– ¿Vas a querer hoy, Rosana? ¿O te da asco chupar lo que chupamos las otras?

– Eres una tortillera, Izaskun -gorjeó Rosana, sin énfasis.

– Y tú una asquerosa, princesita de mierda.

– No es que me dé asco, es que tengo los míos -replicó Rosana, haciendo aparecer de debajo de la cintura de su falda un paquete de Marlboro y un encendedor rosa. Prendió un cigarrillo y se puso a fumarlo con los brazos cruzados, basculando hacia atrás sobre sus caderas que aún no habían terminado de abrirse como a una mujer corresponde.

– Tú te lo pierdes. No hay comparación -dijo Izaskun-. Pero a lo mejor si te fumas un porro ya no eres la primera de la clase y esa chocha de doña Lourdes ya no te dice que vas a ser médica o ministra.

– Déjala, Izaskun, siempre la estás chinchando -terció una de las otras.

– No voy a ser nada de eso -se defendió Rosana-. Pero tampoco voy a acabar anunciándome en el periódico como tú para comprar coca.

– ¿Has probado la coca, Izaskun? -preguntó la que parecía más mentecata de todas las del corrillo.

– Una vez -se jactó Izaskun, clavando en Rosana una mirada rencorosa-. Me la dio a probar mi primo, cuando nos lo hicimos.

– Tú sólo te has hecho pis en la cama, cuando lo estabas soñando -se burló Rosana, y algunas de las otras se rieron.

– ¿Y tú? -intervino la mentecata, ansiosa de indagar en la ciénaga de cualquier vicio que pudiera practicar otra.

– A ti te lo voy a decir.

– Claro que sí, Nuria -se burló Izaskun-, con Ken, el de la Barbie. Se metió la cabeza por ahí mismo. Tenía muy poca pilila, hasta para ella.

Ahora fueron las que estaban con Izaskun antes de que llegaran Rosana y sus compañeras las que estallaron en una carcajada estruendosa. Rosana se quedó callada, soplando el humo con el labio inferior arqueado, como si fuera a sonreír. Luego dio media vuelta y se fue con las otras dos.

Cuando las niñas se recogieron fui a buscar una cabina telefónica. Marqué el número de Sonsoles y me saludó la voz más bien estragada de Lucía, la sirvienta:

– Diga.

– Buenos días, llamo del colegio de Rosana, ¿es usted su madre?

– No.

– ¿Pues con quién hablo, entonces?

– Soy la chica.

– Ah. ¿Está la señora?

– Sí, un momento.

Al cabo de medio minuto, la voz inconfundible de la madre de Sonsoles sonó en el auricular:

– Dígame.

– Buenos días, señora, llamo del colegio de su hija. Nos gustaría concertar una entrevista entre usted y la tutora.

– ¿Pasa algo?

– No, por favor, todo lo contrario. Lo hacemos por estas fechas con todas las niñas. Forma parte del programa de orientación. Ya están en la edad en que conviene pensar en su futuro. Rosana es muy buena estudiante.

– Sí que lo es.

– Y una niña muy formal.

– Nunca nos ha dado el menor disgusto -se enorgulleció por segunda vez la madre de Sonsoles y de Rosana.

– ¿Cuándo le vendría bien?

– Usted dirá.

Una vez que tuve la información deseada (Sonsoles no era la madre de la niña) me deshice de aquella mujer como pude, emplazándola para el lunes siguiente a una cita a la que no acudiría nadie y que supuse que sólo tendría como consecuencia que se cabreara con el colegio que tan caro pagaba don Armando. La fatalidad está hecha a veces de imprevisiones estúpidas.

Las niñas salieron a la doce y media y Rosana, junto con algunas compañeras, tomó un autobús. Fui por el coche y seguí el autobús hasta la casa de Sonsoles. Rosana bajó con otra niña también rubia, aunque algo desteñida. Oí cómo quedaban para un cuarto de hora más tarde y aparqué por allí cerca.

Quince minutos después las dos niñas se reunían y echaban a andar hacia el parque. Una vez dentro, buscaron un quiosco de helados y compraron un par de cucuruchos. Subieron hacia el estanque y lo rodearon por la parte septentrional. Se sentaron en un banco cerca de la estatua de Ramón y Cajal a terminarse el helado. Mientras estaban allí, la otra miraba a Rosana y Rosana miraba al frente. Rosana estaba seria y hablaba; la otra no hablaba y de vez en cuando soltaba una risita. Yo estaba al otro lado del paseo y con el ruido de la gente no podía oírlas. A los pocos minutos se les unió otra niña. Había bajado del autobús escolar en una parada anterior de su recorrido.

Media hora después, la que había venido con Rosana señaló su reloj, le dijo algo y la hermana de Sonsoles meneó la cabeza. Después de dudar durante unos instantes, la del reloj se levantó y se fue. Rosana estuvo con la otra unos diez minutos más, fumando y conversando en voz baja. Al término de ese tiempo se despidieron y cada una tomó su camino. Rosana cogió el paseo y se fue andando despacio, observando los árboles y a los transeúntes. Si hubiera tenido su edad, o si aquello no hubiera sido lo que era, yo la habría seguido hasta su casa discretamente y luego me habría ido a la mía a escribirle poesías. Pero aquello era lo que era y yo tenía treinta y tres años y poca gana de hacer versos, así que me dije que para qué iba a retrasarlo. Aquél era un momento tan apropósito como el que más. Salí tras ella y tres o cuatro metros antes de alcanzarla la llamé:

– Rosana.

Se paró y se volvió muy despacio. No tenía propiamente cara de asombro, sino de cautela.

– ¿Cómo sabes mi nombre?

– No te asustes -dije, alzando las manos.

– No me asusto. ¿Quién eres?

– Me llamo Javier y soy un amigo

– ¿Un amigo de quién? -en los ojos azules la pupila se hizo chica hasta casi desaparecer.

– Está bien. Soy policía. Pero no se lo digas a nadie.

– No he hecho nada malo -afirmó con convicción, y echó a andar otra vez, pero sin prisa, como previendo que yo iría junto a ella. Me puse a su altura.

– Ya lo sé. Quiero hablar contigo de tu amiga Izaskun.

– No tengo ninguna amiga que se llame así. Te has equivocado.

– No hay muchas Rosanas para confundirse.

– De todas formas. Ninguna amiga mía se llama Izaskun.

Sonreí y le busqué la mirada, pero no se la dejaba atrapar más que cuando era ella la que te atrapaba la tuya.

– No está bien que intentes engañarme. Sé que va a tu clase y os he visto en el colegio. Hoy habéis estado juntas en el patio.

– Eso no quiere decir que seamos amigas -sentenció, y mientras lo decía se echó el pelo hacia atrás con la mano derecha, que era la que tenía más cerca de mí. Normalmente el mejor sitio para comprobar que una niña no es una mujer son las manos, que tienden a ser chatas y a llevar las uñas mordidas. Las uñas de Rosana eran cortas, aunque no se las mordía, pero sus manos de chatas no tenían nada. Incluso separaba y curvaba los dedos como una experta, demostrando una sabiduría que muchas mujeres no consiguen nunca, la que consiste en haber averiguado que cada dedo tiene una misión propia.

– Rosana, tú eres una buena chica -dije-, y sabes que Izaskun está en un buen lío. ¿No te gustaría ayudarla?

– ¿Ayudar a Izaskun? Si vas a meterla en la cárcel me alegro. Es tonta del culo y se lo merece.

– No vamos a meter a ninguna niña en la cárcel. No andamos cazando niñas, precisamente.

– ¿Y qué puedo hacer yo?

– Decirme quién le pasa la droga. Eso es todo.

– Borja. Él se la pasa.

– Borja qué.

– No sé. Va al colegio de al lado, al de los curas.

Para realizar más cómodamente la delación, Rosana se había desviado y se había quedado quieta junto a un árbol de los que flanqueaban el paseo. Yo me coloqué frente a ella.

– ¿De verdad no me puedes dar su apellido? A lo peor hay quinientos Borjas, en ese colegio.

Rosana levantó los ojos y me contempló durante un segundo, de arriba abajo. Luego dijo:

– Ese Borja es inconfundible, lleva tres o cuatro años repitiendo octavo y siempre quieren expulsarle. Lo mismo le han expulsado ya, aunque su padre sea presidente de los antiguos alumnos del colegio.

– ¿Sabes algo más de él?

– Sí. Siempre quiere ligar conmigo -presumió, enredándose en el índice la punta de un largo mechón de sus cabellos-, pero como yo no le hago caso se ve con Izaskun. A Izaskun no le da asco nada.

– Y eso es todo lo que sabes.

– Y eso es todo lo que sé, poli -me escupió.

– Vaya, ves películas, ¿no?

– A veces. También te vi antes, cuando estabas en la valla del colegio. Creí que eras uno de esos tíos que van a espiar a las niñas que saltan la goma en el recreo, por si enseñan las bragas.

– Ya. Supongo que habrá bastantes tíos de ésos.

– Pues algunos. Pero nunca llevan una corbata tan bonita como ésa. Ya me fijé antes, en tu corbata. Creía que los polis no ganaban mucho dinero.

– Yo hago horas extras. ¿Te gusta venir al parque?

Rosana frunció el ceño:

– ¿Y eso qué tiene que ver con la investigación?

– Nada. La investigación ha terminado. Es para que me cuentes cosas de ti. Me caes bien.

Rosana se separó del árbol.

– Tú tampoco me caes mal, creo. Pero hace cinco minutos que Lucía tiene la comida preparada, en casa. Mi madre se enfada si me retraso. Dice que si me retraso Lucía no se lo toma en serio. ¿Sabes lo difícil que es encontrar hoy día una chica que funcione? -preguntó, con retintín.

– Claro, tienes razón. No te entretengo. Muchas gracias por todo.

– No hay de qué. Me encanta que detengan a Borja.

– No debes contárselo a nadie. Ni a tu madre ni a tu mejor amiga.

– A mi madre no se le puede contar nada. Es una pobre mujer. Adiós.

– Hasta la vista -me despedí, alucinado.

Rosana se alejó por el paseo, con la impecable cabellera rubia ondeando al viento entre la multitud. En un momento se la apartó a un lado y aprovechando el movimiento torció el cuello para cerciorarse de que yo la miraba irse. Pese a la distancia, vislumbré su gesto complacido. Eran las dos y diez y empezaba a hacer demasiado calor para llevar el traje, pero allí, bajo la sombra de los árboles, no se estaba mal. Me fui paseando entre los ancianos, los niños y las hermosas patinadoras que pasaban con los muslazos comprimidos en brillantes mallas multicolores. El verano tiene el inconveniente de que uno puede llegar a descuidarse imaginando que no hay feas en el mundo. Mientras caminaba recordé a Lewis Carroll y J. M. Barrie, acaso los más brillantes apóstoles de la pederastia heterosexual (aunque hay quien sostiene que Barrie era todoterreno, yo me dejo guiar por la intensidad del repeluzno con que Peter Pan descubre que Wendy se ha convertido en madre: compárese con la indiferencia absoluta que muestra hacia los hombres). También recordé a Oscar Wilde, excelso apóstol de la otra pederastia. Debería mover a reflexión el que sean algunos de sus mejores miembros los que se dan a prácticas que la sociedad reputa abominables. Los griegos, a quienes el hombre europeo debe la gloriosa herencia de la duda, que nos distingue de los pueblos atrasados y de los salvajes (Norteamérica, Japón, etc.), eran casi todos sodomitas o corruptores de niños. Desde luego es más sencillo arrojar al fuego a quien osa cometer actos que ocasionan zozobra a sus conciudadanos Tal debe ser posiblemente, la práctica de todo ordenado gobernante. Pero, ¿qué puede preferir el súbdito irresponsable?