Se había sentado a la orilla de la alberca. Tenía las manos apoyadas en el viejo murete de piedra y no las despegó de ahí, quizá porque no se le ocurrió nada mejor que hacer con ellas. Tampoco sabía Juan qué hacer con las suyas. Optó por dejar caer los brazos a lo largo de los costados, con los puños cerrados sin fuerza, los nudillos al frente.

Ella volvía a estar nerviosa. O lo estaba todavía más, porque esta vez había tenido tiempo para reflexionar, prever, acaso asustarse.

– Sabía que ibas a venir -dijo. No le respondió inmediatamente. Podía haber optado por dejar que a sus labios asomaran sin más las primeras palabras que le pasaran por la cabeza, pero aún creyó que merecía la pena meditarlas. Un síntoma de que no estaba seguro de que aquello fuera del todo inútil.

– No pude convencerme de que le debiera al pobre diablo que fui negarme a hablar contigo -repuso-. Queda demasiado lejos.

Blanca bajó los ojos, y su gesto se entristeció al oírle.

– No para mí -confesó.

Era tal vez el peor comienzo posible. Bien sabía Dios, si andaba en alguna parte, que lo último que había querido era ofenderla. Más bien trataba de preservarse y preservarla, y a la vez ser coherente y respetuoso con los términos en que habían quedado las cosas entre ambos, precisamente porque ella así se lo había exigido en su día.

– Entiéndeme, no he querido…

– Claro que te entiendo, Juan. Y tienes toda la razón. Durante todos estos años recé para que pudieras acabar pensando así. Para que me olvidaras y me consideraras una tontería de juventud que te afectó más de la cuenta. Me alegra por un lado que lo hayas hecho, aunque por otro… En fin, que soy una boba, no hagas caso.

Aunque el discurso había sido atropellado, tenía todo el aspecto de estar preparado con antelación. Lo que le costó adivinar fue con qué objeto. Y entonces se dio cuenta de que no conocía a aquella mujer que tenía delante. Quizá ni siquiera había conocido a la Blanca de doce años atrás, más que superficialmente y con la deformación óptica producida por el cristal fundido de la pasión. La había amado, había estado a punto de romperse la vida por ella (o se la había roto, según se mirase), pero no había llegado a saber quién era. Recordó, por ejemplo, que sólo en una ocasión ella le había hablado de forma algo desabrida. Y mal puede conocerse a aquel cot. no se ha peleado.

– No me has entendido -declaró, cauteloso-. No he dicho que te haya olvidado. No ha habido un solo no pensara en ti.

La afirmación era tan categórica como inconveniente. Pero surtió el efecto que acaso buscaba. A ella se le iluminaron los ojos y las comisuras de sus labios se estiraron hacia arriba. De eso sí se acordaba y podía dar fe, de su coquetería para encajar los cumplidos. Blanca siempre había sido una niña bonita, y se había acostumbrado a que la halagaran, a disfrutarlo y a corresponder a la galantería con donosa actitud.

– Y sin embargo, deberías haberlo hecho. Haberte olvidado.

Por primera vez, desde que se habían visto la tarde anterior, quiso afirmarse ante ella, quizá incluso resultarle interesante.

– Debería, sí. Pero ya tengo edad de haber hecho muchas veces lo que no debía. Y de haber aprendido a pagarlo sin lloriquear.

– Le he estado dando vueltas a lo que hablamos ayer, y es verdad que tienes otro aire -dijo ella, como si pensara en voz alta-. Pero a la vez eres el mismo. No has cambiado nada de aspecto. Sigues tan flaco como entonces. Demasiado flaco, a lo mejor. No como yo, que ya ves…

– Tú estás muy guapa, como siempre. De nuevo fue vulnerable al piropo. No fallaba.

– Pero, por favor, no te quedes ahí de pie -le invitó-. Siéntate a mi lado, y cuéntame qué ha sido de tu vida todos estos años.

Se sentó, ni muy cerca ni muy lejos. Blanca se echó un poco hacia atrás y giró el tronco para poder mirarle menos forzadamente.

– Vamos, cuéntame -insistió ella.

– No hay gran cosa que contar, aparte de lo que ya sabes. Hice lo que me tocaba hacer, lo que hicieron muchos. Ni más ni menos.

– No sé si yo lo describiría así.

– ¿Por qué no?

Blanca titubeó antes de seguir hablando. Le pareció que la intimidaba, y no era su intención, en absoluto. Por relajarla un poco, se aflojó la corbata y se despojó de la chaqueta. La tarde era calurosa.

– Lo pasé muy mal -recordó ella- cuando me enteré de que te habías ido a Marruecos, voluntario. Y encima, en ese sitio. Cada vez que veía en un periódico una noticia sobre ellos, quiero decir, sobre vosotros, y leía esa cosa tan horrible de novios de la muerte , me daba un mareo y me pasaban por la cabeza toda clase de ideas enloquecidas. Incluso llegué a pensar si no debía ir allí y tratar de sacarte, ya que te habías metido en eso por mi culpa. Pero ya no podía, tenía un marido y una…

– No habría servido de nada. Una vez que firmas, tienes que cumplir el compromiso. Y tampoco me fue tan mal, sobreviví. Pasé algún apuro, pero era lo que había, lo que se tuvieron que tragar igual que yo otros muchos que no podían escabullirse. En el fondo no me arrepiento de haber ido. Creo que ahora me avergonzaría haberme podido librar de la guerra por el dinero y por los amigos de mi padre.

– No veo por qué ibas a tener que avergonzarte por aprovechar tu oportunidad, ya que la tenías. Todo el mundo lo hace.

Sostuvo la diáfana mirada de Blanca. Era un noble sentimiento hacia él lo que le llevaba a decir aquello. Y la inconsciencia, consustancial a su educación y a su pertenencia de clase, respecto de lo que había más allá de su mundo privilegiado y protegido, el de los dueños del país. Pero él había vivido fuera de aquel limbo. Y debía hacérselo notar.

– Me avergonzaría porque es injusto, porque reservar la mierda para el que tiene que comérsela por narices es de miserables -le contestó-. Me alegra, aunque sé que fue una tontería lo que hice, no tener que agradecerles ningún favor a quienes representan lo que detesto.

Al rostro de Blanca asomó un sincero espanto.

– ¿No te habrás hecho anarquista?

Juan rió para sus adentros. Quizá estaba forzando el tono, llevándolo a extremos demasiado rudos para la hija del notario. Era curioso. Doce años atrás nunca habría pensado en ella de ese modo. La hija del notario . Doce años atrás, ella era Blanca, la nadadora desnuda, su diosa.

– Durante un tiempo creí que sí -explicó pausadamente-. El anarquismo atrae porque no hace concesiones, porque devuelve golpe por golpe, y eso le tienta a uno de entrada. Pero tuve ocasión de tratar con algunos anarquistas, y me pareció que en el fondo no eran muy diferentes de lo que combatían. Eran como curas, pero sin sotana. Tal vez un poco más pendencieros, aunque eso depende del cura.

– Y entonces, ¿qué eres? ¿Socialista?

Pronunció la palabra como si fuera alguna enfermedad infecciosa.

– No -sonrió él-. No soy nada. Sólo sé que monárquico no soy. Estoy con la República, porque acabó con el rey y eso no podía esperar más. Pero si hay que votar, votaré por Azaña. Es el que tiene más cabeza de todos. Ya he visto demasiadas borriquerías hasta aquí.

– Pues yo sí soy monárquica. Con el rey no había tanto desorden.

– Ya ves -anotó, sombrío-. Así pasa. El tiempo aleja a la gente.

7

El sol declinante revelaba la tenue pelusilla rubia de la mejilla de Blanca y mostraba la primorosa calidad de su vestido, Debía de ser nuevo, la tela se veía impecable. Era sencillo, pero favorecedor: se notaba que lo habían cortado a la medida de su cuerpo, buscando dónde y cómo subrayar aquello que la hacía más atractiva. Seguía siendo presumida, aunque ahora de otra forma. Tenía treinta y un años, calculó Juan, y aunque su cara y su torso eran todavía juveniles, en sus movimientos había ahora una contención, incluso una artificialidad, que no pertenecían a la Blanca que él recordaba. Tampoco de aquella Blanca habría imaginado nunca que pudiera ser algo como monárquica, aunque lo fuera su tradicional familia. La Blanca que él guardaba en la memoria, la que le había trastornado la mente y le había descubierto su cuerpo, era una criatura que volaba a tal altura, que el rey no habría sido digno de abrocharle las sandalias. Era alguien que se sometía sólo al imperio de su belleza y de sus sentidos, que poseía el secreto supremo y podía iluminar y oscurecer el mundo a voluntad.

No quería discutir con ella de política. No le gustaba hacerlo con nadie, porque era consciente de vivir en un país de exaltados en el que el recurso a la razón era mucho más raro que el servicio al propio interés o el desahogo de los odios acumulados, ya fuera por causas más o menos fundadas, o por insignificancias y mezquindades personales que se trataban de ennoblecer convirtiéndolas en soflamas ideológicas. Y él, que había conocido y participado del odio y la irracionalidad hasta el punto en el que un hombre deja de serlo, sentía ahora una especial aversión hacia aquellas actitudes que amenazaban con desbaratar el país del mismo modo que él, dejándose arrastrar por sus irreflexivos ardores juveniles, se había conseguido desbaratar la existencia. Por otra parte, con Blanca deseaba menos aún que con cualquier otra persona enredarse en polémicas sobre la forma de gobierno. Había ido allí a saber quién era ahora, qué quedaba de la que habla sido de aquella a quien él aún amaba. Y era hora de que empezara a averiguarlo.

– Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Cuántos niños tienes? Se lo preguntó sin pensarlo mucho, quizá porque le parecía lo más natural y lo menos espinoso, y porque podía hacerle creer, de paso, aquello que no había sucedido: que se había resignado a quedar fuera de su vida y celebrar todo aquello de lo que él no era parte. Pero la respuesta de ella vino a certificar la torpeza de su aproximación:

– Ninguno. Juan Faura sabía bien hasta qué punto podía ser inoportuno hacerle a una mujer recordar que no había tenido hijos. En su propia casa había una lánguida alma en pena que en otro tiempo había sido una mujer risueña y llena de energía. Pero una vez que el error estaba cometido, la sombra se aposentaba y no se la desalojaba así como así.

– Perdona, no podía imaginar que…

– Claro, es lógico -le disculpó ella-. La última vez que tú y yo hablamos con un poco de detenimiento, yo estaba… Y todo lo que hubo en esa conversación, que seguramente ninguno de los dos habríamos querido tener jamás, vino de eso mismo, del niño que yo estaba esperando. Es normal que te quedaras ahí, y que ahora hagas esa pregunta.