Dudó si debía preguntar más o no. Pero se le adelantó ella:

– Lo perdí, en el séptimo mes. Y no sólo eso. También fue entonces cuando me dijeron que no podría tener más hijos.

– Lo siento, de veras. No lo sabía. Blanca alzó la vista al cielo. Cada uno, pensó el hombre que estaba sentado junto a ella, tiene su historia, las historias que le han ido dando forma y esqueleto a su vida. Unos las cuentan, otros no. Pero todos las llevan, tan metidas adentro que acaban transformándolas en otra cosa, en un signo y en una interpretación, y en ese momento dejan de estar constituidas, las historias, por la verdad de los hechos, para convertirse ellas mismas en la forma de expresar la inefable verdad de cada uno. Porque es más fácil contarse que entenderse, o porque contarse es la única forma de entender o de hacer como que uno entiende algo. Supo entonces que Blanca iba a contarle su historia, sin escatimarle nada, o casi nada. Que lo había citado allí aquella tarde justo para eso, para tratar de explicarle o explicarse. Y él no estuvo seguro de querer escucharla, pero ya no podía hacer otra cosa: a partir de cierto momento lo hecho está hecho y hay que sostenerlo y apurarlo hasta el final. Lo que todavía no quiso preguntarse fue qué intenciones abrigaba ella, más allá del relato que iba a hacerle y a lo mejor a cuenta de él.

– Fue horroroso -recordó Blanca-. Nunca como entonces había tenido tantas ganas de morirme. El niño era todo, sólo por él y para él había sido capaz de resistir aquellos meses, sólo por él podía aguantar no tenerte y verme casada con un hombre del que no estaba enamorada y que no me entendía. Vosotros los hombres no podéis saber lo que se siente, lo que es tener una vida dentro, creciendo sin parar. Podrías cruzar un puente en llamas, pasar por encima de un campo lleno de cristales rotos, para acabar teniéndolo en tus brazos. Sueñas con su cara, y el deseo de verla y de besarla te hace olvidarte de todo lo demás. Cuando me podía la angustia de saberte lejos y en peligro, cuando te imaginaba con otras mujeres, cuando te veía olvidándome y a lo mejor no mirándome a la cara si nos volvíamos a tropezar, pensaba en él. Me tocaba el vientre, y lo sentía. Y sabía que tenía una razón para seguir adelante, a pesar de todo. Dios, al prestarme a hacer su voluntad me daba el premio de aquella hermosura que me florecía dentro, y que me ayudaría a superarlo todo, por cuesta arriba que se pusiera.

– Dios… -se le escapó a él, pero se contuvo antes de decir más.

Blanca se interrumpió y le buscó los ojos.

– Claro, tú serás ateo, ahora -dedujo-. Como ese Azaña tuyo dijo en aquel discurso en las Cortes, que España era ahora atea.

– No. Dijo que había dejado de ser católica -aclaró Juan.

– Viene a ser lo mismo.

– No, no es lo mismo. Hasta diría que Azaña cree en Dios, a su modo.

– ¿Y tú? No me has respondido.

– No sé. Lo eché en falta a veces. Pero a lo mejor estaba a otra cosa.

– Bueno, que conste que me parece que puedes ser lo que quieras, ateo o creyente -concedió Blanca, sin la rigidez con que le había afeado sus blasfemias años atrás; al menos en aquello el tiempo la había vuelto más laxa-. Si te digo la verdad, en aquella época, cuando perdí al niño, yo misma estuve a punto de dejar de creer. Me parecía tan injusto, tan inmerecido, me dolía tanto que mi hijo no pudiera vivir, que yo misma no tuviera lo que ese hijo iba a traerme. Pero al final acabé asumiendo que Dios siempre tiene una razón, aunque no seamos capaces de comprenderla, y que todo lo que pasa, pasa por algo. En fin, eso fue lo que pensé entonces, pero también me pregunté por qué había sucedido aquello. Si había que creer a don Arturo, el cura que me confesaba, era por mis pecados, y aquélla era una prueba que se me ponía para mi santificación por el sacrificio. Pero por las noches, cuando estaba sola en esa cama, aunque la compartiera con mi esposo, y soñaba de pronto contigo, me entraban dudas y se me ocurría que quizá todo había salido mal porque no había escuchado el impulso que seguía llamándome a tu lado. Que todo me pasaba por haber mentido ante Dios, casándome con un hombre con quien no quería compartir mi vida.

Escuchándola, Juan se sumergía de pronto en los tormentos interiores de ella, que no había conocido, y que en vano había intentado imaginar mientras pasaba su propio calvario. Le enternecían aquellas zozobras trufadas de misticismo que Blanca evocaba, le confirmaban que era ella, su amada con quien los besos y los excesos de la carne le habían sabido siempre como una especie de sacramento, porque toda ella estaba traspasada de esa fe desaforada y un poco obsesiva.

– Fue entonces cuando pensé en ir a buscarte -le reveló-. Y no me detuvo el escándalo, ni la ira de mi familia, ni siquiera la vergüenza que a ojos de todos pudiera caer sobre mí. Llegué a discutirlo con don Arturo, y cuanto más me hablaba él de todas esas consecuencias, para disuadirme, más me convencía de que lo que tenía que hacer era pedir la nulidad de mi matrimonio. Le preguntaba cómo podía valer si había engañado a todos, y el primero a mi marido, cuando había dicho sí. Mi confesor me insistía, me decía lo difícil que era conseguir la nulidad, me hablaba del defensor del vínculo y de burocracias eclesiásticas, pero nada de eso me arrugaba, hasta que un día dio con el argumento que me desarmó. Tu marido es un buen hombre, me dijo, y besa el suelo por donde pisas. Ya quisieran muchas de mis feligresas tener un hombre así. Y tú quieres echarlo a un lado como un trasto viejo. ¿Te has parado un momento a pensar en él? Eso me preguntó, y yo no me había parado. Esa noche lo hice. Cuando él se durmió, me incorporé en la cama. Al verle allí, tan indefenso, supe que tenía que quedarme a su lado. Que eso era lo que Dios esperaba de mí. Y me dormí, triste, pero por primera vez en mucho tiempo con una sensación de paz.

Juan trataba de asimilar lo que oía. Que mientras él estaba en Marruecos, buscando con ahínco una bala que lo matase, Blanca se debatía en aquella incertidumbre que había resuelto al final un confesor astuto sirviéndose de su tendencia innata a la compasión. Y qué esperaba que dijera él al respecto. Bien, ésa era la historia. Qué más daba ya.

– Quería que lo supieras -añadió Blanca-. Quería que supieras que no me olvidé de ti, que estuve a punto de tirarlo todo por ti.

Ahora sí que no tenía más remedio que opinar algo. -Está bien -repuso, circunspecto-. Te agradezco que me lo cuentes. Pero hiciste lo que hiciste, y eso es lo que hay. Y yo espero de corazón que a la vuelta de los años creas que mereció la pena.

Quizá había parecido desentenderse más de la cuenta de lo que acababa de escuchar. Al oírle, Blanca bajó los ojos.

– No estoy segura de que mereciese la pena, la verdad -dijo.

No estaba preparado para aquella declaración. O sí. Pero no tenía una frase a punto, y sólo con el silencio pudo responderle.

– No te diré -prosiguió ella- que durante todos estos años haya sido desgraciada. Vivo con un buen hombre, que me quiere y hace por contentarme. Tengo una casa bonita y luminosa, me sobra el dinero y hasta puedo darme caprichos. Pero a medida que va pasando el tiempo, siento que me falta algo más que los hijos que ya nunca tendré. Siento que me falta algo aquí dentro. Y ayer, cuando te vi en el pueblo, comprendí como una especie de fogonazo que ese algo que me falta es lo que tú sabías despertar. Y sí, claro que me dije que hace mucho tiempo, que entonces éramos unos chiquillos, que la vida ha rodado y que ahora yo soy una señora y que tú… Pero hay algo que nunca he hecho, y es mentirme a mí misma. Siempre he sabido lo que tenía en el corazón y lo he reconocido, aunque no siempre haya podido hacerle caso. Y en el corazón, en lo más profundo, te sigo llevando, Juan.

No le impresionó oírlo, como habría debido. Algo dentro de él lo sabía y ella no necesitaba desvelarlo. Pero desde hacía muchos años no era ésa la cuestión. Ni en lo más tenebroso de la noche que había atravesado había dudado de que ella le quería y le iba a seguir queriendo. Si hubiera podido dudarlo, todo habría sido mucho más sencillo. Se habría agarrado a esa duda y sin soltarla habría hecho por olvidarse. Iba a decirle eso, o quizá algo más confuso, cuando ella le preguntó:

– Y tú, te casaste, ¿no? Háblame de ella. ¿Tenéis hijos? ¿En qué trabajas, dónde vives exactamente? Sé que lejos, pero nada más.

Blanca había sonado otra vez nerviosa y aturullada. Debía de darle miedo el punto al que había llevado la conversación, y aquella torpe deriva hacia el chismorreo era su forma de protegerse. No había nada que a él pudiera apetecerle menos en aquel instante que responder a semejante batería de interrogaciones, Así que las enfrentó una por una, con la misma meticulosidad y oculta desgana con que tramitaba los impresos y los oficios que llegaban a la mesa de su despacho.

– Vivimos en Santander -dijo-, que es donde ella nació y también donde tengo la plaza. Ingresé en el cuerpo de Aduanas. Trabajo en el puerto, me ocupo de que las mercancías que llegan paguen los aranceles que deben. No es muy emocionante, pero nos da un pasar, no podemos quejarnos de cómo vivimos. Hijos no tenemos, todavía.

– ¿Aduanas? -se interesó ella-. Bueno, qué frío lo dices, algo tendrá. ¿No tratas de vez en cuando con contrabandistas o algo así?

– A veces. Procuras pararlos, aunque para eso están los carabineros. Tratan de sobornarte, eso sí. Incluso te amenazan a veces.

– Lo cuentas como si nada.

– Y es que no es nada. Tienen sobornados a otros. Mi jefe, entre ellos. No tienen que matarme. Sólo esperar a que esté otro de servicio.

– ¿No te da miedo el peligro? -Eso no es peligro. El peligro es otra cosa. A alguno se lo he tenido que decir para que dejara de fastidiarme. Que a quien ha vivido con los tiros pasándole por encima no se le intimida con fanfarronadas.

Se arrepintió de la frase que acababa de pronunciar, como en su día se había arrepentido de soltársela a aquel sinvergüenza. Era exhibir algo que no debía. Pero Blanca tenía la mente en otra parte.

– No me has dicho nada de ella. ¿La quieres? Si trataba de ponerle a prueba, se había equivocado. Juan Faura, después de haber visto tantas indignidades, después de haber cometido algunas, tenía un vivo sentido de lo que no se podía hacer.

– La quiero. Y no voy a decirte más de ella. Se quedó clavada. La sintió desarmada, muerta de vergüenza, perdida de pronto. Pero no iba a apiadarse de ella. Él no era compasivo.