– Mi padre dice que los pobres son socialistas porque los socialistas les prometen que van a quitarle todo a la gente que no somos pobres.

– Vaya empanada que tiene tu padre.

– ¿Qué eres entonces?

– Yo soy bolchevique -improvisé.

– ¿Y qué quieren los bolcheviques?

– No vas a entenderlo.

Rosana frunció el ceño.

– Prueba. No soy tonta. Y he dado el siglo XX en Octavo.

– Los bolcheviques no somos del siglo XX, sino del XIX. Lo que queremos es fusilar a la gente como tu padre y después fusilar a los pobres, para que se enteren de que todos son unos sinvergüenzas y nadie merece que lo salven.

– Es una broma. Te estás riendo de mí.

– Claro que me río. Yo no soy nada, y lo que sea lo dejo si tú me lo pides.

– Estás loco, poli.

– Para nada. Tengo mi opinión sobre lo que vale la mierda que circula por la cabeza de la gente. Ni una lágrima tuya, preciosa.

Ella estaba desorientada, y yo buceaba en su límpida mirada azul con un poco más de entusiasmo del que le convenía mostrar a un tipo de treinta y tantos años por una niña de quince en un banco de un parque público. Esquivó mis ojos y se abrazó a una de sus piernas. Esto no era un detalle sin importancia. Por aquellas piernas habría sido capaz de ir a que me sermoneara mi dentista argentino, de depositar mis residuos de vidrio en un contenedor al efecto e incluso de colgarme al cinto un teléfono móvil.

– ¿Eso es un cumplido? -interrogó.

– Yo no hago cumplidos. Me declaro o me largo.

Por un momento me pareció que se sonrojaba, pero debió de ser un espejismo. Se soltó el pelo y se quedó observándome con la barbilla apoyada en su delicado puño.

– Esta corbata de hoy no es tan bonita como la de ayer.

– Me la quito, si te molesta.

– Vale.

Me desanudé la corbata, la doblé y me la guardé en el bolsillo interior de la chaqueta.

– ¿Mejor así?

– Sí. No eres tan mayor como creía. No tienes arrugas en el cuello.

– No tengo arrugas en ninguna parte. Sí tengo canas.

– Apenas se notan.

– Me da igual si se notan. Las dos cosas más ridículas que puede hacer un hombre son usar crecepelo y pintarse las canas. ¿Se pinta las canas tu padre?

– Mi padre es calvo como un huevo.

– Claro, debí imaginarlo. ¿Y a qué se dedica, tu padre?

– Es arquitecto.

– ¿Y tu madre?

– Mi madre no es nada. Toca el piano y habla francés. Creo que eso es todo lo que sabe hacer.

– Tu madre tiene tiempo para aburrirse, Rosana. Nunca dejes de respetar a alguien que tiene tiempo para aburrirse. De ahí salen los sabios.

Rosana meneó la cabeza.

– Mi madre no. A veces ni siquiera la chica la toma en serio.

– Me cae bien, tu madre. Me cae mejor la gente que no tiene suerte.

– Yo tengo suerte.

– Contigo es distinto. ¿Tienes hermanos?

– Cinco. Todos son mayores que yo y están ya casados, con niños y todo. Menos Sonsoles. Ella es la mayor de todos, pero está soltera. Mi hermano Pablo dice que se ha quedado soltera. Ella se enfada, cuando lo dice.

En el tono de voz de Rosana había una indiferencia despiadada por Sonsoles. Escarbé un poco:

– ¿Te llevas bien con tu hermana?

– ¿Con Sonsoles? Es demasiado lista para llevarse bien con nadie. Ella nunca hace nada mal y todos los que la rodean son idiotas. Por lo que cuenta está todo el rato restregándoselo a los que trabajan con ella en el Ministerio. También se lo suelta a mi madre, y hasta a mi padre.

– ¿Y a ti?

Rosana bajó la pierna que había subido al banco y estiró las dos ante sí. Comparándolas con los dos alambres resecos de Sonsoles costaba tragarse que fueran de la misma sangre. Maliciosamente, respondió:

– Sonsoles sabe que yo no soy idiota.

– ¿Por algo en especial?

– Son secretos de hermanas.

– Nunca voy a contárselo. No la conozco, ni pienso.

Me miró fijamente, como si me estuviera haciendo una radiografía.

– Guardaré el secreto -me comprometí.

– Fue cuando yo acababa de cumplir trece años. Por esa época Sonsoles tenía un pretendiente. Un hombre con barriga y bigote. Me gusta que tú no tengas barriga, ni bigote. Creía que los policías llevaban todos bigote.

– Eso son los guardias civiles. Eran.

– Pues éste era abogado o algo así, pero lo llevaba. Vinieron los dos a la casa de Llanes, en verano. Un día yo estaba en mi cuarto, cambiándome después de la playa, y le vi en el jardín, espiándome. Ya me había desnudado y él ya me había visto, así que no me di prisa. Me vestí como si nada y fui a comer. En la mesa el tío estaba tan campante, llamando prenda a Sonsoles. Me tomé el primer plato y el segundo, sin abrir la boca. Cuando trajeron el postre, le solté a mi hermana que para otro verano se buscara un, novio que no le tomara el pelo. Sonsoles primero no entendió y luego me mandó que me, callara. Pero yo le dije que al del bigote le gustaban más jóvenes. Ahí Sonsoles empezó a cabrearse de verdad y mi padre me echó de la habitación, pero el tío ya estaba colorado y mientras me iba aproveché para aconsejarle que la próxima vez que quisiera ver cómo me cambiaba se escondiera mejor o me pidiera permiso. A la mañana siguiente el abogado se había ido y mi hermana me odiaba, pero ya nunca pensó que yo era idiota.

Según lo iba contando me lo imaginaba todo: el abogado sudoroso oculto entre la vegetación, con las piernas peludas flexionadas bajo su grotesca pancita; Rosana vistiéndose despacio y fingiendo no darse cuenta; Sonsoles primero haciendo ñoñerías y luego puesta en evidencia por el onanismo pringoso de su príncipe gris. Aquella criatura que sus padres le habían dado en mala hora por hermana había resultado su peor enemiga, una afrenta andante con la que pagaba por todas sus faltas. Era una perfecta canallada del destino: obligarla a convivir con una niña que poseía exactamente lo que a ella le había sido negado, la capacidad de encantar a otros. Me representaba sus esfuerzos por no revelar cuánto la aborrecía, yendo a recogerla al colegio, llevándola de tiendas, proponiéndole confidencias o complicidades. Por primera vez le tuve lástima, a la zorra de Sonsoles.

– Una bonita historia -observé-. Sobre todo para el cerdo del bigote. Debió pasarlo bomba entre los arbustos.

– No creas. Entonces yo era una niña. Tampoco era para tanto.

– ¿Era?

– Ahora me sienta mucho mejor el biquini.

– No me importaría verlo.

Sonrió. Tenía una sonrisa que tiraba de espaldas, con hoyitos y unos dientes de sacarles el molde.

– Eso es lo que me gusta de ti.

– ¿El qué?

– Que no te escondes en el jardín, como el del bigote. Tú me habrías pedido permiso para mirar, con toda la cara.

– Los bolcheviques no podemos escondernos. Nos lo prohiben nuestras creencias. Lo que no es no es y lo que es sólo es a tumba abierta.

– ¿Quieres verme en biquini?

– Ya te lo he dicho.

– Llévame a la piscina.

– ¿Ahora?

– Esta tarde. Voy siempre los sábados, con mis amigas. Mis padres no tienen que enterarse de que me voy contigo, y si vamos a otra piscina mis amigas tampoco se enterarán.

– Hace años que no voy a una piscina en Madrid. No sé ni dónde hay.

– Puedes averiguarlo. Para eso eres poli.

Había algo raro en la forma en que lo había dicho, y hubo algo todavía más raro en el modo en que llegué a la conclusión de que yo tenía que decirle a ella lo que a continuación le dije:

– Si voy a llevarte a la piscina, más vale que te cuente algo.

– Qué.

– No soy poli.

– Ya me lo figuraba.

– Tampoco soy un maníaco.

– Ajá.

– Es como si te diera igual.

– Claro que no. ¿Cómo te llamas? De verdad.

– Jaime -mentí.

– Me va menos que Javier. Pero tú me vas más que el poli. ¿Me llevas a la piscina o no?

– Sí, si quieres -sucumbí.

– Quiero. Recógeme aquí mismo, a las cuatro y media. Ahora me voy a sudar un poco. Se supone que he venido a correr. Chao.

Salió corriendo, con la cabellera al aire, y yo me quedé devanando algo confuso sobre Dante y Beatriz y el cielo y el infierno y la jodida seguridad de que no habría mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la desgracia.

Ir a la piscina siempre me recuerda mi infancia. Y eso no es precisamente afirmar que ir a la piscina me alegre. Contra lo que miles de pazguatos sostienen (supongo que pon afán de amortizar el esfuerzo físico y psíquico que supone tener hijos y criarlos), los niños habitan un mundo incivilizado y moralmente inferior. Entre los niños reina el abuso, la violencia y la crueldad gratuita. Una de las pocas cosas que celebro de ser adulto es que no tengo que estar todo el rato temiendo que los que son más altos que yo decidan tumbarme boca abajo y retorcerme el brazo hasta hacerme llorar. Puede pasar excepcionalmente, desde luego, pero en el patio de un colegio lo excepcional es que no pase. En el patio de un colegio siempre reina el más bestia, y los demás, entre los que puede haber espíritus elevados y precoces talentos, deben resignarse a cumplir su burda voluntad o ser martirizados, e incluso a ser martirizados aun habiendo cumplido su voluntad, dependiendo de la mala leche que tenga el animal de turno. En la infancia impera cuanto de grosero y brutal hay en el ser humano. Cuando yo era un niño y estaba rodeado de niños, abominaba del ser humano y lamentaba haber ido a caer entre los miembros de aquella especie tan dañina y primitiva. Ahora no es que me considere un filántropo, pero los canallas adultos, que son los que han pasado a componer mi paisaje, a veces ofrecen la contrapartida de exhibir un cierto mérito intelectual. Aun a riesgo de equivocarme, prefiero a Lorenzo de Médicis mucho antes que a un cabestro con los faldones de la camisa sueltos, los cordones desabrochados y la cara sucia que se golpea el pecho en medio de un corro de chiquillos intimidados.

Que la infancia es un estado reñido con la inteligencia, la sensibilidad y todos los demás atributos que diferencian al hombre de otros primates, tuve ocasión de experimentarlo con contundencia a raíz de la única vez en que estuve a punto de creer lo contrario. Cuando tenía siete u ocho años, di en conseguir que el más borrico de mi colegio, un individuo que era capaz de pelearse con ocho a la vez y vencerles, obedeciera ciegamente las instrucciones que yo le daba. Por un tiempo, viví el espejismo de asistir a la sumisión de la fuerza bruta al designio de un cerebro superior. Así, mi círculo, en el que los estériles entretenimientos en que se ocupaba la mayoría estaban desterrados en beneficio del ejercicio de diversas industrias (como la preparación de explosivos, la construcción de ciudades en miniatura o los concursos de narraciones fantásticas), podía dedicarse a ellas sin perder el tiempo en guerrear contra los demás. Cuando alguien trataba de molestarnos, les soltaba a Lisardo (así se llamaba mi imbatible siervo), que daba cuenta de los importunos a hostia limpia, rompiendo narices, descalabrando cabezas y saltando dientes como una auténtica máquina. Mi grado de dominio sobre él era tan grande que después de cada escaramuza Lisardo cantaba una tonada de mi invención en la que se combinaban su nombre y sus apellidos con la palabra pilila, con grotescos resultados que el propio Lisardo era el primero en celebrar ruidosamente.