Se acercó despacio hacia la alberca, dejando que la superficie mullida del prado silenciara el avance de su máquina. Se detuvo a cinco o seis pasos de la chica y echó pie a tierra. Ella aún dormitaba. Durante un par de voluptuosos minutos estuvo allí, junto al agua, sintiendo la presencia femenina, rehén del placer furtivo de verla de reojo, las costillas subiendo y bajando al ritmo de la respiración, sin que ella se percatase. El escote se le había ahuecado un poco y acertó a atisbar el pálido y suave territorio que se extendía entre sus pechos. En algún momento pensó que sí ella despertaba y lo sorprendía espiándola tenía más probabilidades de irritarla que si le hacía notar su presencia.

– Buenas tardes -dijo.

Era el saludo más formal, el que menos le comprometía. Hasta tal punto que, al oírse, no pudo evitar sentirse un poco ridículo.

– ¿Eh, quién eres? La chica hizo la pregunta al tiempo que daba el respingo, antes de haber podido verle. Habríase dicho que la formulaba aún dormida, y que en vez de dirigirse al ser de carne y hueso que la había saludado hablaba para alguno de los fantasmas del sueño. Al fin lo distinguió y se quedó mirándole, sentada sobre el murete de la alberca.

– Me llamo Juan -murmuró él, apurado.

Nunca, ni así viviera mil años, podría olvidarse Juan Faura de aquella mirada. No daba la impresión de estar escudriñando las facciones de un extraño. Le observaba como si acabase de identificar algo que formaba parte precisa de su memoria y su deseo. Por irracional que resultara, eso fue lo que sintió, que ella lo había elegido así, en el primer golpe de vista. En la noche de doce años después, el hombre que ahora reemplazaba a aquel muchacho reconoció que eso era lo que ella había tenido, lo que después no había encontrado ni esperaba encontrar en ninguna otra. Ella no le había sido ajena ni un instante; había sido suya desde siempre, y con ello le había hecho contraer a él la recíproca obligación de ser suyo y no poder ser ya de nadie más.

Hasta ese momento no había sido capaz de creer que existiera una mujer que fuera la única posible. Desde esa tarde, lo mismo en la euforia que en los peores sumideros de la desesperación, no pudo concebir que hubiera otra.

En la superficie, en las palabras audibles y los gestos legibles por cualquiera, aquel primer encuentro, superado el estupor inicial, fue de lo más intrascendente. Les sirvió para presentarse, para enterarse de los aspectos triviales de la vida del otro, como habría sucedido si se hubieran conocido en cualquier verbena u otra ocasión convencional. Supo, entre otros muchos detalles, que ella tenía diecinueve años, que su sueño era estudiar Bellas Artes, y que casi tenía convencido a su padre, que acababa de tomar posesión de la plaza de notario del pueblo, para enviarla a Madrid y matricularla en la facultad. Supo también que la mayor parte de su vida había transcurrido en Benicarló, donde había estado antes destinado su padre, y que la familia de su madre era de allí. Se acostumbró a lo largo de las dos horas de charla a su acento septentrional, propio de la tierra ya casi limítrofe con Cataluña de la que procedía, y a los modales que la delataban como una chica moderna; demasiado para el entorno en el que vivía ahora, y de cuya angostura también la oyó entonces quejarse por primera vez. Se le manifestó como una muchacha alegre, parlanchina y confiada, aunque también le dejó intuir que en esa actitud había algo de representación. Cuando él hablaba, casi siempre respondiendo a lo que ella daba en indagar acerca de su vida, le escuchaba con aire concentrado y hasta llegaba a arrugar la frente. Hubo un momento, cuando él se atrevió a preguntarle si le gustaba aquel lugar y desde cuándo iba por allí, en el que una tenue melancolía pareció embargarla. La subrayó con su respuesta:

– A veces me siento sola. Y entonces me gusta estar sola. Ya sé que a la mayoría de la gente suele pasarle al revés, que cuando por cualquier razón se siente sola busca a otra gente, pero yo soy un poco rara.

Hizo aquella declaración tan deliciosamente ingenua, yo soy un poco rara, en tono de estarle advirtiendo algo, Una advertencia que en todo caso estaba condenada a ser desoída, y que al cabo de los años Juan no podía sino juzgar superflua y presuntuosa. No era rara. Al revés: era demasiado común, demasiado natural, demasiado juiciosa y considerada, y eso era lo que le iba a hacer atroz enamorarse de ella.

Lo único raro fue que cuando se separaron aquella tarde, en lugar de dejar al azar un próximo encuentro, desenlace al que él ya se resignaba, ella diera en emplazarle en el mismo sitio al día siguiente, inaugurando una costumbre que habría de convertirse en pauta de su relación: siempre pondría ella el día y la hora (incluso había vuelto a hacerlo, doce años después, cuando nada cabía recobrar entre ambos). Pero vista desde la perspectiva de ella, que ya lo había escogido y se había propuesto seducirle, la maniobra resultaba del todo lógica.

Volvieron a encontrarse al día siguiente, y también al otro. Blanca no se dio prisa, más bien se entretuvo a gozar de la sensación de estarlo engatusando, de tener cada vez más en su mano la fruta que se había propuesto morder. Debió de ser a la semana de verse aproximadamente cuando hizo el movimiento decisivo: cuando le puso la prueba que debía superar (pero ella sabía que iba a superarla) para que todo se desencadenara y llegase adonde la muchacha estaba deseando. Fue entonces cuando le contó que tenía novio formal, el hijo de un amigo de su padre al que conocía desde niña, y que las dos familias ya daban por hecho que algún día, no demasiado lejano, emparentarían con su matrimonio. Le dejó encajarlo y rumiarlo, y aún tuvo la sangre fría de esperar a que fuera él quien le preguntara si ella tenía intención de casarse con aquel hombre. Y entonces no le dijo que hubiera desistido de hacerlo, ni siquiera que se lo estuviera cuestionando, aunque de hecho, como después le confiaría, así fuera. Le respondió, enigmática:

– Primero tengo que hacer mi carrera. Luego, ya se verá.

Debió de ser para ella emocionante arriesgarlo todo con aquella jugada, tenerlo enfrente, rendido como un colegial, y de improviso desorientado y sin saber cómo reaccionar ante la espantosa revelación. Pero aún forzó más la mano. Poniéndose en pie de repente, se excusó:

– Perdona. Necesito hacer pipí.

La vio desaparecer tras unos matorrales estupefacto. La tierra le faltaba bajo los pies, su cerebro aún trataba de ordenar y darle un sentido a aquello, no a lo que acababa de descubrir, sino a todo, a aquella semana que le había parecido mientras la vivía un sueño y que ahora dudaba si no habría sido más que una perversa mascarada.

Qué pensó ella durante el tiempo que pasó en los matorrales, si llegó a temer o no que él aprovechara para subirse a la bicicleta y escapar, era algo que no le había preguntado entonces y sobre lo que sólo podía hacer conjeturas ahora. El caso es que cuando reapareció estaba completamente desnuda, y que permitió, caminando tan despacio como hizo falta, que él la viera bien y quedara atónito ante aquel espectáculo: el de sus pechos y su vientre y sus muslos de piel translúcida que tantas veces había soñado y que ahora le desafiaban, impúdicos y orgullosos. Así, sin dejar de mirarle, sin que parecieran tampoco dejar de mirarle sus pezones brevísimos, llegó hasta la alberca y se echó al agua.

Esa tarde, Juan la besó por primera vez y tomó de sus labios el sabor, entre afrutado y metálico, que tanto habría de torturarle después, cuando le faltara. No era la primera vez que besaba a una mujer, pero nadie le había besado antes de aquel modo. Con tanta ansia, con tanta hambre, con aquellos gemidos desesperados que brotaban de la garganta de Blanca mientras le buscaba la lengua y le aspiraba como una ventosa. En todo momento, mientras la besaba, mientras la estrechaba entre sus brazos y acariciaba su piel (sintiendo, como nunca había sentido con nadie, que todo aquello era suyo y le esperaba desde el principio de los tiempos), pesaba en su ánimo la idea de que estaba comprometida con otro, y sonaban en su cabeza las palabras de ella, que no descartaban que alguna vez ese compromiso pudiera hacerse efectivo. Se preguntaba por qué se lo había contado, justo antes de entregársele. Luego, lo interpretaría de muchas formas. La posibilidad más piadosa era deducir que porque le quería no había sido capaz de ocultárselo. Una lectura más malévola le sugería que Blanca había deslizado su secreto como un morboso refinamiento para sazonar lo que iba a seguir. Años después, el hombre que lo recordaba todo calculaba que el propósito de Blanca aquella tarde, si es que podía fijarse verdad alguna sobre las intenciones humanas, se situaba en algún punto intermedio entre los dos extremos, sin dejar de reunir algo de ambos.

Ni esa tarde, ni las muchas que siguieron, volvieron a hablar del prometido de Blanca. Ni siquiera llegó a saber nunca su nombre, porque no se lo preguntó y a é1 dio por decírselo. De forma vaga, nunca demasiado explícita, quedó establecido que la relación entre Blanca hombre era fría y rutinaria, al menos por parte de ella. Se trataba de algo que le había venido dado de fuera, nada más. Pero había perdido toda la fuerza y todo el ardor que, en cambio, estallaban como el latigazo de un relámpago al menor roce entre ellos dos, en las tardes febriles de aquel verano de inagotable lujuria.

Con ella, Juan descubrió que el goce sexual algo más que el encontronazo urgente y ramplón que había conocido con alguna de las muchachas del pueblo. Comparar la sed casi mística de Blanca, por ejemplo, con el desembarazo utilitario de Nuria, la moza liberal que les había hecho las primeras pajas a él y a su primo Adolfo, era como confrontar el aroma del azahar con el olor de una lata de petróleo. Tratar de hallar en la manera en que ella le ofrecía aquellos pechos de porcelana algo que tuviera que ver con cómo se sacaba Nuria las tetas y aplastaba la cara de su galán contra el pezón áspero, era empeño igualmente infructuoso. Por no hablar de cómo se inclinaba Blanca sobre su miembro alzado, cómo lo agasajaba y lengüeteaba sin prisa, haciendo leve presa con los labios mientras en sus ojos flotaba el arrobo de una novicia que estuviera recibiendo la sagrada comunión.

La imagen sacrílega le hizo regresar a su realidad presente. Era ya noche cerrada. Tendría que volver a tientas, pero tampoco importaba mucho. A tientas vivía desde que había perdido el favor de Dios.

4

La noche era tibia y sosegada y no soplaba ni la más mínima brisa. Después de tanto tiempo viviendo en el norte, hecho ya al ímpetu de los vientos del Cantábrico, sentirse reintegrado a la suavidad cálida y pegajosa de la atmósfera levantina era una incitación suplementaria a la nostalgia. La memoria de un hombre siempre tiene su hogar, incluso la de los hombres que acaban viviendo en ninguna parte, y aquella tierra era el suyo. Caminando por ella reparaba en lo lejos que había estado en los últimos años, y en el empeño con que había sostenido esa distancia. Hay hábitos que uno adquiere en situaciones de necesidad, y que después prorroga más allá de lo que era indispensable. Por un momento, dudó si el blindaje que había construido contra su pasado y sus orígenes no sería despilfarro, un alarde histérico y gratuito. A lo mejor lo que tenía que hacer no era buscar un comprador para la Casa de Alzira, sino un maestro albañil que se la restaurase Y alguna mujer del pueblo que se ocupara de mantenerla en condiciones durante su ausencia. A lo mejor podía traerse allí a Matilde los veranos, y probar a ver si la luz mediterránea la sacaba de su abatimiento y a él le enseñaba el camino para darle una pizca de felicidad. Le tenía verdadero afecto a Matilde, no había una sola cosa que pudiera recriminarle.