En la pubertad, coincidiendo con el inicio del asunto hormonal, mis sueños tomaron un efímero pero alentador sesgo. Empecé a soñar con castillos abandonados, bosques impenetrables, extrañas casas de muchas habitaciones. Esto en sí no es que resulte peculiarmente estimulante, pero casi siempre mi exploración de estos lugares misteriosos me deparaba el hallazgo de deleitosas jovencitas (o no tan jovencitas) con las que por lo común protagonizaba líricas escenas. De vez en cuando, para qué negarlo, follábamos sin más trámite. Lo bueno de una y otra alternativa era que ellas estaban dispuestas a hacer lo que rehusaba la fémina por la que en cada momento yo penaba: unas escuchaban amablemente mis requiebros (no con arrobo, sino con indulgencia, que es cosa más humana y de mayor utilidad) y me acariciaban con sus manos de nieve; las otras eran unas cerdas incansables y aceptaban todas las posturas. Aquellos sueños hacían innecesaria la realidad, y en parte gracias a ellos no me lamento por no haberme comido una rosca en mi adolescencia. Por lo demás, soy de la opinión de que los amores juveniles realizados son una cursilada insoportable, mientras que los frustrados engendran magníficas deformidades psicológicas que más adelante permiten retrasar el inevitable momento en que echar un polvo es como subir un saco de arena a un décimo piso con los tobillos atados el uno al otro.

En mi edad adulta, y como parte de la sistemática amputación que ese estado representa, los sueños empezaron a escasear, hasta que pronto desaparecieron casi por completo. Esto nos lleva a lo que decía antes. Cuando conocí a Rosana, y cuando esa noche soñé con ella, era más que raro que yo soñase, al menos por lo que podía recordar a la mañana siguiente. Y eso había exasperado esta faceta de mi vida. Si tenía una pesadilla, era tan demencial que tenía que sujetarme fuerte para que no me dejara medio bobo. Si era un sueño de muchachitas cariñosas, me producía un trastorno considerable, y cuando me despertaba y veía que la muchachita se había desvanecido me entraba una desazón y subsidiariamente una mala hostia que no podía controlar. En cualquier caso, un desarreglo, del que cada vez me costaba más reponerme para seguir comiendo mi ración diaria de mierda.

Lo singular de aquella noche, y puede que una razón de lo que vino luego, fue que la muchachita no se desvaneció. No inmediatamente.

El sueño ocurría en un hipermercado. Creo que es la primera y última vez que he soñado con un hipermercado. Aunque en realidad no era exactamente un hipermercado, sino uno de esos centros comerciales donde hay toda clase de tiendas, bares, discotecas, clínicas caninas, peluquerías, videoclubes, gimnasios, y también hipermercados. El centro era nuevo y casi todos los establecimientos estaban aún desocupados o en vías de ocupación. Algunos escaparates, los menos, se veían ya llenos de género, listos para atraer y atrapar al voraz homo shopping . Una cosa extraña era que intercalándose entre los diferentes negocios había puertas cerradas con apariencia de viviendas, por las que ocasionalmente entraban o salían personas apresuradas que miraban a su alrededor con aire de desconfiar.

Qué hubiera ido yo a hacer allí, lo ignoro. Sí sé con quién estaba: con mi hermana y un grupo de amigas suyas, cuatro para ser exactos. Lo notable de tal compañía es que nunca he tenido una hermana, salvo error u omisión de mi padre. Por eso lo primero que excitó mi curiosidad fue mi hermana en sí. Aunque por poco tiempo. Tenía el pelo del color del mío y se me asemejaba de un modo convencional, esto es, como las hermanas suelen asemejarse a los hermanos. Así como los hermanos que se asemejan a sus hermanas resultan a menudo favorecidos por ello, las hermanas que se asemejan a sus hermanos más bien se envilecen. En resumen, que mi hermana, transcurrido el primer minuto de novedad, carecía de interés. Mientras caminábamos charlaba con una de sus amigas, que por la cara y el andar también tenía un hermano al que se asemejaba.

El resto de las amigas eran otro cantar. Una de ellas, alta y morena de piel, se movía como una gata. Otra, menos alta pero también morena, marchaba agarrada a mi brazo y me susurraba porquerías mientras su alborotado busto, casi suelto en el escote, subía y bajaba ante mis ojos. La última, que iba hablando con la gatuna, era, sencillamente, Rosana. En mi sueño tenía acaso tres o cuatro años más que en la realidad, hasta dieciocho o diecinueve. Medía apenas un par de centímetros menos que la otra y su cutis, en comparación, lucía una delicada palidez. Un detalle que la distinguía de la Rosana de quince años era su mirada, afilada por un maquillaje para las pestañas que endurecía eficazmente su color azul.

Nos íbamos parando en las tiendas que estaban a medio instalar o ya instaladas. Ellas echaban un vistazo a los escaparates y yo seguía a lo mío, o sea, al busto alborotado; y es que cuando su dueña se inclinaba un poco, se despegaba de la tela del escote, recorriendo todo el abanico de formas sugerentes que puede adoptar un busto suelto. Sin embargo, sentía cierta desgana. No oculto que barajaba la idea de aprovechar que estaba en un sueño y podía arrancarle el vestido sin mayor engorro. Pero aquella damisela impúdica no me seducía demasiado. Era la más asequible, y eso la devaluaba bastante. En un sueño uno aspira a lo máximo, aunque a veces se acabe el tiempo y no se saque nada, como en la puta vida.

Mientras andábamos de tienda en tienda, no tenía decidido qué era lo máximo. Rosana y la morena gatuna me gustaban más o menos lo mismo y confiaba en que quedase tiempo suficiente. Sin embargo, la relativa inmovilidad del sueño, consistente en avanzar despacio por un largo pasillo, no duró mucho. Aunque en ningún momento había tenido la sensación de que fuéramos a un sitio concreto, al llegar ante una puerta cerrada, de las que daban entrada a viviendas, mi hermana se paró de golpe y dijo:

– Pues quizá sea aquí.

Sacó una llave y la probó. La cerradura giró sin dificultad.

– Pues es aquí -confirmó la amiga que también tenía un hermano.

Tras la puerta apareció una empinada escalera. Mi hermana y la otra subieron primero y los cuatro restantes nos quedamos un poco atrás. Rosana tomó la iniciativa y la del busto y yo fuimos los últimos. Al final de la escalera había un saloncito oscuro. Nos acomodamos en diferentes asientos y nos quedamos callados. Todas estaban pendientes de mi hermana. Ella se retorcía las manos.

– No iremos a quedarnos aquí hasta que decidan acordarse de nosotras, ¿verdad? -rompió el silencio la morena gatuna.

– No podemos hacer otra cosa -alegó mi hermana-. ¿O tienes alguna idea?

– Sí. Que desde luego yo no espero a nadie. Quien quiera algo conmigo que me busque. Si me encuentran aquí sentada ya sé lo que van a imaginar, y no estoy dispuesta a pudrirme con eso. Me voy a dar una vuelta por ahí.

La morena se levantó y se estiró el vestido. Era lila, ligero.

– Puede que no te busque nadie -advirtió mi hermana.

– Puede -respondió la otra, saliendo de la habitación.

Mi hermana tuvo un instante de desconcierto. Luego se rehizo y preguntó:

– ¿Y qué vais a hacer los demás?

– Yo me quedo contigo -se aprestó su adepta.

– Yo no soy impaciente -saltó la del busto, riéndose, mientras me tiraba un pellizco en el brazo.

Nadie más tenía prisa o ganas de contestar. Mi hermana nos observó a Rosana y a mí, apremiándonos. Al fin, insistió:

– ¿Y vosotros?

Rosana suspiró y luego dejó caer sus palabras sobre el vergonzoso fracaso de mi hermana:

– Yo también me largo. No ahora. Cuando no parezca que me voy con ella.

Era mi turno. El sueño había cambiado mucho y no entendía nada de lo que hablaban. Sospechaba que mi hermana prefería que yo dijese que me quedaba y que la del busto lo daba por descontado. También me dio que Rosana me tenía en muy poca consideración. Sólo vi una salida. Me puse en pie y proclamé con energía:

– Elijo irme. Ahora, como si me fuera tras ella. A buscarla.

Las cuatro se quedaron contemplándome, incrédulas, Rosana menos que las otras tres.

– Vaya pobre cretino -masculló mi hermana, apartando el rostro-. Y hasta creerás que ella lo está deseando.

– No es cuestión de creer, sino de hacer la prueba. Si sale que no, me rindo y vuelvo.

– Déjalo -intervino la del busto, resentida-. Él sabe lo que le falta. A lo mejor ella lo compadece y a eso lo llaman los dos ser feliz, pongamos por caso. Mucha suerte, muñeco.

Salí de la habitación y comencé a recorrer la vivienda. Sus dimensiones no tenían nada que ver con las de otras viviendas que yo hubiera visto, míseras hijas de la especulación inmobiliaria. Atravesé decenas de cuartos, pasillos, escalinatas, vestíbulos que daban a otros vestíbulos, sótanos, buhardillas. Aquello era un laberinto colosal que se expandía en todas direcciones, aunque puede ser ilustrativo reseñar que ninguna de sus partes era ' demasiado extensa, lo que impedía que uno tomara la más mínima perspectiva. Además, todo estaba bastante poco iluminado.

En una de las habitaciones, cuando ya llevaba acaso media hora de búsqueda, me sorprendió el ruido de algo que caía. Inspeccioné la sala y encontré un portarretratos tumbado en lo alto de un aparador. Poco más allá había un gato negro pequeño, apenas un cachorro. El animal estaba inmóvil y clavaba en mí sus ojos, no amarillos, como cabe suponerle a un gato negro, sino de un color violeta claro, casi lila. Como el vestido de la amiga de mi hermana, recordé.

Me acerqué despacio y extendí los brazos para cogerle. No se resistió. Al contrario: se acomodó sobre mí y me dio cuatro o cinco lametones en el dorso de la mano con su lengüecita rosa. Con el gato encima, continué mi investigación por la casa. Mientras yo examinaba las sucesivas estancias, siempre desiertas, el gato jugueteaba con mis dedos, sobre todo con el pulgar, cuyo tamaño debía resultarle especialmente apropiado. Al final de un corredor, tras un buen rato de silencio y de no tener más compañía que la del gato, me detuvo una voz femenina:

– Espera.

Me di la vuelta y reconocí a Rosana. Entre las sombras su lisa melena, casi blanca, la delataba al instante. Esperé. Pronto estuvo junto a mí.

– ¿Qué es lo que llevas?

– Un cachorro. Estaba solo por ahí.

– Un gato negro.

– Eres supersticiosa.

– No. Déjamelo.

Se lo di y lo atrapó por el cuero de encima de la nuca. El animalillo quedó colgando de su mano como un ahorcado. Entonces se fue corriendo hasta una ventana, la abrió y lo arrojó con saña.