– Perdóname. Ha sido de mal gusto preguntarte eso.

– No. Sería de mal gusto que yo te contestara de otra manera.

Blanca quedó en silencio. Dejó vagar la mirada sobre el agua de la alberca. Metió la mano en ella y la agitó. El sol arrancaba destellos de las ondas que avanzaban sin prisa hacia el centro. Juan se abstrajo en aquellos dedos blancos, en aquel antebrazo con la piel erizada al contacto del agua fría. No tenía más que alargar la mano. Y no mucho.

– Por qué ha tenido que ser todo tan difícil -dijo ella, sin mirarle-. Me muero por que me beses, y ya ves, ni siquiera me atrevo a pedírtelo.

8

La boca de Blanca seguía sabiendo a metales dulces y frutas silvestres, su lengua seguía hurgando con impulsiva codicia, y como entonces, como cuando era la muchacha impredecible e insatisfecha que había descubierto junto a las ruinas del monasterio, gemía agónicamente al besar, y se le restregaba, y con la mano le cogía la nuca y apretaba hacía si como si quisiera aplastarle el cráneo contra el suyo.

No fue un acto de irreflexión, ni por parte de ella ni por parte de él. Podría haberlo sido si todo hubiera acabado allí, sobre la hierba del prado. Pero entonces ella le confió que sus padres no la esperaban hasta el día siguiente. Había inventado una historia para poder pasar la noche con él, si quería. Y él, en lugar de decirle que no, ya que le daba la ocasión de recapacitar y el margen necesario para echarse atrás, se limitó a asentir. Porque sabía que aquello era un error, una maniobra descabellada y a destiempo, pero había renunciado demasiado para negarse a tomarla, a beber por una vez del agua que era suya.

Regresaron al pueblo, los dos embargados a lo largo del camino por la excitación ante lo que les aguardaba, los ojos nublados de deseo y la mente vacía de todo lo que no fuera el otro. Era tan infinitamente placentero rendirse, aflojar, saborear ahora sí y a conciencia el pecado.

Con la fortuna que asiste al delincuente decidido, se las arreglaron para que Blanca se deslizara en el interior de la casa sin que lo advirtiera nadie que después pudiera alimentar murmuraciones. Y sin mediar entre ellos nada más que las miradas y la presión de la mano del uno en la del otro, subieron al dormitorio. La mujer lo observaba todo fascinada, como si hubiera entrado en la cueva de un monstruo o en el templo de una civilización primitiva; en el lugar donde él había llevado una existencia a la que ella no había podido pertenecer. Debía de imaginar que en aquel momento la vieja casa abandonada era para Juan, ante todo, la añoranza de su madre recién desaparecida. Pero nada dijo sobre el particular, porque la urgencia del amante es egoísta y sólo busca su desahogo y porque los dos habían acordado ya dar prioridad absoluta a su sed y no hacía falta fingir ni mostrarse correcto.

Hubo un momento de vacilación al entrar en la habitación y ver la cama. Pero lo resolvió ella enseguida empujándole hacia el lecho y obligándolo a sentarse, mientras una sonrisa maliciosa le asomaba al rostro. Luego, se separó unos pasos y se plantó frente a él.

– Quiero que sientas que no te queda nada de mí por disfrutar -dijo-. Quiero que me hagas todo lo que se te pase por la cabeza.

Comenzó a desabrocharse el vestido. Se cerraba por delante, con una larga fila de botones. Juan pensó entonces que ella lo había elegido pensando en la posibilidad de hacer lo que ahora estaba haciendo. Fue soltando un botón detrás de otro, sin apresurarse, hasta que llegó al último. Entonces se abrió la prenda, encogió un poco los hombros hacia atrás y la dejó caer a sus pies. Llevaba una combinación blanca de finos tirantes. Primero retiró uno, después el otro, y dejó que la tela se sostuviera sólo en sus pechos. Seguían siendo lo bastante firmes como para retenerla. Se llevó las manos a las costillas y fue subiéndolas palmo a palmo hasta el filo del tejido, en el que enredó sus pulgares, mientras el resto de los dedos los apretaba contra su cuerpo. Retiró la combinación como si fuera la membrana de una crisálida, y de debajo saltaron sus pezones de niña, que a Juan siempre le habían parecido tan extraños y tan turbadores en aquellos pechos airosos y rotundos. Blanca le miraba fijamente, disfrutando del ansia que le veía asomar a los ojos, orgullosa de su belleza, que era frágil como un brote de hierba frente a la inexorable reja de arado del tiempo, pero que en aquel segundo de esplendor, ante el hombre que la deseaba, era a la vez tan inmensa e indiscutible como el arco de una órbita planetaria.

Tuvo que ayudarse para que la combinación pasara de las caderas. En ellas, y en el vientre y los muslos amplios, llevaba Blanca escrito que ya no era una muchacha, y es posible que al comprobarlo Juan sintiera desfallecer su ardor, pero sólo porque rompía la ilusión de regresar a aquella época en la que aún no se había malogrado todo, obligándole a recordar lo que ahora los separaba; no, en modo alguno, porque la mujer que se le ofrecía le pareciera menos apetecible. Blanca seguía siendo un sueno, y tenerla tan cerca, saberla otra vez suya, le conmovía al borde de las lágrimas. Hacía mucho tiempo que no lloraba, ni siquiera lo había hecho al enterrar a su madre. Sólo son capaces de llorar los que sienten la belleza del mundo, y únicamente cuando el sentimiento es insoportable, como ocurre en la pérdida, pero también puede suceder en la posesión. Aquella tarde, Juan iba a poseerla y a la vez a comprobar hasta qué punto la había perdido. Y al verla allí, desnuda al fin, tuvo que esforzarse para no derrumbarse a sus pies.

– Todo es tuyo. Lo que quieras. Tienes carta blanca. Pudo ser porque ella eligiera decir aquellas dos palabras últimas, que por fuerza debían traerle feroces recuerdos. Aquella tarde, en la habitación que había cobijado tantas noches sus sueños infantiles, fálló a Blanca con un ímpetu salvaje y terminal. Mordió sus pechos, la abrió con los dedos por delante y por detrás, abrevó en su sexo y le hizo devorar el suyo hasta atragantarla. Desde hacía mucho tiempo no recordaba haber alcanzado una erección tan furiosa como la que vio repetirse una y otra vez sin esfuerzo, permitiéndole ensartarla de todas las formas y por todos los sitios imaginables, sin que ella se saciara nunca de recibir la furia de sus embestidas. La oyó gritar cosas que jamás había imaginado que pudiera siquiera pensar Blanca, pedirle que la jodiera como a una perra, que la rompiera por la mitad, que se lo diera todo, que quería llevárselo dentro y que no tenía que cuidarse de nada, ya sabía que su vientre era yermo y no debía temer ninguna consecuencia. Mientras la acometía por detrás, ella le aferraba los antebrazos, clavándole las uñas hasta rasgarle la piel. Y al tiempo que eyaculaba en las entrañas de Blanca, sentía la sangre que ella le hacía brotar y que bebió después fervorosamente, como quiso beber también su semen, resucitando el badajo exhausto y succionándolo hasta que él sintió un trallazo de fuego en los testículos y la oyó gemir y la vio cerrar los ojos extasiada mientras en su garganta se producía un gorgoteo ansioso.

– Es tan sabrosa que me gustaría morderla -jadeó.

– Muérdela.

– ¿En serio?

– Muérdela. Haz lo que te plazca. Y se la mordió, como le mordió y le lamió el pellejo que continuaba y lo que había dentro, y aún siguió más allá.

Pudo sentir la lengua inquieta entrando y saliendo, mientras una mano le agarraba las partes como si fueran un trozo de tasajo inerte y él se acordaba sin remedio de los castrados que había visto en África. El goce se alternaba con el dolor pero al final todo era una sola cosa, una sacudida eléctrica que atestiguaba la terrible coherencia del universo, donde la carne buscaba a la carne para acariciarla o para desgarrarla y en el fondo, en lo uno como en lo otro, obedecía al mismo impulso ciego e inapelable. Sus manos, que ahora estrechaban el cuerpo de Blanca en el fragor de la contienda amorosa, eran las mismas que habían apretado una y otra vez el gatillo para perforar otros cuerpos, para infligir en ellos el negro agujero de entrada y abrirles el haz de piltrafas que dejaba la bala al salir. Las mismas manos que habían clavado la bayoneta en vientres, en ojos, en la carne amorfa de trincheras embarradas de sangre y orines. Las mismas manos que habían aferrado la pierna de un hombre, y absorbido su calor, y sofocado sus espasmos, mientras otro le rebanaba aquello mismo que ahora Blanca le besaba a él. Detrás de todo debía de haber un Dios, como ella creía. Pero un Dios cuyo amor era un insondable misterio de dulzura y horror mezclados en un mismo cáliz, del que todos tenían que beber, aunque unos más que otros.

Y ellos bebieron aquella noche hasta hartarse; hasta que las fuerzas les faltaron y se desplomaron embotados y sudorosos. Se abrazaron el uno al otro y pronto el sopor de los sentidos saturados se convirtió en un sueño plomizo al que se abandonaron juntos. Él soñó con llanos amarillos, mares grises, cuchillos ensangrentados disparos. Ella, con hombres sin rostro que la esperaban en andenes de estación, sosteniendo ramos de flores rojas que le iban tendiendo, marchitas, hasta que llegaba a uno que le ofrecía un clavel y al cogerlo y meterlo golosa en su boca se convertía en una fruta que se fundía sobre su lengua y le inundaba la garganta. El alba los sorprendió como se habían dormido, enlazados, y Juan, mientras se desperezaba, hizo sentir a sus muslos el frío suave de los flancos de Blanca. Ella abrió los ojos y lo miró como si estuviera viendo el único amanecer entero de su vida, el primero que compartían y que ambos sabían, ya, que sería el último. Entonces reparó en un relámpago blanquecino que surcaba la piel del hombro izquierdo del hombre. Pasó despacio el dedo sobre la cicatriz, palpando su relieve, la trama anómala de la carne nudosa pero agradable.

– Una bala -explicó él, antes de que ella le preguntara-. La única que me tocó, en tres años. Pero fue buena conmigo, sólo me rozó. Al principio ni la sentí. La carne no siente enseguida el fuego de la bala, tarda unos segundos, porque la bala es más rápida que nuestras sensaciones.

El tiro me vino en ángulo, desde el lado derecho, mientras corría. Si hubiera corrido un poco más deprisa, ahora no podría contártelo.

– Virgen santa -dijo ella-. Ahora veo que tenía razones para asustarme cuando pensaba que estabas allí, enfrente de los moros.

– Bueno, era cuestión de suerte. Lo malo es que nunca sabes de antemano de qué va a depender, la suerte, y que a veces uno la tiene de la manera más peregrina. Allí, por ejemplo, era una suerte ser bajo, porque a los altos resultaba más fácil darles, sobre todo si no tenían cuidado de agacharse todo el tiempo para no sobresalir del parapeto.