Pues bien, un día que Lisardo andaba un poco hosco, tuve la desdichada ocurrencia de someter mi poder sobre él a una prueba de la que no salió con bien, y que me persuadió de pasar el resto de mi infancia cuidandome de los tipos altos. No nos había atacado nadie y por tanto no había ningún motivo para que Lisardo cantara su canción. Pero yo, para impresionar a los otros, le mandé que la cantara. Lisardo parecía reacio. Para animarle, empecé a cantar yo. El gigante me observó y yo adiviné, demasiado tarde, que algo sucedía, quizá por primera vez, detrás de su frente. Sin mediar palabra, se vino hacia mí, me levantó en vilo y me dio una paliza acojonante allí mismo, delante de todos. La paliza todavía me duele, y mi hasta entonces sólido prestigio, en gran medida asentado en mi ascendiente sobre Lisardo, quedó totalmente deteriorado. Desde entonces, nunca más he creído que un niño reconozca otra autoridad que la de los golpes de quien arrea más fuerte de lo que él arrea. Lo demás es perder el tiempo.

Otro fenómeno que me aleja de las piscinas es que en ellas reinan los cabezahuecas que están bronceados y hacen mortales al saltar del trampolín. Yo nunca he estado moreno y siempre me he resistido a aceptar que lo mejor que uno puede hacer con su cráneo sea arriesgarse a desintegrarlo contra un filo o un bordillo. De modo que las piscinas nunca han sido lugares donde yo tuviera el menor éxito. A decir verdad, mi vida en las piscinas ha constado sobre todo de silencio y soledad. Una de las pocas formas que tenía de soportar el paso del tiempo en la piscina era leer, otra nadar y la última darme paseos de reconocimiento. Aunque hay gente para todo, esas tres cosas yo las hago mejor callado y sin compañía.

La piscina era el lugar donde las tías buenas estaban más buenas: el problema era que también estaban siempre pendientes de los reyes del trampolín y ni siquiera veían a los sujetos blancuzcos como yo. Eso desarrollaba mi imaginación e intrincaba mi alma, lo que a la larga no desagradezco, como creo haber escrito ya aquí mismo, pero todo era a costa de una cierta tristeza de la que entonces no disfrutaba mucho. Cuando me hartaba del libro (lo que ocurría con frecuencia porque la piscina es un lugar incómodo para leer), y me hartaba de nadar (lo que era aún más fácil porque nadar cansa físicamente) y me hartaba de pasear (borracho de tanto cuerpo bronceado que iría a caer entre las gimnásticas caricias de los saltadores de trampolín), ya no me quedaba ningún sitio donde esconderme. Entonces me sentaba en el bordillo de la piscina y normalmente atardecía, y el atardecer era una especie tibia de humillación.

Por todo esto, y por otras razones que no conviene o no podría precisar, aquel sábado al pensar en la posibilidad de ir con Rosana a una piscina sentía una mezcla de curiosidad y desasosiego. Curiosidad por no estar en una piscina solo y depauperado, sino con Rosana. Superada mi infancia he estado alguna vez en una piscina con alguien, pero nunca con alguien como ella, en quien podía identificar, aunque no estuviera tan tostada como su hermana Sonsoles, a las muchachas que en aquellos tiernos tiempos me ignoraban. El desasosiego me venía por regresar a aquel mundo que me había sido siempre hostil, donde habría trampolines y todos tendrían la tez menos pálida que yo. Uno puede haber meditado mucho, haberse esforzado por asumir la propia diferencia y hasta por convertirla en un orgullo. En realidad, quién no procura salvarse de su tara convirtiéndola en insignia. Todo eso está bien, pero a veces, cuando uno anda desprevenido, viene la oscura conciencia que uno de los débiles más implacables que ha dado la historia, ese checo desgarbado llamado Franz Kafka, dio en simbolizar en un pobre tipo que una mañana se vuelve escarabajo y es repudiado por su familia, que se va de excursión cuando al fin el escarabajo muere. Como es sabido, dos de las cosas que más fervientemente desea el bípedo sin plumas son que nadie le repudie y que después de morirse nadie pueda hacer excursiones.

A las cuatro y media, minuto arriba o abajo, llegué al banco del parque donde nos habíamos citado para comprobar que Rosana ya me estaba esperando con su bolsa de piscina y su hermosa carita intranquilizante. Llevaba un vestido estampado, corto, de ésos a los que la cintura les empieza muy arriba, justo después del abombamiento previsto para el pecho. Cuando se levantó del banco, antes de que yo estuviera junto a ella, me di cuenta exactamente de lo corto que era, al ver por primera vez sus piernas desnudas hasta más allá de la mitad del muslo. Era, un poco más joven y mucho más fascinante, la chica de los folletos de vacaciones que uno nunca se encuentra cuando consiente en viajar a un sitio de playa, en el que siempre abundan otro tipo de oportunidades menos lucidas, tanto más abundantes y menos lucidas cuanto más cerca se está del fin de mes o de quincena. No es que en la vida sólo importe tener tratos con hembras vistosas, pero sí ocurre que cuando uno tiene tratos con una hembra vistosa tiende a admitir con más soltura que la vida le concierne. Es una bajeza ineludible, genética o bioquímica, de la que no hay que sentirse personalmente responsable.

– ¿Has decidido a qué piscina iremos? -fue la acuciante salutación de Rosana, mientras oscilaba a un lado y a otro usando como eje su cintura.

– He estado mirando. Hay una cerca de la Ciudad Universitaria. Creo que fui alguna vez, cuando estaba en la facultad. Está lejos. No creo que vayan tus amigas.

– ¿A qué facultad fuiste?

– Filosofía.

– ¿Eres filósofo?

– No. Justo lo contrario. Trabajo en un banco.

– Qué bien, todo el día rodeado de pasta.

– Yo no veo la pasta. La sumo, la multiplico y la divido. Eso es todo lo que hago, ahora, aunque una vez hice una tesis sobre Leibniz.

– ¿Sobre quién?

– Nadie. Es mucho menos importante que James Dean, por ejemplo. Si algún día te hablan de Leibniz, olvídalo. No te servirá de nada conocerle. A mí no me sirvió. ¿Vamos?

Atravesamos el parque y fuimos a recoger el coche de mi prima. Hasta el miércoles siguiente debía solventar con él mis necesidades de transporte, de acuerdo con la estimación aleatoria que, un tanto molesto por mis exigencias, había tenido a bien concederme el mastuerzo que dirigía el taller donde había dejado mi vehículo. Un sujeto que, por lo visto y oído durante nuestro coloquio, no necesitaba conocer a Leibniz, ni a James Dean, ni siquiera la elasticidad respecto del factor atención al cliente de la curva de demanda de servicios de reparación de automóviles.

– Qué coche más pequeño tienes -juzgó Rosana.

Estuve a punto de decir que no era mío, que el mío tenía dieciséis válvulas y ABS y llantas de aleación, accesorios hoy incluidos en cualquier coche normal, como de hecho era el mío, pero no en el de mi prima. Parece mentira lo imbécil que uno se vuelve con varias tarjetas de crédito en el bolsillo, me dije, y contesté:

– Hay gente que sólo tiene grande el coche. Yo no voy por ahí.

Rosana se acomodó en el asiento del copiloto y bajó resignadamente la ventanilla manual. No protestó por eso, ni por la falta de aire acondicionado o de un estéreo aparente. Después de todo era un ángel.

Atravesamos Madrid, afortunadamente desierto. Mientras subíamos y después bajábamos por la Gran Vía, Rosana me siguió revelando facetas de su familia, a propósito del hecho de que la piscina estuviera en la Ciudad Universitaria.

– Mis hermanos han ido todos a la universidad. Todos los chicos son ingenieros de algo. Leticia es médico y Sonsoles hizo Derecho. Pero no es abogada, porque sacó la oposición. Sonsoles era la mejor estudiante. Todo matrículas.

– Derecho está enfrente de mi facultad -le informé-. Conocí a algunas chicas que debían ser como tu hermana. Hacían los apuntes con letra muy redonda y los subrayaban con rotuladores de colores. Eran capaces de sujetar en la misma mano diez rotuladores de colores a la vez. Se lo sabían todo de memoria y no habrían sabido responder en qué se diferencia un estupro de un arrendamiento.

– ¿En qué se diferencian?

Yo había repetido la frase de un antiguo amigo que hacía Derecho, sin pensar lo que estaba diciendo y mucho menos que estaba diciendo estupro. Cuando menos, se trataba de un término inoportuno en aquella situación. Sin embargo, decidí tirar adelante, como si nada, confiando en que Rosana no supiera qué significaba y tampoco le diera por intentar averiguarlo. Completé el chiste como lo hacía mi antiguo amigo:

– En el estupro usas la astucia. En el arrendamiento pagas.

Rosana se quedó pensando y eso no me gustó. Al fin, me ofreció la conclusión a que había llegado:

– El fallo aquí es que yo soy mucho más astuta que tú. Tendrás que pagarme algo.

Sólo me cabía seguirle el juego:

– No puedo pagar mucho.

– Te haré un descuento. O mejor te obligaré a que robes el banco. Las mujeres malas siempre obligan a los hombres honrados a robar bancos, o el dinero de la nómina. Los hombres honrados se hunden y las mujeres malas se largan con golfos guapos que las apalean.

– ¿Dónde has aprendido tantas cosas que no son de tu edad? No me puedo creer que sólo en la tele.

– Escucho cuando hablan, y leo algún libro. Es fácil enterarse de lo que no quieren que sepas. Leí la Gran Enciclopedia de la Vida Conyugal con diez años. Me llamó la atención que estuviera en lo más alto de la estantería. Subí una silla encima de otra y descubrí por qué. Todo me daba mucho asco hasta que un día me acordé de las fotos y de repente ya no me dio tanto. También sé dónde guarda mi padre el dinero negro. Primero tuve que aprender que no era dinero pintado con tinta, sino una especie de dinero ilegal que papá saca de las obras. ¿No me vas a preguntar dónde está?

– A mí el dinero de tu padre ni me va ni me viene. Ni el negro ni el blanco. Lo siento si te defrauda. A lo mejor creías que era un ladrón.

– No me parecía. Pero por si acaso -rió Rosana.

Había previsto que Rosana pagaría una entrada reducida, no por avaricia, sino por algún escrúpulo tardío. Pero de catorce años para arriba todos los gatos eran pardos, o sea, costaban quinientas. Era una tontería y daba lo mismo si yo me consolaba o no, porque el que le doblara de sobra la edad a aquella cría o lo veía bien Dios y no había de qué preocuparse o lo veía mal y entonces ya podía conseguir dispensa del papa que estaba frito. Pero me consoló que al menos tuviera edad para no recibir bonificación en la piscina.

Después de la taquilla nos separamos. Rosana pasó al vestuario femenino y yo al propio de mi sexo, donde siempre huele a pies y a sudor rancio, dos de las muchas secuelas indeseables del deporte y de la falta de higiene. Yo llevaba el bañador debajo del pantalón y atravesé por el repulsivo lugar sin detenerme, esquivando los charcos que salpicaban el pavimento. Al otro lado estaban las praderas, moderadamente concurridas. Esperé unos diez minutos y entonces apareció Rosana, en biquini.