Su padre intentó protegerle de otra manera. O le insinuó que iba a hacerlo. Aunque Juan era ya legalmente mayor de edad y no podía, como habría podido un año atrás, revocar el consentimiento que había prestado en el banderín de enganche, tenía contactos en la Capitanía General a los que podría recurrir para anularlo de otro modo. Pero a esta amenaza Juan respondió con otra. Si hacía eso, se iría lejos de Valencia, se buscaría otro banderín de enganche y en vez de alistarse por tres años se comprometería por cinco. El padre, exhibiendo una decepcionante estupidez, advirtió que en tal caso le desheredaría. Y Juan le replicó que no hacía falta, ¿o es que no se daba cuenta de que apuntándose al Tercio ya se desheredaba él solo? El abogado Faura no entendía de la misa la media, y fue un pobre placer derrotarlo. Lo curioso era que nunca antes Juan se había enfrentado tan gravemente al autor de sus días, y revolcarlo en el primer asalto, con tanta facilidad, le hizo conocer la nueva y lúgubre fortaleza que le proporcionaba su resolución de abdicar de toda esperanza. Por primera vez, mientras le daba la espalda a su padre, Juan Faura disfrutó de ser un desahuciado.

Antes de partir, quemó todas las cartas de Blanca y aquel autorretrato al carboncillo que hasta entonces había guardado como una reliquia de los días felices. Debía irse desnudo de alma y de corazón y no dejar nada tras de sí. Por primera vez en mucho tiempo, cuando subió al tren sintió una especie de paz. De allí en adelante, alguien se ocuparía de decidir su vida. Ya no tenía que pensar en nada, sólo dejarse arrastrar por la corriente y hacer lo que le mandasen.

Los primeros días bajo el uniforme legionario fueron duros, pero no tanto como había imaginado. Casi todos eran mayores que él, algunos mucho mayores, y aunque había notorios canallas (escoria humana procedente del presidio y de las compañías de voluntarios de los batallones de cazadores, las tropas que hacían el papel de la Legión antes de que ésta se formase), tampoco faltaba gente dispuesta a amparar y dar algo de calor a los novatos, especialmente a los más jóvenes. La comida era abundante y nutritiva, y los oficiales procuraban mantener la disciplina y endurecerlos, pero por otra parte les daban a rachas un trato paternal y protector. La Legión apenas existía desde hacía unos meses y había un empeño por crear un espíritu de cuerpo, lo que aconsejaba que quienes allí acudían sintieran que estaban bajo el manto de una madre acogedora, que si bien les pedía el mayor de los sacrificios, también les proporcionaba la familia que muchos no tenían.

Durante su instrucción como recluta de reemplazo ya se había mostrado diestro con las armas. En el Tercio refinó rápidamente su habilidad, lo que le ayudó a ganarse el respeto de compañeros y superiores. El fundador había dispuesto que todos los legionarios habían de ser buenos tiradores, y los que como él lograban la excelencia estaban llamados a contarse entre los elegidos. Tener metas como aquélla, ser el mejor con el fusil, le ayudaba a olvidar, le empujaba y le devolvía un remedo de alegría. Los blancos que al principio hacía a treinta metros, pronto los hizo a doscientos. Se aplicó en compenetrarse con el máuser de tal modo que al final su límite era el alcance de sus ojos. Lo que ellos veían, se lo comía la bala. Sólo aquello que quedaba más allá estaba libre de recibir el plomo que escupía al dictado de su odio. Averiguó entonces, aunque no, lo compartió con nadie, cuál era el secreto de la infalibilidad del tirador escogido: saber que acertarle al blanco no solucionaba nada y no sentir apenas deseos de hacerlo, ser perfectamente consciente de la inutilidad de aquel acto y desarrollar un despego absoluto hacia lo que de él resultara. Cuando alguna vez fallaba, era porque de pronto le había importado más de la cuenta atinar.

Sintió una inevitable inquietud antes de entrar en combate por primera vez. No era lo mismo la teoría que vivirlo. Y vivirlo quería decir verlo, oírlo, olerlo, sentirlo retumbar en las tripas y en los pulmones. Pero pronto se habituó también a aquello. Todo parece que va a ser difícil hasta que uno lleva dos meses haciéndolo. Lo único que temía era que cuando le dieran resultara demasiado doloroso y perdiera la serenidad. Pero, ¿acaso podía algo dolerle más que ver a la mujer que era suya del brazo de otro? Ese suplicio seguía sufriendo cada vez que la imagen se metía en sus pesadillas. Podría aguantar cualquier otra clase de dolor. Y sobre todo podría desentenderse del dolor ajeno. No se compadece de nadie quien ha aprendido a no apiadarse de sí.

Durante ocho meses, había sido un magnífico soldado.

6

Le despertó el ruido de los pájaros. Hacía tiempo que no amanecía así. En Santander no solía dormir con la ventana abierta, y aunque lo hubiera hecho, los días grises que se sucedían durante la mayor parte del año no animaban a los pájaros a cantar mucho. También era inusual que al abrir los ojos estuviera vestido y tirado de cualquier manera sobre una cama sin sábanas. Por respeto a Matilde, que era pulcra y de vida ordenada, había adquirido la costumbre de irse a la cama a horas fijas y de hacerlo siempre en perfecto estado de revista, como por otra parte lo estaban las sábanas entre las que se deslizaba cada noche. La sensación de suciedad y desidia, sin embargo, no le desagradó. Un hombre que se despierta medio vestido sobre una colcha astrosa, en un chalet abandonado, es un hombre dejado de la mano de Dios, pero también, al menos en ese momento, un hombre libre. Y Juan había aprendido hacía ya algunos años que quien acepta la infelicidad sólo puede aspirar a conquistar la libertad, como estímulo para seguir enfrentando cada nuevo día que comienza. Incluso había ido algo más lejos: en ocasiones llegaba a creer que únicamente aquel que se resignara a ser infeliz podía ser de veras libre. Porque la felicidad siempre engendraba el apego, y el apego, antes o después, la servidumbre.

Las incomodidades que hubo de soportar para asearse, y que en circunstancias normales le habrían irritado, porque estaba habituado a mejor vida, aquella mañana, por el contrario, le hicieron bien al cuerpo y al espíritu. Se echó el agua fría por encima sin contemplaciones, y se restregó a fondo con aquel jabón rancio. Sólo le quedaba una camisa limpia, de las cuatro que previsoramente le había metido Matilde en la maleta. La tomó sin dudar. Si tenía que lavar ropa, lo haría también. No iba a ser, por cierto, la primera vez que se ocupara de eso.

Fue a desayunar a la fonda donde había comido el día anterior. Los dueños tenían teléfono, y aprovechó para avisar a Matilde y en su oficina de que era posible que demorase su retorno un par de días, a fin de tratar de dejar encarrilado el asunto de la casa. Matilde lo acató sin rechistar, como acataba todo lo que venía de él. Aunque había muchas cosas que no conocía del hombre con el que se había casado, tampoco dejaba de intuir algunas de sus peculiares condiciones, y eso no contribuía a que se sintiera muy inclinada a contrariarle. Incluso le daba a Juan la sensación de que le tenía miedo, lo que desde luego no le complacía. A veces habría deseado que ella tuviera más carácter, que le recriminara algo, que se le enfrentase incluso; por si eso creaba alguna posibilidad entre ellos, o por lo menos le ahorraba sentirse frente a ella como un lobo acorralando un corderillo. En cuanto a su oficina, no había el menor problema. Su jefe inmediato estaba siempre atendiendo sus negocios particulares y sólo pudo dar cuenta de sus planes a un subordinado, que asintió a todo, como no podía ser menos.

La mañana la ocupó en diversas gestiones. En primer lugar, buscó un maestro albañil, y acabó encontrándolo, aunque no logró que fuera a echarle un vistazo a la casa sobre la marcha, sino sólo comprometerlo vagamente para el día siguiente. Después se acercó al Ayuntamiento, para tratar de averiguar quién podía estar interesado en comprar la casa y cómo podía agilizar la venta. Le recomendaron que se fuera a ver al oficial mayor de la notaría, y eso hizo. El oficial, un hombre de unos cincuenta años, ademanes curiles y mirada penetrante, le pareció un buen elemento. Tampoco le cupo duda de que se las arreglaría con el comprador para complementar bajo la mesa la comisión que a él iba a cobrarle, pero ni era hombre de negocios ni era maximizar la plusvalía lo que le movía por encima de todo. Más bien prefería dejar aquel asunto en manos que le aliviaran de ocuparse de él, y le parecía que no era del todo injusto que quien hiciera el esfuerzo se procurara el mayor beneficio posible. Él, como dueño, tendría que valorar si el precio le convenía o no antes de ejecutar la transacción. Si el oficial se las apañaba para conseguirle un comprador dispuesto a ponerle en la mano una suma satisfactoria, él no tenía nada que objetar al respecto.

Tras la conversación con el oficial, quedó contento de su diligencia. Salvo la cuestión del albañil, que estaba en curso, todo quedaba encajado en una sola mañana. En el vestíbulo de la notaría, se cruzó con un hombre vestido de oscuro y de aspecto más o menos distinguido. El oficial le saludó con un rastrero buenos días, don Serafín que no dejó lugar a dudas. Eran las doce y media de la mañana, y el señor notario se incorporaba a su despacho. El señor notario. El padre de Blanca.

Desde la víspera, no había pensado en la cita que tenía a las cinco de aquella tarde. Después de dejar atrás aquel rostro masculino y adusto, y en el que, sin embargo, había rasgos comunes con el rostro tan netamente femenino de Blanca, no tuvo más remedio que acordarse de que ella le estaría esperando junto a las ruinas del monasterio. Estaba claro, si había de guiarse por su buen juicio, que no debía acudir. No se le ocurría una sola ganancia que pudiera derivarse para él de aquel encuentro, ni tampoco de la conversación a la que la reaparecida Blanca le invitaba. En cambio, y por lo que se le había removido dentro al volver a tenerla delante, podía prever que reuniría algunos motivos para lamentarlo si finalmente consentía en ir a verse con ella. Ahora bien, no estaba menos claro que había sido demasiado grande el cataclismo que le había dejado a aquella mujer causar en su mundo, demasiados los días y demasiadas las noches en que se había mordido el alma recordándola, como para ahora esquivarla sin más. En el fondo, y más allá de toda consideración, no tenía ninguna duda de que a las cinco iría allí, a enfrentarse con su destino. Por eso no había pensado en ello.

Fue caminando, como el día anterior, porque no le pesaba. Casi lo echaba de menos, después de haber servido durante tres años en la andariega infantería española, que imprimía carácter y conformaba las piernas a la marcha. Cuando llegó, a las cinco menos cinco, Blanca ya estaba allí. Llevaba un vestido diferente, esta vez de color azul, liso.