De las cuatro es quizá la más altiva. Mira a la cámara consciente de su enorme encanto, como una profesional. Las demás tienen el cuello recto, pero ella inclina la cabeza, con languidez calculada. A su corta edad ya está imbuida de su condición semidivina y de que el fotógrafo es un lacayo, poco más que un mujik. La Gran Duquesa flota en un vestido que vale y cuesta (no a ella) más que todo lo que posee el fotógrafo. No tiene ningún motivo para temerle y lo proclama con su insolencia infantil, mezclada con un deje precoz de mujer fatal.

Siempre me he preguntado qué sintió aquella niña, ya muchacha, cuando vio al primer mujik con un fusil irrumpir en sus aposentos para joderle la nube de tul en que había estado viviendo hasta entonces. Cuando tuvo que comerse el marrón de pagar en su linda carne toda la sangre de mujik derramada por los déspotas que se alineaban en su genealogía. Nunca he leído, aunque quizá haya sido escrito, qué les hicieron exactamente a las grandes duquesas antes de enviarlas a la fosa para que nunca nadie pudiera sembrarles en la barriga un posible zar de todas las Rusias. Naturalmente lo he imaginado, y no siempre de forma virtuosa. A la edad que tenía la Gran Duquesa Olga cuando fue suprimida de la línea sucesoria, debía ser una criatura altamente susceptible de provocar pensamientos y actos impuros, y es cuestionable que un bolchevique enardecido hiciera ascos o reprimiera su masculinidad. La propensión de los rusos a la lujuria y a torturar al prójimo es tan proverbial como la que tienen a gimotear con fondo de balalaikas. De modo que, asumiendo una situación probable (sucediera o no, eso es lo de menos), también me he preguntado a menudo qué pudo sentir la Gran Duquesa cuando el primer mujik se quitó la cartuchera y rugió de placer. Es sabido lo que sentiría una mujer corriente, pero no lo que siente una Gran Duquesa habituada a considerar que un mujik es lo mismo que un perro o menos, dependiendo del perro.

No oculto que al representarme esa escena horrible, como cualquiera, estoy con la Gran Duquesa y contra el bolchevique. Para empezar, la Gran Duquesa debía de ser más limpia y hablaba francés. Cuando uno va de noche por una calle solitaria (la vida es una nocturna calle solitaria) prefiere que al torcer la esquina haya una muchachita bienoliente que hable francés y no un mujik lleno de piojos. En segundo lugar, aunque es algo demasiado ruin para que la gente lo reconozca con naturalidad, todo hombre que se siente atraído por una fémina experimenta un odio fisiológico hacia el tipo que se la beneficia, normal o esporádicamente.

Dejando bien sentada, pues, mi rendida adhesión a la Gran Duquesa, es verdad, sin embargo, que nunca he podido meterme en su pellejo y sí en el del bolchevique. En particular, hay un instante en el que el sino del bolchevique me parece estremecedor. No cuando la descubre, ni siquiera cuando la desnuda y se le muestra un tesoro de dioses (a lo mejor el muy bestia no se paró a desnudarla). Tampoco, desde luego, cuando la ensucia haciéndola como cualquier otra y despojándola de su Gran Ducado. El instante en que el bolchevique se encuentra con su delicada misión sobre la Tierra ocurre después de que la Gran Duquesa ha sido asesinada y enterrada, cuando la recuerda por primera vez.

Hasta entonces, ha podido ampararse en la insensibilidad de la turba a la que pertenecía. Pero en ese momento sus actos adquieren carácter individual. Sus sensaciones de la Gran Duquesa, filtradas por la memoria que se las devuelve por primera vez, son algo que sólo a él corresponde. Y el martirio y muerte de la doncella no tiene para él el mismo significado que para los otros. Los demás apenas perciben otra cosa que el negro goce de la venganza, pero él, atrapado en una emboscada del destino, sufre una pérdida. La causa exigía que aquella niña fuera ejecutada y él creía en la causa. ¿Cuántos mujiks murieron sólo durante el reinado de Nicolás II? Hasta ese instante, simples preguntas como aquélla le protegían. Ahora no. Quisiera que la niña no hubiera desaparecido y la causa es la responsable de su desolación. La causa y él mismo.

Qué tierno instante, cuando el bolchevique reniega de sí y de la Revolución para admitir su ya necesariamente desesperado amor por la Gran Duquesa. Cuando olvida que la dulzura a cuyo recuerdo sucumbe fue destilada durante siglos a costa del sudor y la sangre de sus antepasados. No hay más creyente que interese que el que cambia di credo. Un patriota inquebrantable, un revolucionario pertinaz, un monje casto, mueven por igual al epitafio aprobatorio y al bostezo. Gracias a los renegados progresa el mundo. Siempre me ha dado que el paraje donde van los héroes, llámese Valhalla o como sea, debe de ser un lúgubre lugar donde suenan los clarines, ondean los estandartes y hetairas atléticas ejecutan con los premiados una cargante gimnasia amatoria. Por el contrario, la cueva donde se revuelcan los felones debe de ser un sitio propicio a la fantasía: por allí pululan las damas más intrincadas, con las que también es factible mantener conversaciones enjundiosas. Tampoco es cuestión, digo yo, de estar todo el día apareados como simios, tediosa recompensa que en un número alarmante de culturas es lo único que parecen buscar los descerebrados que se hacen matar por una idea sublime.

Como todos, tengo mi lado revolucionario y me resulta algo engorroso alabar los genocidios alentados o consentidos por los zares en su capricho de forjar un imperio. Conviene apuntarlo para que no se confunda lo que diré a continuación: de toda la Revolución Rusa, nada me afecta como la flaqueza de ese bolchevique entregado a su inmunda pasión por la hija del tirano. Acaso nunca hubo tal bolchevique, y es indiscutible que aquella revuelta fue la culminación épica de una poderosa creencia. Aun así, mantengo lo dicho. Las creencias recorren invariablemente un camino natural, desde su sublevación contra otra creencia inicua hasta su transformación en la nueva iniquidad que será preciso destruir. El dolor y la belleza, en cambio, son irrefutables porque no se miden con ninguna creencia ni exigen que ninguna creencia se ponga a su servicio. Ningún hombre vale lo que cree, sino lo que ha deseado y lo que le ha sido dado sufrir. Cualquier hijo de perra o cualquier borrego puede creer cualquier cosa. Los elegidos lo son por el éxtasis o el infortunio. Los mejores, por ambos.

Contemplo la lejana imagen de Olga junto a sus hermanas, todas destinadas al suplicio (al menos el moral es seguro) y al patíbulo. Quién me iba a decir a mí, cuando todo lo que acabo de escribir eran nada más que chorradas para distraer las tardes de domingo, que yo también habría de experimentar la remordida flaqueza del bolchevique.

Por la mañana, y es que el cuerpo sabe lo que le conviene y a veces también lo sabe la olla que bulle en lo alto, ya no me acordaba de haber estado acariciando tenebrosas ideas a propósito de mí y de aquella niña tan desconcertante. Incluso estaba de un extraño buen humor. Hubo un tiempo en que me preocupaba oscilar de la desesperación a la ligereza con tanta facilidad como quien cambia de corbata, pero desde que comprendí que ser ciclotímico es una vacuna contra otras formas más fatigosas y antipáticas de trastorno mental, acepto con gusto las variedades de mi ánimo.

Mientras me preparaba el café decidí que estaba enfermo y llamé a la oficina para comunicarlo con la voz más lastimosa que soy capaz de poner. Ya tendría tiempo de inventar qué era eso tan gordo que me había autorizado a concebir que aquel día podía soltar el remo. Me quité la corbata, pero mientras me sacaba la camisa de ir al Banco para cambiarla por mi camisa talismán (la que tiene en la pechera una mancha indeleble, procedente de una pota que me echó durante una misteriosa cena de negocios una explosiva pelirroja), se me ocurrió que acaso me ayudara en algo ir bien vestido. De modo que recompuse mi imagen habitual de persona respetable, en la acepción usual del término. Quiero decir que mi apariencia era más la de los malnacidos que si han de darte por culo pagan a otro para que se ocupe, y menos la de los malnacidos que te dan por culo porque les han pagado para ocuparse (los bien nacidos no tienen apariencia definida; se les conoce al cabo de un buen rato de no darte por culo). Es posible que también, y me avergüenza admitirlo, me echara un poco más de Paco Rabanne o Armani, que es lo que usan los capullos como yo a partir de los treinta años para disimular el olor a podrido.

Aunque cuando salí de casa no tenía una estrategia concreta, ya sabía que iba a acercarme a la niña y a quemar mi suerte. Aparté a un lado todo lo que me aconsejaba eludirla y todo lo que la tarde anterior me había abatido. Yo no era más que un cochino sin escrúpulos y aquella nenita una promesa de sórdidos placeres. Así puestas las cosas, podían resultar.

Llegué al colegio después de la hora de entrada, cuando ya todas las niñas estaban en clase. Por un momento dejé que se me ocurrieran varias ideas descabelladas: hacerme pasar por un inspector del Ministerio de Educación con ganas de marear a los dueños del selecto centro docente; simular que era un ejecutivo de una agencia de publicidad en busca de niñitas monas para anunciar tampones mini; entrar con gafas oscuras y sugerir a algún empleado o empleada de que la trata de blancas podía aportar un complemento interesante a sus escasos emolumentos. Lo cierto es que me daba cierta pereza, así que pensé que mejor esperaba a que llegara la hora del recreo. El patio del colegio tenía un muro bajo y era posible apostarse en la verja para tratar de ver algo.

El recreo empezó a las once. Las niñas fueron saliendo por edades y organizándose en torno a una comba por allí, a una goma por allá, a una misteriosa china que ardía en la mano de una de ellas por acullá. Me sorprendió un poco que señoritas de tan exquisita educación, y que tenían tantas razones (de las de verdad, no las paridas que intentan colarles a los robaperas) para decirle no a la droga, se entregaran como consumadas adictas al ritual del hachís. Daba la casualidad de que yo estaba apostado en la parte más lejana del edificio del colegio y que este grupito, para mejor gestionar su actividad clandestina, se había venido a apenas quince metros de donde yo me hallaba. En cuanto me percaté de lo que se traían entre manos me hice el loco, pero tampoco las coartaba que yo estuviera allí. La que calentaba la china me miró y siguió a lo suyo como si nada.

En un principio había unas cinco, pero al poco se les unieron otras tres que se acercaron con mucha parsimonia desde el centro del patio. Una de ellas era la mía. Todas rondaban los catorce o quince años y en todas los rasgos de mujer y de niña se mezclaban desordenadamente, pero ella destacaba sobre las otras. Era la más alta, la más atractiva, la única que no tenía granos en la cara y con mucho la más apetitosa. Apenas se unió al grupo, la que se encargaba de la manufactura del canuto le espetó: