Pero apenas se insinuó en su cerebro este proyecto, acudieron las objeciones. ¿De veras iba a alegrar a Matilde ir allí, para convivir con sus sobrinos, los hijos de Carmen, y ver correteando por el pueblo a los niños de todas las mujeres que, al revés que ella, habían hecho germinar la semilla de un hombre en su vientre? ¿De veras esperaba de sí mismo poder comportarse allí de una forma diferente de la habitual, poder darle algo más que la. compasión descuidada e intermitente en que se basaba desde hacía ya años su trato hacia su esposa? ¿Y en qué podía esperar que facilitara las cosas la proximidad de Blanca, la mujer con la que sí había conocido la pasión, el delirio, el completo abandono de cualquier control sobre sus actos? La mujer que, recordó entonces, con una sensación de irrealidad, le había citado al día siguiente, en el mismo lugar que antaño los había visto fundir sus cuerpos.

De camino hacia el pueblo rememoró el resto, lo que había habido después de aquella primera semana. Hasta que llegó septiembre, Blanca y él se vieron a diario, sin que el fuego que los arrojaba al uno hacia el otro se consumiera. Más bien se intensificaba con la repetición, y también, no se le ocultaba, con aquella clandestinidad a la que los forzaba el compromiso que Blanca infringía cada vez que lo tocaba y lo bebía con su boca ávida. De ella escuchó, como nunca volvería a escuchar de otros labios femeninos (acaso alguna reprodujo las palabras, pero no la fiebre ni el destello agónico de los ojos al pronunciarlas), los juramentos más desorbitados. Porque ella no se contenía jamás, no ponía tasa a su sentimiento ni bozal a su corazón. La oyó decirle que era suya para siempre, que nunca otro hombre podría tenerla como él la tenía, que hasta besarle y estar en sus brazos no había saboreado el elixir de la vida ni había alcanzado el límite del goce. Blanca era un poco poetastra, y tal vez algo híperbólica, máxime si se tenía en cuenta que en sus juegos sexuales, aunque fueran desenfrenados y constantes, no habían llegado, por una precaución que siempre imponía ella, a la consumación. Pero había tal unción en su mirada cuando él era el objeto, tal apremio en los reencuentros y tal angustia en las separaciones, que a Juan no le cabía duda de que lo que decía lo sentía de verdad. Y que ella fuera y sintiera así, exactamente como él era y sentía respecto de ella, le parecía el colmo de la dicha, hasta el punto de llegar a olvidarse de que estaba prometida a otro y de que, por lo que sabía, aún no le había escrito para anunciarle que debían anularse los planes de boda. Cuando no estaba con ella, aquella sombra llegaba a torturarlo, y no pocas veces la esperó junto a las ruinas del monasterio con el corazón en un puño, porque su amada se retrasaba un poco. Pero Blanca siempre aparecía, y en cuanto la veía se evaporaba todo lo demás.

Si tenía que escoger, entre todos los que había vivido, el instante culminante de su existencia, cuando más cerca se había sentido de la condición de los dioses, sin ninguna duda se quedaba con aquella tarde de finales de agosto, que había previsto llena de amargura. Al día siguiente la familia de ella regresaba a Valencia, y apenas una semana después él tenía que incorporarse al cuartel, lo que interrumpía irremisiblemente el sueño de aquel verano para dar paso a un futuro lleno de incertidumbres. Pero fue entonces cuando Blanca, recurriendo a sus poderes de hechicera bondadosa, a aquella magia infalible que le tenía sorbido el sentido, hizo el sortilegio supremo y lo convirtió en el ser más feliz del universo. Porque fue aquella tarde, después del beso jadeante con que lo acogió al pie de la torre, cuando le contó que lo había estado pensando y que iba a decirle a su prometido que ya no podía casarse con él. Se lo anunció muy seria, consciente de la gravedad de aquella decisión, que venía a ser la primera de su existencia adulta, y con la que rompía en mil pedazos el sobado espejito en el que se había hecho a contemplar su imagen y su futuro desde la niñez.

– Le va a hacer mucho daño, porque él me quiere con locura -explicó, con una exquisita piedad-. Y mi padre se pondrá furioso.

Juan la escuchó exponer ambos escollos con una lacerante sensación de impotencia. Le habría gustado poder decirle que la ayudaría, pero ni al prometido ni al padre tenía él nada que decirles, y no vislumbraba cómo podía auxiliarla en aquellos dos enfrentamientos que sólo ella podía asumir. Blanca adivinó al punto sus tribulaciones, y añadió:

– Pero no te preocupes. Tu amor me hace fuerte. Sintió ganas de abrazarla tan estrechamente como nunca, para darle toda la energía que su amor, como ella decía, pudiera transmitirle. Y ya iba a atraerla hacia sí, cuando Blanca le puso la mano en el pecho.

– Pero tengo que pedirte algo -advirtió.

¿Qué tenía que pedirle? Lo que quisiera; era tan suyo que casi no acertaba a imaginar qué podía darle que no le hubiera dado ya. Pero al pensar aquello probaba Juan su inexperiencia y su juventud: la vida siempre reclama aquello que uno menos tiene y más le cuesta.

– Tengo que pedirte un poco de paciencia -dijo ella, como si hubiera meditado detenidamente cada palabra-. No puedo pelearme justo ahora con mi padre. Le conozco y sé que me castigará dejándome sin ir a Madrid a estudiar y arruinándome mi sueño. Tengo que ser lista, ir paso a paso, y tú tienes que apoyarme esperando un poco.

– ¿Cuánto? -preguntó él, con una ansiedad que le delató.

– No sé, unos meses, el tiempo necesario para instalarme, para ganarme a mi tía de Madrid, para poder resistirle desde allí si se empeña en traerme de vuelta cuando le diga lo que hay.

Lo había pensado bien, era evidente. Le dolió haber estado al margen de todas sus cavilaciones, pero no podía hacer otra cosa que aceptar el designio ya hecho y acabado. Y eso fue lo que hizo. Se esforzó por sonreírle, quiso reconocerle el valor que tenía por él y el sacrificio que hacía en su honor. No podía, el mismo que minutos antes temía perderla después de aquella tarde, exigirle ahora que renunciara a la vocación que la ilusionaba desde que era pequeña. Si tenía que esperarla durante meses, la esperaría. Como si tenían que ser años.

La gratitud y la felicidad iluminaron entonces el rostro de Blanca, y fue ella la que inició el abrazo que antes había aplazado y le besó una vez más, pero con una ansiedad hasta entonces desconocida.

Cuando aquella noche se despidieron, Blanca le entregó un obsequio. Era un retrato de ella, dibujado al carboncillo sobre un papelito minúsculo, del tamaño de una tarjeta de visita.

– Nunca había hecho un autorretrato. Me sentía tonta mirándome en el espejo. Pero así me recordarás, como yo a ti. Cada día.

Se separaron en medio de un vendaval de promesas. La de pensar el uno en el otro a todas horas. La de escribirse todos los días, aunque no pudiera Juan mandarle las cartas hasta que no estuviera ella en Madrid, con su tía, ni ella las suyas hasta que él no supiera las señas del cuartel donde tenía que hacer la instrucción. Le juró Blanca que siempre que estuviera sola, en Madrid, se asomaría para mirar la misma luna que él estaría mirando, si le tocaba hacer servicio de centinela. Se hicieron los votos más disparatados, dispuestos a cumplirlos durante los tres meses que les separaban de las Navidades, cuando esperaban reunirse otra vez. Que él lo hizo, le constaba. Que ella hiciera otro tanto le parecía fuera de cuestión, le cartas inflamadas y llenas de deseo. Sin embargo, meses después habría de comprobar que su idolatrada había permitido un solo pero fatídico fallo.

Nada le hizo recelar, pese a todo, cuando volvieron a verse. La muchacha que le estaba esperando aquel soleado mediodía de diciembre junto a las ruinas del monasterio, como siempre con su bicicleta, era aún más hermosa y radiante que la que había conocido en el verano, y se mostró, sí cabía, más arrebatadamente cariñosa hacia él. No tenían casi nada de lo que ponerse al corriente, después de todo lo que se habían dicho en las decenas de cartas que se habían cruzado. Y el clemente invierno mediterráneo dio cobijo al juego de sus cuerpos, como lo había el calor estival. Al cabo de un par de tardes refrescó y fueron a refugiarse en una de las cuevas próximas. de sus habituales caricias, ella se detuvo y mirando.

– Ya no me importa nada -le dijo-. Quiero sentirte dentro.

No necesitaba que le repitiera la petición. Aquella tarde, temblando al hacerlo como nunca volvió a temblar sobre una mujer, y sintiéndola a ella sacudirse de arriba a abajo cuando la penetró, con una delicadeza devota y adolescente, poseyó por primera y última vez a Blanca.

Volvieron a separarse dos días después. Se agotaba el permiso de él y tenía que reincorporarse a la disciplina inocua y liviana, pero en aquellas circunstancias, fastidiosa, de su oficina en la Capitanía General. Se repitieron las promesas, y esta vez Blanca fue algo más lejos. Le anunció que antes de Semana Santa habría acabado con el asunto pendiente . Ya tenía su vida organizada en Madrid, y había sondeado a su madre, naturalmente sin dejar que adivinara el motivo, sobre si contaba con su respaldo en el supuesto de que su padre quisiera hacerla volver. La madre le había asegurado que si ella quería hacer esa carrera, esa carrera haría, y que disuadir a su padre de cualquier pensamiento contrario corría de su cuenta. Por aquel entonces, Juan estaba lo bastante al tanto de las intimidades de la familia de Blanca como para saber que el notario no osaría tomar en el terreno doméstico iniciativas que estuvieran en contradicción con el criterio de su señora.

Habría debido volver a su destino castrense lleno de júbilo, porque había consumado su amor con Blanca y porque ella había puesto fecha a la eliminación del obstáculo que se interponía en su promisorio futuro. Pero le lastraba el ánimo algo que había surgido como un tumor maligno en el tejido rozagante de su euforia la misma tarde en que había desflorado a Blanca en aquella cueva. Si es que de veras, hubo de dudar, lo había hecho. Porque el caso era que ella no había sangrado nada. Le dio de inmediato una buena explicación, en cuanto advirtió en su rostro la sombra de la suspicacia. Y él escuchó aquella historia de excesos ciclistas, de una tarde de sus catorce años en que había sentido el dolor y había visto la sangre en el sillín y el médico había tranquilizado a su madre diciéndole que a la niña se le había desgarrado la telita , y que era un accidente relativamente común que no tenía mayor importancia. Por supuesto la creyó, qué podía hacer sino creer cualquier cosa que saliera de los labios de Blanca, su luz, su todo, incluso si le daba por intentar convencerle de que la tierra era plana o de que Napoleón aún mandaba sobre los franceses. Pero desde ese momento un miasma anidó en su pecho, una porquería que primero le avergonzó y que más tarde debió aprender a recordar como la primera señal de la catástrofe. Aquella tarde de diciembre de 1920, sin darse cuenta, Juan Faura había empezado a morirse. Y lo peor estaba por venir.