Rosana se rió.

– No te prometo que venga. Los sábados me levanto tarde. Si estuvieras todavía a las doce, podría ser, pero tampoco lo prometo.

– A las once y cuarto, ni un minuto más. Si no estás a las once y cuarto es que no te importa. Que sueñes con los angelitos.

– Yo no sueño con angelitos. Hace tres años que tengo la regla.

– Vaya.

– Y ya sé lo que buscas, por si crees que no me he enterado -se jactó.

– Creo que no te has enterado. Y si vienes mañana después de las once y cuarto ya no podrás enterarte.

– Seguro que sí. Cuando vayas otro día a mirarles las bragas a las niñas que saltan la goma en el recreo. Entonces no te inventes que eres policía.

– No me lo he inventado. Pero tú piensa lo que quieras, Rosana. Eres demasiado guapa para que te arrepientas.

– Adiós.

– Hasta mañana.

Ella se fue y cuando la noche terminó de caer encima del parque yo seguía en el banco, acordándome mucho de sus hombros y devanando ilusiones inconfesables.

La noche de aquel día viernes desistí de los pasatiempos habituales y di en vaciar en casa una botella de Black Bus que había comprado en cualquier aeropuerto. El cuerpo me admitió la mitad: el resto lo escancié ceremoniosamente en el inodoro mientras mi reproductor de compactos arrojaba a todo volumen, para terminar de enrarecer mis relaciones con los vecinos, los graves acordes de esa fastuosa melodía que el mundo debe a Allison Moyet y que lleva por título la frase más redonda que nadie ha encontrado jamás para un título: Winter Kills.

En el momento actual, apabullada por los medios de comunicación, que ora dan el coñazo para que uno vaya a ver la película sobre ese cursi pretencioso de Beethoven, ora beatifican a cualquier macarra anglosajón muerto por sobredosis aunque no supiera cómo se cogía una guitarra, la gente no se atreve a decir lo que piensa de la música. Es jodido sostener que lo que hacía Mahler y lo que hace Mick Jagger sean la misma cosa, pero uno se da cuenta de que no se puede decir nada contra ninguno de los dos y la mayor parte de las personas dan en pensar que no tienen gusto y más les vale callarse o repetir lo que diga la tele o la prensa.

Reconozco que he padecido como cualquiera esa mordaza, y que alguna vez que he intentado sublevarme mi interlocutor me ha arrojado encima una tonelada de consignas oficiales y casi me he quedado sin argumentos. Digo casi porque siempre había uno, que me guardaba y ahora ya no me importa enseñar: la única música que vale es la que me emociona, y la música que me emociona es la música que a mí me sale de los cojones que me emocione.

Durante mi época de desorientación, la música que me emocionaba era demasiada, en parte porque no identificaba debidamente lo que era la música y en parte porque no identificaba bien qué era emocionarse. Yo he creído emocionarme con Haydn, que ya es despiste. Ahora he reflexionado y he comprendido que un hombre debe caminar ligero de equipaje, así que me he ceñido a lo imprescindible. La lista a que he reducido toda la historia de la música, y que cubre de sobra todas mis necesidades, se compone de lo siguiente: Upstairs at Eric's , de Yazoo; The Number of the Beast , de Iron Maiden; y Schubert.

Que la lista sea así de corta no significa que no oiga otras cosas. Como se recordará, toda esta funesta historia empezó con una hostia por culpa de Judas Priest. Lo que sí significa es que, fuera de lo que acabo de dejar enumerado, me abstengo de escuchar .

Comienzo por Schubert. ¿Cómo se hace para que no sobre nada de lo que uno compone? Acaso el truco sea vivir a duras penas, estar solo como un perro y morirse a los treinta años. Por poner un contraejemplo, Bach vivió bastante y tuvo la plasta de hijos y abundante papeo (no hay más que mirarle, justamente, la papada). En cuanto a los méritos de su música, hablo de la de Schubert, otros podrán suministrar las razones universalmente admisibles que conviene exponer en sociedad para que no te tape la boca un listillo de mierda. No es de eso de lo que aquí se trata. Yo salvo a Schubert y lo antepongo a todo porque la primera y última vez que creí enamorarme noblemente sonaba de fondo su Trío Op. 100. También porque la primera vez que quise tirarme desde el Viaducto más o menos de veras (hablo de los tiempos en que era un idiota y no me cagaba por los pantalones al pensar en la muerte como ahora), me llevé un casete portátil con el Winterreise (además de idiota, era un efectista) y me quedé escuchándolo hasta el final (hasta que me olvidé de que había ido a suicidarme). Pero quizá sobre todo, adoro a Schubert porque aún hoy, cuando empieza el primer movimiento de la Quinta Sinfonía, me asalta el pasmoso convencimiento de haber sido en algún momento francamente feliz.

Las razones que me asisten para elegir The Number of the Beast son menos nostálgicas. Aunque me limito a este título, admito que en las dos primeras obras de Iron Maiden (Iron Maiden y Killers ) ya se apuntan los recursos que les permitirían coronar su carrera en momento tan temprano. Por mí, todo lo que han hecho después podrían habérselo ahorrado como músicos (comprendo, no obstante, que tienen que dar de comer a sus familias). Ya fue premonitorio que la última pieza del disco, Hallowed Be Thy Name , fuera el lamento de un condenado a muerte. Es innegable que ninguna de las demás canciones iguala la perfección de esa última, en cuyos escasos minutos el heavy metal alcanza, para no recuperarlo ya nunca, el dominio absoluto de los más altos misterios. Personalmente, sin embargo, siempre he tenido debilidad por 22 Acacia Avenue (The continuing story of Charlotte the Harlot) , la mejor historia romántica que nunca se haya contado con fondo de batería y bajo discontinuo. Alguna tarde he bajado el Paseo de las Acacias que hay en Madrid pensando en Charlotte, a quien puedes ir a ver, según Iron Maiden, siempre que te sientas hundido y sin compañía, que es el estado más frecuente y menos inestable del hombre moderno.

Queda, por último, Yazoo. Hasta donde conozco, en el corto tiempo en que se aguantaron mutuamente, Vince Clarke y Allison Moyet alumbraron bajo ese nombre dos discos de larga duración. El segundo es una agonía prolongada por hacer un poco más de pasta y no debe preocupar a nadie. El primero, Upstairs at Eric's , es sencillamente inmenso. Durante años lo escuché todos los días, hasta que en cada una de sus piezas quedó guardado un trozo decisivo de mi alma.

El alma es la suma de las cosas que uno ha vivido antes de hacerse un canalla escéptico. Así, en Don't Go , que es la primera canción, está la euforia de mis ingenuas borracheras adolescentes, durante las que me sentía siempre fuerte y optimista. En Too Pieces , las noches de primavera que me pasaba mirando las nubes iluminadas por la luna (aunque luego, por falta de ocasión o de paciencia, no ha vuelto a ocurrir, juro que alguna noche vi a alguien allí arriba). Bad Connection representa la dureza de todas mis separaciones irremediables. Midnight encierra, entre los quebrados terciopelos de la voz de Allison, la serena voluptuosidad de las noches de verano, cuando las había y eran voluptuosas. In my Room me evoca las largas horas transcurridas en la soledad de mi habitación, donde aprendí casi todo lo que sé de mis congéneres. A Only You le tocó envolver el final de lo que había empezado con el Trío de Schubert. Y con Tuesday tuve el primer presentimiento de cómo se fracasa en la vida en general. Pero no tuve miedo, porque Winter Kills me aficionó a la oscura tranquilidad de la derrota.

Los textos de Clarke son relativamente incoherentes y los de Moyet a veces herméticos. Pero en este caso creo que sirven para aclarar por qué aquella noche, la del día viernes en que había cruzado las primeras palabras con Rosana, fue Winter Kills lo que escogí escuchar:

Dejaste que el sol te cegara

y me recriminaste

por recordarte

cómo mata el invierno

La primera vez que había escuchado esas palabras yo tenía, como Rosana, quince años. Entonces también me pertenecían los parques y las lentas horas del atardecer. No aspiro a que nadie me absuelva, pero espero que alguien pueda entender que decidiera dejarme cegar por el sol, olvidando que el invierno mataría todo lo que me diera por querer. Si se piensa un poco, tampoco es tan malo que lo que uno ha querido desaparezca. Hubo una vez en Lisboa un invertido de fino talento que jugaba a cambiar de nombre y lo escribió a la vez corto y rotundo, quizá al dorso de una letra de cambio: uno tiene, sólo, lo que antes ha perdido.

Aquella noche tuve un sueño. Antes de seguir, quizá convenga explicar que cuando digo que tuve un sueño no debe entenderse lo que usualmente se entiende. Casi todo el mundo, cuando dice que ha tenido un sueño, parece como si dijera que se le ha escapado un pedo. Es a medias una cosa inconveniente y a medias una cosa que no tiene mayor importancia. Para mí es distinto. Yo tengo un respeto enorme a los sueños, y lo tengo además desde siempre, o para arreglarnos, desde que era poco más que un bebé.

Cuando todavía no había cumplido los tres años, tuve unas fiebres que me provocaron espantosas alucinaciones. Mi primer recuerdo, antes que la cara de mi madre o la voz de mi padre, es una de aquellas pesadillas. En ella, bajo un calor agobiante, mis piernas y mis brazos eran devorados por una manada de tortugas. Así contado parece de chiste, pero yo pasé un susto de tres mil pares de pelotas. Tanto es así que, según mis padres, la primera medida que tomé en cuanto estuve repuesto y pude volver a bajar a jugar al jardín fue decapitar de un mordisco la tortuga de mi amiguito Roberto, único animal de esa especie que yo había visto y que me debió inspirar el terrible episodio onírico.

Después fui acumulando otros recuerdos y otras pesadillas, menos primarias, pero mucho más puñeteras. Entre los cuatro y los ocho años soñaba casi todas las noches que mis padres habían muerto. El sueño tenía una variante ma non troppo , en la que simplemente me lo decían otras personas y yo pasaba un rato de angustia hasta que al final ellos aparecían sanos y salvos. También había una variante fortissimo , en la que mis padres eran sádicamente ejecutados en mi presencia y luego se me torturaba durante horas ridiculizando lo poco fuerte y lo poco valiente que había sido mi padre antes de que lo remataran. Cuando despertaba, sentía un abandono y un desprecio por mi padre que algunas veces no se me iba hasta el mediodía.