– Si crees que voy a apuntar ese teléfono vas de culo -me replicó.

– Apúntalo y se lo das. ¿Qué va a pasar?

– Por ejemplo que me despidan.

– Dile que soy un bromista. Verás como ella se lo toma en serio.

– Está bien, repite el número. Así le podremos dar algo a la policía.

Lo repetí.

– Y por favor que no se entere su marido -le lloriqueé.

– No tiene marido. Adiós, capullo.

Lucía me colgó en la oreja, que es como se dice en las historias yanquis de detectives y que significa que yo tenía el auricular pegado al oído cuando ella cortó la comunicación haciéndome un par de grietas en el tímpano.

Ya fuera por chorra o porque yo era listo de cojones, aquella breve conversación telefónica me había servido para averiguar una porción de cosas. Sonsoles era soltera, vivía con su padre, un tal don Armando que debía de ser un tipo importante con el que podía colaborar algún Antonio, y tenía como sirvienta a una tal Lucía que no se arrugaba cuando le hablaban de andróginos y de enfermedades venéreas.

Aquella mañana tenía tarea para hartarme, cosas que había dejado a medias el viernes por la noche y otras que había estado posponiendo y que ya no podía posponer más sin arriesgar que mi jefe me llamara para preguntarme qué me había creído y no poder responderle la verdad. Como me cabrea mucho mentir si no es por gusto, me olvidé de Sonsoles hasta la noche y me puse a remar. He comprobado a menudo que dejarlo todo para el final es la mejor técnica de trabajo. Las cosas se hacen cuando no hay más remedio que hacerlas, y como no hay más remedio que hacerlas se hacen una detrás de otra, rápido y sin pensar. Cuando Yavé Dios le dijo a Adán que tendría que dar el callo para no morirse de hambre y que se acababa de joder lo de andar picando de los arbolitos, no pensaba que estaba puteándolo porque no fuera capaz de darle a la azada o porque darle a la azada le costara un esfuerzo insoportable. Sabía que lo puteaba porque había hecho de él un vago que pensaría mientras cavara que cavar era una desgracia. Lo malo del trabajo no es trabajar, sino pensar que estás trabajando. Pensar a secas vale, trabajar a secas vale menos, pero pensar y trabajar todo junto es peor que pegarse un tiro. Por eso el más sabio de los griegos se tocaba la entrepierna a dos manos mientras ese idiota de Platón lo iba apuntando todo.

Aquella noche salí temprano del Banco, o sea, a las nueve. En la planta todavía había unos diez o quince soplapollas como yo, sólo que no tenían ningún asunto pendiente fuera y se quedaban hasta que vinieran a echarlos. Algún otro día hablaré de cómo están organizadas las cosas en la maldita oficina, que es como lo de las hormigas pero a lo bestia. Hay para morirse de risa o de lástima según el día y lo mucho que a uno le reviente pertenecer a la sección de las hormigas soplapollas.

Al coger mi coche abollado me acordé de que al día siguiente tendría que llevarlo al taller para que le recompusieran la jeta. De momento me dirigí hacia el Paseo del Prado. Aparqué donde solía cuando iba más por aquella zona, justo donde dejan los cubos de basura del Hotel Ritz. Aunque siempre hay.alguien pinchándose en la cabina, los del hotel andan más o menos atentos. No creo que hicieran nada en absoluto si vieran a alguien robando un coche, salvo desear que acabara rápido, pero así como los yonquis no se preocupan por el público, los chorizos se relajan más cuando no mira nadie. Conviene tener en cuenta esas cosas. Como voy bien vestido y gano un sueldo y tengo cosas que pueden robarse, procuro conocer las costumbres de los que no. Ya sé que queda mejor decir que te importan una barbaridad los marginados y las minorías étnicas y que no te importa compartir tus bienes con ellos, pero a cualquiera le sienta como una patada en la ingle que le limpien alguno de sus bienes que todavía no tenía previsto compartir.

Entré en la cabina procurando no pisar las jeringuillas y no me pegué el auricular a la oreja. El micrófono apestaba a tabaco y ni queriendo era fácil pegárselo a la boca. Eché doscientas pesetas, marqué el número de Sonsoles y preparé mi mente para sacar partido de cualquiera de las alternativas que pudieran presentarse.

– Sí -carraspeó una mujer de edad. El flanco más débil. Estrategia A.

– Buenas noches. ¿Es el domicilio de don Armando López-Díaz?

– Sí. ¿Quién es?

– Llamo de la Agencia Tributaria.

– ¿De dónde?

– De Hacienda. ¿Está el señor López-Díaz?

– Sí, un momento, por favor.

A través de la mano de la mamá de Sonsoles llegaron por la línea unos cuchicheos que acabaron con un ejem potente y varonil.

– Armando López-Díaz. ¿Con quién hablo?

– Soy Eduardo Gutiérrez, inspector tributario. Disculpe por la hora, señor López-Díaz. Llamamos por la tarde porque es más fácil localizar a los contribuyentes en sus domicilios.

– ¿Hay algún problema? Declaro religiosamente todos mis ingresos.

La voz de Armando López-Díaz se quebraba un poquito al mentir.

– Simple rutina. El ordenador le ha seleccionado en el plan de inspección de Renta de las Personas Físicas y Patrimonio. Quisiera saber cuándo podría tener preparada la documentación para citarle formalmente.

– La documentación…

– De los últimos cinco años. Toda la documentación que respalde los datos consignados en sus declaraciones.

– Ah, ya, desde luego.

– ¿Y bien?

– Esto… Me vendrían bien un par de días, para ordenar los papeles.

– Por cierto, usted desarrolla una actividad profesional, si mis notas no están equivocadas.

– Sí. Soy arquitecto.

– Exactamente. Y está en estimación directa.

– Sí, creo. Sí.

Tras acertar de chiripa que Armando López-Díaz era profesional, no había que herniarse para suponer que había elegido la modalidad que le permitía deducirse gastos indebidos disfrazándolos como si fueran de su actividad: un taxi por aquí, un recibo del teléfono por allá, un coche en leasing. Hasta que llegara un inspector a ponerle las pilas. Y había otro inconveniente: tenía que llevar libros de contabilidad.

– También tendrá que tener preparados los libros obligatorios.

– Oh, sí.

Me estaba divirtiendo mucho haciendo que a Armando le corriera el sudor por la nuca. Pero soy un tipo impaciente y aquello no era lo que realmente quería hacer.

– Hay algo más, don Armando.

– ¿Sí? -preguntó, tan bajito que apenas le oí.

– Tiene una hija. Sonsoles López-Díaz García-Navarro.

– Sí. ¿Por qué?

– Y vive con usted.

– Ahora no está. No entiendo qué…

– Y está soltera.

– ¿Pero eso qué le importa a Hacienda?

– Su hija no trabaja, ¿verdad?

– Sí que trabaja.

Dejé que pasaran unos segundos de silencio para que Armando se angustiara y se volviera todavía menos listo.

– No puede ser, don Armando. No tiene ingresos declarados bajo su NIF. ¿No cobrará en negro?

– ¿En negro? ¿Qué dice usted? Mi hija trabaja en el Ministerio de Industria. Es Técnico Comercial del Estado -pude oír claramente las puñeteras mayúsculas que siempre dicen los opositores y los padres de los opositores.

– ¿En el Ministerio de Industria? No puede ser. ¿En Madrid?

– En el mismo Ministerio. Oiga, ¿qué lío es éste?

– Evidentemente hay algún problema. Le niego que me disculpe, señor López-Díaz. Tendremos que verificar todos los datos de su hija.

A Armando López-Díaz le crujían las meninges. Pasa con los sujetos más ampulosos. Tienen la misma cintura que una tortuga preñada.

– ¿No es a mí a quien iban a inspeccionar? -trató de ordenarse.

– Y a su hija. Los dos han sido seleccionados. Con usted no hay mayor dificultad, porque tenemos sus declaraciones. Me enseña los justificantes y los libros, los comprobamos y en paz. Si todo está en regla firmamos el acta de comprobado y conforme en media hora. Por lo que a su hija respecta, no consta en el ordenador que haya pagado nunca sus impuestos. Ninguna declaración, ninguna retención de nómina.

– Eso no puede ser.

– Si trabaja en el Ministerio es muy extraño que no nos salgan sus ingresos. No me estará mintiendo, ¿no?

– Por Dios. Cómo le iba a mentir. Si tienen un error en el ordenador tendrán que arreglarlo.

– Está bien. Le diré lo que vamos a hacer. Yo voy a consultar otra vez con el ordenador. Dígale a su hija que llame mañana de nueve a once a este teléfono. Que dé su nombre y diga que está seleccionada en la lista de este mes. Apunte.

Le di y le repetí el número de la Asociación de Marxistas Lesbianas, y Armando, después de apuntarlo, volvió a asegurarme con su tonito de niño que nunca le saca la lengua a la maestra:

– Hay algún error, no le quepa duda.

– Lo resolveremos. No se preocupe. En cuanto a lo suyo, ¿qué le parece el lunes que viene?

– Sí, está bien.

– Mañana mismo le haré llegar el requerimiento. Gracias por todo y buenas noches.

– B…

Esta vez fui yo quien le colgó en la oreja a uno de los habitantes de la residencia de los López-Díaz. Mientras me metía en el coche pensé que el pobre padre de Sonsoles no dormiría aquella noche y no me arrepentí inedia mierda. En cuanto a la propia Sonsoles, además de haber completado mi información acerca de ella, confiaba en causarle alguna molestia de las que le jorobaba tener.

De camino hacia casa, una idea inoportuna me cruzó por la mollera. Hasta aquel momento no había hecho más que un par de travesuras, nada que me divirtiese como esperaba. El malestar me duró después, cuando recortaba en el salón las fotos más repulsivas de una revista de hombres en pelotas para mandarle a Sonsoles un collage al Ministerio de Industria. Aquello era una poca leche. O empezaba cuanto antes con la parte seria del asunto o me dejaba de pamplinas." Me daba un poco de pereza, todo hay que decirlo, pero me fastidia aburrirme. Desde que cumplí los treinta años cuando me aburro mucho me pongo violento y me entran unas ganas terribles de romper a cabezazos la televisión. Algo que debo evitar, porque la cabeza me sirve para trabajar y no gano lo suficiente como para comprarme una televisión todos los días.

La televisión en sí no es que me importe, porque casi todo lo que ponen son tonterías para gente retardada, con lo que de paso van consiguiendo que toda la gente que no recibe otra forma de educación, o sea, la mayoría de la gente, se retarde un poco más cada día. Sin embargo, en la televisión echan también los campeonatos femeninos de patinaje y de gimnasia, deportiva y rítmica. El patinaje y la gimnasia me dan igual, pero las patinadoras y las gimnastas son una parte fundamental de lo poco que justifica levantarse todos los días de la cama.