– Haga usted el dibujo, si quiere. Ya he puesto que yo tuve la culpa.

La mujer sacó un boligrafito Dupont de plata y algo molesta por no poder encargárselo a nadie escribió sus datos y terminó bastante mal mi dibujo. El policía comprobó los datos y copió parte de ellos en una hojita impresa en la que luego nos hizo firmar a los dos. Por cierto que antes de apuntar en su papel mi matrícula miró detenidamente la placa de mi coche. También la había mirado antes, cuando le había dado la documentación. No miró la placa del coche de la mujer. Cuando terminó separó las dos hojas del parte y nos devolvió una a cada uno.

– Está bien. Usted puede marcharse -le dijo a la mujer.

– No me lo diga dos veces. Hasta nunca -se despidió de mí.

– ¿Por qué yo no puedo irme?

– A usted tengo que notificarle la denuncia.

– Oiga, guardia. Si he hecho algo malo ya me ha castigado Dios bastante. ¿A qué viene ensañarse con una multa?

– Es mi obligación. Y la suya ir más atento.

La zorra del trajecito chanel se había subido a su coche, un descapotable blanco como los que siempre llevan las zorras como ella, y yo tuve que aguantar cómo colocaba el retrovisor y se colocaba el pelo y se lo ahuecaba hacia atrás, mientras el puto guardia me daba por culo y se ganaba gloriosamente su dinero de mierda, que mejor o peor es todo lo que nos ganamos los capullos, no importa si porque lo hemos sido desde siempre o porque al final nos hemos hecho así.

Cuando volví a meterme en el coche había perdido veinte minutos y todo lo que había madrugado para que el atasco que me comiera no fuera el atasco asqueroso del lunes a las ocho y media. Eran las ocho y media y no sólo estaba en medio del atasco asqueroso sino que también iba a llegar tarde, lo que haría del lunes más lunes y que el alma me pesara entre los huevos el doble de lo que ya me venía pesando por el camino. Entonces fue cuando me di cuenta de que en la carpetilla con los papeles del seguro llevaba el nombre y la dirección de la zorra del trajecito chanel. A mi alrededor todos pitaban, los taxistas se me colaban y el atasco no avanzaba un maldito metro. Abrí la carpetilla y leí el nombre de la muy puerca: Sonsoles. Y el primer apellido: López-Díaz. Y el segundo: García-Navarro. O sea: una Sonsoles López García a la que le parecía una poca mierda llamarse López García y había rescatado del olvido a sus abuelas. O lo había hecho su padre o el padre de su padre, que era todavía peor. Por la calle que había puesto en el parte, vivía al lado de los Jerónimos. Cuando yo era un cretino sensible me gustaba esa zona. De noche es tranquila y de día apenas estorban un poco los rebaños de amarillos que llevan en autobús a ver las pinturas.

Mientras seguía rumbo a la basura cotidiana, empecé a imaginar y me dio que lo mismo Sonsoles López García me servía para dejar un poco de aburrirme como un muerto. Yo no creo en el destino y más bien me parece que casi todas las cosas pasan porque uno se empeña en que pasen, a veces un poco a la fuerza, es verdad, pero eso no le hace a uno menos responsable ni gilipollas. Sin embargo, aquella mañana me había dado contra la furcia de Sonsoles de una manera absurda y sin habérmelo buscado. Algo me la había puesto por delante y yo me había estrellado contra ella. De momento sólo me había abollado el coche, que era una desgracia, pero quién sabía si no podía sacarle algún aliciente a la historia. Y cuando pensaba aliciente pensaba en divertirme, no demasiado, porque si por aquel entonces hubiera pensado que la vida podía ser realmente divertida no habría enterrado también todo Mozart debajo de los guitarrazos de Judas (y de Kreator, y de 77 Fucking Bastards y de Blame It On Your Dirty Sister). A medida que mi maldito coche abollado subía por la Castellana, un plan malvado se iba gestando en mi cerebro. Y yo me reía, lo juro que me reía como si aquello fuera el mejor chiste que me hubiesen contado nunca.

De esta forma incomprensible entró Sonsoles en mi vida de gusano, y así, jugando como un bobo, me las apañé para convertir un simple accidente de tráfico en una ruina de tres pares de pelotas.

Ahora que lo pienso, es curioso que todo empezara con el coche. El hombre moderno depende de la máquina y de todas las máquinas la que más tarado tiene al hombre moderno es el puto coche. El hombre moderno echa horas en el coche, se empeña para comprarlo, no duerme si le hace ruido o le da tirones cuando cambia de marcha. Muchos hombres modernos no pasan tanto tiempo con su familia como con el coche, gastan en su familia menos que en el coche y les importa un higo si uno de sus hijos tiene fiebre, que puede ser una avería, hablando de un niño, bastante más grave que un chirrido en los amortiguadores de un coche.

Cuando cambia de fortuna, el hombre moderno se compra un coche. Cuando pasan más de cuatro o cinco años desde que compró el anterior y no se compra otro, la mayoría de los otros hombres modernos lo considera un comemierda. Una de las pocas razones por las que un hombre moderno puede matar a otro es porque le cierre el paso a su coche. Una de las pocas causas por las que un hombre moderno de menos de treinta años puede dejar de cotizar a la Seguridad Social es un accidente de tráfico.

Personalmente, a mí me importó mucho mi primer coche, porque yo tenía X pesetas y el coche me costó X más 500.000. También porque el cabrón traía mal la inyección de fábrica y cada dos por tres me veía en el taller intentando tragarme que el problema era que aquí la gasolina era muy sucia, no como en Alemania, que era lo que siempre me decían a falta de imaginación para inventarse otra pamema más convincente.

El segundo me importó menos, porque ya tenía más dinero y la inyección era como Dios manda que sean las inyecciones, o sea, resistentes a la porquería que pueda tener la gasolina en el país donde se vende el coche.

El tercero, que fue el que le metí al de Son-soles por detrás, ni me iba ni me venía. O eso creía yo. Si no recuerdo mal lo compré sólo porque era el más barato de los que tenían aire acondicionado y la potencia necesaria para adelantar a un camión sin jugarme la vida. Sin embargo, una noche que andaba yo con el estómago revuelto descubrí que allá por las entrañas los dos teníamos algo en común, algo tan peculiar que casi era para alarmarse: el olor de mis pedos debajo de la sábana era idéntico al de la gasolina sin plomo después de quemarse en mi coche y de pasar por su catalizador. Hacía poco que me lo había comprado y llevaba algunas semanas tratando de averiguar a qué me recordaba aquel hedor que inundaba todos los días mi plaza de garaje. Aunque nada tenga que ver con esta historia, creo que fue esa noche cuando decidí sumar a mis otras facetas que no me conviene enseñar la de enemigo de la ecología.

También odio la pedagogía, el capitalismo liberal y el deporte. No sé por qué casi todo lo que aspira o dice aspirar a mejorar la vida de la gente acaba por estropearla más tarde o más temprano.

Sonsoles López García había tomado una precaución que sabía que no afectaría a la tramitación del arreglo de su repugnante descapotable, pero que me obligó a trabajar un poco. A saber: en la casilla del parte reservada al teléfono del conductor del vehículo B, no encontré más que una raya. Y había sido hecha con bastante mala leche, porque subía un poco al final. Cuando yo leía algo más que lo de la oficina y las facturas de lo que consumo, leí una vez un libro de grafología. Allí decía que el que sube la firma tiene entusiasmo o subsidiariamente bastante mala leche. No me parecía que Sonsoles López García se entusiasmara fácilmente, salvo cuando iba a comprarse oro para ponérselo en las muñecas o en los dedos o colgárselo entre las tetas. Tampoco yo soy un entusiasta y subo la firma casi 30 grados.

Alguien habría debido decirle a Sonsoles que no dar el teléfono es una gilipollez cuando se da el domicilio. Antes o después el teléfono se acaba sacando. Y con Sonsoles fue espectacularmente fácil. Lo primero que hice en cuanto puse el trasero en el sillón de mi despacho fue marcar el 003.

– Le atiende la posición ocho… cuatro… nueve -compuso el ordenador de la compañía telefónica-. Información, buenos días -siguió un humano. Una humana, para ser más exactos.

– Buenos días. Quisiera el teléfono de la señorita Sonsoles López-Díaz. El apellido es compuesto. Vive en la calle Moreto, número 46.

– No tenemos a nadie con ese nombre.

– ¿Y algún otro López-Díaz o López en esa dirección?

– No puedo darle esa información, señor.

– Vale, Mata-Hari.

Colgué y volví a marcar.

– Le atiende la posición siete… tres… uno -y ahora me salió un hombre-: Información, buenos días.

– Buenos días. Quisiera el número del señor López-Díaz.

– No hablará en serio. No soy Colombo -se burló el telefonisto.

– Tampoco es tan difícil. Vive en la calle Moreto, número 46.

Sonó un teclado de ordenador. El operador tardó un segundo:

– Armando López-Díaz. Tome nota.

La voz del otro ordenador, el que saludaba y jugaba a juntar números, me dictó un teléfono, y si no hubiera colgado me lo habría seguido dictando hasta que se me hubieran caído todas las muelas.

Marqué las siete cifras y al otro lado de la línea salió una chica joven.

– Diga.

– Hola, ¿quién eres?

– Lucía.

– Ah. Quiero hablar con Sonsoles.

– No está.

– ¿Y cuándo viene?

– ¿Quién eres tú?

– Antonio. Trabajo con don Armando.

– ¿Y para qué quieres hablar con Sonsoles?

Estaba claro que le había metido el primer pegote. Había planeado entretenerme más pero me tiré derecho al otro, al que no iba a tragarse:

– Verás, conocí a Sonsoles hará cosa de un mes. Vino a mi piso, tomó cuatro copas y, ya sabes. Yo quería ponerme preservativo, porque soy bisexual y tengo amigos muy promiscuos, pero ella no me dejó. Ahora me he hecho análisis y resulta que tengo…

– No le veo la gracia, imbécil.

– No me cuelgues, Lucía, es importante para tu hermana.

– No es mi hermana. Yo trabajo aquí.

– Es igual, tiene que saberlo.

– ¿El qué? Tienes SIDA, ¿no? Y yo soy Farah Diba.

– No exactamente.

– ¿Qué entonces?

– Mira, ahora que lo pienso esto es muy delicado. Te voy a dar mi teléfono y le dices que me llame.

Saqué mi repertorio de teléfonos escogidos y después de dudar entre el del Arzobispado de Madrid-Alcalá y el del Ministerio de Asuntos Sociales le di el de la Comisaría de Tetuán.