Según los últimos cálculos, la vida de un soplapollas tiene un valor bastante inferior al de la vida de una cochinilla de la humedad con todas las patitas amputadas. Para empezar, trabajan todavía más horas que un eventual de mierda. No pueden ponerse enfermos, porque siempre hay algo que los reclama urgentemente, y eso los convierte en adictos a toda clase de fármacos para seguir en pie contra viento y marea. Mientras soportan la fiebre o se contienen el vómito es posible que se vean en la necesidad de darle permiso a algún buda que quiere marcharse a casa para pasar mejor una pequeña jaqueca. Aunque oficialmente todos son jefes de algo, saben manejar el ordenador, la fotocopiadora, el fax y la máquina de encuadernar, porque a las horas a las que suelen terminar los trabajos hasta los eventuales de mierda ya se han ido (en esos momentos, los budas que aún tienen hijos en edad escolar han repasado con ellos las lecciones del día y los han acostado y saborean un whisky frente al televisor). Por si esto no bastara, cualquier error que cometan puede ser castigado con violentas humillaciones personales a las que no tienen posibilidad alguna de replicar.

Algunos soplapollas estiman que eso es mejor que ir a la calle, extremosidad a la que no se les somete con la misma frecuencia que a los eventuales de mierda, y sonríen mientras sus superiores les escupen a los ojos, dando gracias por ser un soplapollas y no un eventual de mierda. Cualquiera que tenga sesos se da cuenta de que el eventual de mierda al menos puede mirarse al espejo. Y aunque los dos morirán sin pensión de vejez, al eventual de mierda le queda alguna esperanza de que sus hijos le quieran y se ocupen de él en tan mal trago. El soplapollas no sólo no se merece el respeto de sus hijos, sino que ni siquiera puede esperar que sepan quién es ese tipo que solía aparecer por casa los días de fiesta (no todos).

Resulta difícil explicar cómo tantas buenas personas, e incluso individuos relativamente valiosos, acaban arrastrando la maldición de ser un soplapollas durante todos los días de su vida. Algunos se dejan cegar por el dinero o por una leyenda jerárquica en una tarjeta de visita. Nunca falta quien por ser coordinador o ganar 80 se siente en condiciones de creer hasta las últimas consecuencias que cualquiera que sea subcoordinador o gane 79 es su inferior en la escala zoológica. Entre esos atontados se recluta una parte importante de todos los soplapollas que pululan por el mundo, y lo alarmante de esta época es que de esos atontados hay tal stock que si hiciera falta abastecería de sobra toda la demanda de soplapollas.

Sin embargo, una parte de los soplapollas no aman el dinero (o las tarjetas de visita más gordas que la de otro) por encima de todas las cosas. Son los soplapollas en quienes resulta más chocante que sean unos soplapollas, y posiblemente los más culpables y los que más se merecen su perra suerte, porque a nada que se hubieran decidido a tener un par de pelotas podrían haberse ahorrado ser la poca cosa que son. Aunque pueda sorprender, estos sujetos están donde están por vanidad. Se metieron en la boca del lobo sin pensarlo, o pensando sin quererlo, o pensando que nunca querrían ni se dejarían llevar por la asquerosa corriente. Y entonces los tentaron: vamos a ver si eres capaz de esto y de lo otro. Ellos se sabían capaces de esto y de lo otro y les dio por demostrarlo para que nadie volviese a ponerlo en duda. Luego vino aquello y lo de más allá, y también de eso eran capaces y lo demostraron. Y así sucesivamente.

Cuando quisieron mirar para atrás habían hecho un huevo de cosas de las que eran capaces, y ninguna de ellas, por difícil que fuera, valía una higa. Por el contrario, había otro huevo de cosas que valían de un par de higas para arriba, y también de eso habrían sido capaces en su momento, pero después de tanto perder el tiempo en las cosas que no valían una higa, ahora ya no servían para nada más. Y lo más vergonzoso es que la mayor parte de esa chusma, en lugar de agarrar el coche y despeñarse tranquilamente, se consuelan olvidándose del asunto y aplicándose con ahínco a seguir con las cosas que no valen una higa. Hasta se ríen cuando les dan palmaditas en la espalda, buscando en ellas la misma aprobación que encuentra el falderillo en la galleta rancia que le dan después de hacer una monería.

Aquí es donde se echa en falta el par de pelotas de que hablaba antes. Vanidad tenemos todos, y a cualquiera nos gusta que nos la halaguen por hacer chorradas. Pero hace falta un par de pelotas para decirle al domador, cuando te pide que des un saltito a través de un aro ardiendo, que el salto lo dé más bien la puerca que lo parió y que ya puede empezar a gastar el látigo. La primera vez que uno salta por el aro ardiendo se deja las pelotas allí colgando y ya nunca más puede recobrarlas. Para quien no lo sepa, las pelotas son altamente inflamables.

Hubo un tiempo en que yo me resistía a ser un soplapollas. Nunca adoré el dinero, ni la tarjeta de visita, y me negaba a cifrar mi orgullo en que otros admirasen mi habilidad para hacer volatines. En aquel tiempo yo tenía un par de pelotas. Luego se me ocurrió que no es bueno que el hombre esté solo y me pregunté si convenía quedarse al margen de lo que hacía todo el mundo, o todos los que podían. Yo podía tanto como cualquiera. Me autoricé a saltar por el arito flamígero sólo por no acabar en la cuneta y sin provecho. Lo acepté como una solución transitoria, hasta que el panorama se aclarase y yo pudiera organizarme a mi manera. Han pasado pongamos que diez años. Ahora soy un soplapollas y estoy más solo que antes.

Cuando pienso en estas cosas me acuerdo siempre de Friedrich Nietzsche. Tuve un profesor de religión que se regodeaba siempre que le venía a mano en el hecho de que aquel ateo hubiera muerto loco. Nunca me apasionó el viejo Friedrich, salvo cuando sacaba el martillo, pero no me parece justo que el premio por predicar el orgullo de ser hombre consista en que se te ablanden los sesos y un antropoide con alzacuellos se descojone a tu costa cien años después, delante de un puñado de mocosos condenados.

Posiblemente no haya apuntado todavía que era verano. El hecho tiene su relevancia por algunas otras razones que se irán viendo, pero también porque cuando es verano en el Banco la jornada oficial es más corta y se sale a mediodía. Aunque los soplapollas casi nunca usamos ese beneficio, está más o menos admitido que tres o cuatro días cada verano a uno le puede dar una ventolera y quitarse de la circulación a la misma hora que los demás, para salir a descubrir que ahí afuera hay todo un mundo alrededor. Un mundo lleno de parques, pajaritos, niños con sus mamas y un montón de tías con el ombligo al aire o camisetas apretadas.

Precisamente eso, tomarme la tarde libre, fue lo que hice el jueves siguiente, pero no para irme a mirar ombligos, sino para tratar de adelantar en mi estrategia de acecho y aniquilación moral de Sonsoles. En concreto, me interesaba practicar un seguimiento personal que me ilustrara acerca de sus costumbres. Eso debía llevar a una serie de acciones perturbadoras que fueran provocando el descrédito de mi elegida. Combinaría la difamación con unas cuantas encerronas hasta que aquella imbécil lamentara del todo haberme conocido. Ahora que lo escribo descubro que casi no puedo recordar qué putadas tenía planeadas exactamente.

El caso es que tampoco importa un comino. Porque aquella tarde, jorobándome todos los cálculos, sucedió algo que lo torció todo. Hasta aquella tarde yo andaba enredando con Sonsoles lo mismo que podía haber cogido un puñado de gusanos de seda para echar el rato torrefactándolos en una cucharilla sobre un mechero Bunsen. No sé si me explico. Nada de lo que hacía era imprescindible ni me apetecía especialmente. Y si hubiera seguido siendo un cabrón abúlico, es probable que no hubiera pasado nada irremediable. Pero aquella tarde, traicionando mis principios y la aplastante enseñanza de una vida de decepciones y escarmientos, cometí la locura de dejarme apasionar por otro ser humano.

Cuando yo tenía dieciocho años compuse un lúcido ensayo titulado Elogio de la impotencia, la cobardía y otros modos de inhabilitación para transformar la realidad, que me valió la expulsión de una tertulia maoísta en la que me había metido sin enterarme. Ahora tengo mucho tiempo y he podido releer aquellas páginas. En una de ellas se afirma con contundencia:

En un universo de despiadada simetría, la especie procura la desgracia del individuo para lograr su bien y el individuo sólo puede evitar su propio mal despreocupándose de la suerte que pueda correr la especie. Quien consiente en dedicar alguna atención a sus semejantes, más allá de la estrictamente precisa para no chocarse con ellos, está en la senda segura de la autodestrucción. Y no existe para este peligro mejor conjuro que la falta de coraje, a veces suplible con la simple incapacidad. Para bendecir la conducta de los mártires y censurar la de los traidores o los débiles, el espíritu gregario ha creado algo tan delirante como el honor. Pero la razón establece un juicio muy diferente, el que prefiere absolver a quien obra por astucia o necesidad antes que celebrar el alarde de un majadero.

Decía Tales de Mileto (¿o era Immanuel de Konigsberg-Kaliningrado?) que no hay peor sabiduría que la aprendida prematuramente, ya que ésa conduce a la más terrible ignorancia posterior. Para mi mal, he tenido que probar con mi experiencia ese ingenioso aforismo, a cuyo autor tenga a bien Zeus Olímpico estar dándole (la razón) hasta que el culo se le caiga.

El hecho, o los hechos, podría relatarlos ahora como me salieran, pero para ser un poco más variado y a la vez trabajar menos, copiaré un documento que tiene dos ventajas: la inmediatez, ya que fue redactado durante la noche siguiente a los sucesos que refiere; y la intensidad, ya que cuando lo escribí seguía conmovido como un gilipollas.

El documento es como sigue:

Y ahora, la pregunta: ¿Qué he hecho para desperdiciar así mi vida? ¿Cómo, de todas las vidas posibles, he acabado ganándome ésta en la que no hay más que mierda y túneles que no salen a ninguna parte? Hace unas horas estaba en un banco en el Retiro redescubriendo estas dos interrogaciones (o una, qué más da). Si durante años he estado llevándolas conmigo sin inmutarme, sólo puede ser porque he tenido buen cuidado de repetirlas como una beata soba el Rosario, sin entender. Hoy me he sentado a mirarlas de frente. Y me ha dado tanto asco y tanta tristeza que no sé cómo me he disuadido de estampar los sesos contra el patio interior, para edificación de todos los retrasados que habitan mi bloque de apartamentos.