el punto de volverme la espalda algunas veces. Lo cual, aparte de sorprenderme (yo pensaba que, al revés, ocurría lo contrario en esos casos), me fue llenando de dudas y haciéndome más retraído. Algo que siempre había sido, pero que se me acentuaba ahora, a la vista de las circunstancias.

Pero, paralelamente, comencé a conocer a más gente. Gente nueva que vivía al margen de todo aquello o que, habiendo pasado ya por lo mismo, se reía de mí cuando me preocupaba por ello. Eso es envidia, me decían, quitándole una importancia que para mí seguía teniendo.

Entre los que conocí por aquella época, uno de ellos, por ejemplo, fue Marcelo. El chileno, que vivía cerca de mí (en la calle de Augusto Figueroa) pero al que conocía sólo de verlo en alguna fiesta, comenzó a frecuentar mi casa y, como él, otros pintores y artistas, la mayoría ya muy famosos. Pero no todos de fiar, como tendría que ir descubriendo.

Y es que, en la marabunta que se formó en torno a mí por aquellos tiempos (y que no ha cesado del todo, a pesar de mi distanciamiento), había mezclada gente cuya única intención era parasitar mi popularidad. Que seguía en aumento para mi asombro y para contrariedad de mis conocidos, que cada vez tenían más problemas para poder estar a solas conmigo. Suso me lo dijo un día:

– Mira, Carlos, o te paras o a mí me llamas cuando te canses.

En realidad, ya estaba cansado. Apenas comenzado todo aquello, apenas iniciado el torbellino en que se convirtió mi vida a partir de entonces, ya me sentía cansado, aunque tardaría aún bastante en darme cuenta de que era así. Lo que experimentaba entonces creía que era el temor que, a la vez, me producía todo aquello, dada mi inseguridad.

Porque yo seguía siendo el de siempre, aquel chico de Gijón, hijo de un estibador del puerto y de un ama de casa casi analfabeta, al que la vida y las circunstancias le habían llevado, primero, a la pintura y a la bohemia y, ahora, al éxito en aquélla, pese a que nunca lo había buscado de propósito. Por eso sentía temor, no porque no me atrajera en el fondo, y por eso lo veía con cierto distanciamiento, pese a que cada vez me era más difícil mantenerme lejos de él.

Porque una cosa era lo que yo quería y otra lo que los demás querían. Una cosa era lo que yo pensaba y otra lo que los demás pensaban. Y entre uno y otros estaban la pintura y su comercio, y el periodismo, y el poder, y hasta la necesidad de amor, o de sexo, de la gente. Y en medio de todo eso estaba yo, recién llegado de mi pobreza y procedente de un mundo ya perdido que algunos, en El Limbo, se empeñaban, pese a todo, en prolongar.

– ¿Cómo lo ves? -me dijo Rico una noche, una de aquellas noches perdidas del final de los ochenta que ya anunciaban lo que se nos avecinaba. Fundamentalmente a él, que ya había dejado atrás los cuarenta.

– No lo sé -le dije yo, sonriendo, sin saber qué responderle.

– No te preocupes -me dijo, al cabo de un rato-. Nada de lo que suceda tendrá realmente importancia.

V

Lo recordé años más tarde, cuando lo que se nos avecinaba ya se había cumplido por completo. El Limbo ya no existía (cerró en el 91) y de Rico no sabía más que se había retirado. Alcoholizado y quizá arruinado del todo, había pasado, al parecer, de no aparecer por casa a no salir nunca de ella.

Recordé eso y lo que pasó después: el aceleramiento del torbellino, la disgregación de mi anterior vida, el comienzo del proceso que me llevaría, por una parte, a mi mejor momento como pintor y, por otra, al peor en lo vital. Algo que no es difícil de entender, visto ahora, desde la lejanía.

El aceleramiento del torbellino, que ya no cesaría en mucho tiempo (y que no lo haría del todo hasta que abandoné Madrid), me empujó, en efecto, en la dirección en la que yo sospechaba que iba a acabar empujándome. Me refiero a ese mundo fugaz y evanescente, pero atractivo y brillante al mismo tiempo, que vive al margen del otro, el que habita el común de los mortales. Ese que algunos llaman de la cultura, pero que de cultivado tiene sólo las apariencias, por lo menos en lo poco que yo llegué a conocerlo.

Y es que en seguida entendí que aquella vida no era la que yo quería. En seguida me di cuenta (quizá porque ya lo sospechaba y lo temía) de que el mundo en que ahora vivía era un mundo artificial e intrascendente, una sucesión de círculos comunicados entre ellos, pero aislados de la vida de la gente en general, en los que, como en la descripción de Dante, se dividen el limbo y el infierno. La comparación la hizo Suso, cómo no, algunos años más tarde, a propósito de la noticia que publicaban todos los periódicos sobre la decisión de la Iglesia de suprimir el infierno de su doctrina, después de siglos de usarlo como amenaza. Al Papa lo que le pasa, dijo Suso, tras leerla, es que no conoce la vida literaria madrileña.

Como de costumbre, a Suso no le faltaba razón en eso. Como tampoco le faltaba, por supuesto, esa dosis de ironía imprescindible para sobrevivir dentro de aquel mundo, aunque fuera, como él, como espectador. Justo todo lo contrario de lo que le sucedía a Mario, que se tomaba completamente en serio aquel mundo, quizá llevado por su ambición o por su concepción casi religiosa de la literatura.

A mí me pasaba igual, pero por causas muy diferentes. Por carácter, sobre todo, pero también por ese temor que me acompaña desde pequeño a defraudar a la gente que, por la razón que sea, se te acerca, a ti o a tu obra, aparentemente con admiración. Aunque eso no es siempre así. Hay veces en que, al contrario, su aparente admiración esconde otras intenciones, no siempre reconocibles o confesables en alta voz. Cosa que me desconcierta mucho y que me llena de desazón cuando ocurre, pero que me descorazonaba aún más cuando comencé a moverme por aquel mundo que Cuesta y Suso consideraban, cada uno por razones diferentes, el infierno, pero que para mí tenía aún todo el atractivo de los lugares desconocidos y de los mundos cerrados que no están al alcance de cualquiera. Si bien que mediatizado por el temor que, al mismo tiempo, me producía.

El atractivo se desvaneció muy pronto. Tan pronto como lo conocí por dentro y confirmé todas mis sospechas; unas sospechas alimentadas a lo largo de muchos años de imaginarlo y de criticarlo y que contrastaba ahora con la realidad. Y eso que, desde el primer momento, parecía que todos se habían confabulado para hacerme sentir uno más en él.

Pero en ningún momento pudieron conseguirlo. Por más que lo intentaron unos y otros, desde la propia Corine, que ahora me trataba como antaño a Pepe Rubio y a Alvarado y me invitaba a todas sus fiestas, incluso a las más privadas, al último de los críticos, yo nunca me sentí bien entre ellos ni partícipe de aquel mundo del que, en teoría al menos, había entrado ya a formar parte. Al contrario, cuanto más lo conocía, más fuera de él me sentía, pese a que, por educación o miedo, disimulara mis sentimientos.

Pero éstos eran los que eran. E iban acentuándose a medida que conocía aquel mundo y, sobre todo, a algunas personas, pintores principalmente, que para mí habían sido modelos a seguir en algún tiempo y que descubría eran tan vulgares y tan mediocres como la mayoría. Y lo mismo podía decir de los galeristas, y de los críticos, y de los coleccionistas. Todos unidos y confundidos por una espesa madeja cuyo hilo conductor era el poder y que se creían por ello los elegidos por una sociedad que los admiraba.