Por eso, más que ningún otro, merece el nombre de Narrador, y cuando damos vuelta a la última página y su voz se extingue, comprendemos con un estremecimiento el prodigio de aquella ruindad suya que tanto nos repelía al principio. El Narrador veleidoso, débil y casi exasperante, es a la vez el pintor y el cuadro; no estamos contemplando la fotografía que le han hecho a hurtadillas, sino el retrato que él, mirándose de frente con los ojos desorbitados, ha trazado sin clemencia de sí mismo. Quien llega a esa última página apocalíptica sabe que el libro no es la memoria ensimismada y rencorosa de un inadaptado. Es todo lo contrario: un ingente sacrificio.

Para el sacrificio nació también, por razones diferentes, el infructuoso raciocinador K., que es procesado bajo el nombre de Josef o llamado a un inaccesible castillo como agrimensor. Antes de que consiga comprender el proceso que se le instruye morirá de una cuchillada; antes de que consiga entrar en el castillo se desplomará extenuado sobre la nieve. Y él lo sabe y quienes seguimos sus pasos también lo sabemos. Sin embargo, él sigue y nosotros le secundamos, entre el estupor y las caricias de seres extravagantes que nunca le entienden y a quienes él percibe que nunca podrá llevar hasta el lugar al que se dirige. No se sabe que admirar más en este hombre: si la firmeza con que cree en su inocencia y en la iniquidad de las persecuciones que padece, o la docilidad y aun la convicción con que acaba aceptando los castigos que le están destinados, cuando dilucida que la única transacción que cabe ajustar con el verdugo es la dulzura con que se producirá el golpe de gracia.

Pero siempre es una deformación óptica inadmisible juzgar las historias por su punto final. En su estricto punto final, todas las historias son una sola historia, obvia, forzosa, inútil. No es recomendable la ceguera y la ceguera consiste tanto en no mirar como en mirar sólo el fondo del vaso. De hecho, las muertes de K. las conocemos sólo aproximadamente, porque el escritor no pudo o no quiso terminar las novelas en que suceden y se abstuvo de recorrer el último trecho, el que llevaba hasta ellas. De K., por tanto, son otras las cosas que deberán retenerse. Habrá que escoger, por ejemplo, su confianza en la razón y en los otros hombres, que le mueve a sostener, en las circunstancias más adversas, negociaciones y parlamentos incansables, incluso con quienes podemos advertir que no están dispuestos a hacer nada para favorecerle. Habrá que reconocer, también, su curiosidad heroica, como la del niño que se vuelca encima la olla llena de sopa hirviendo o la del gato que se desliza dentro de la lavadora. A menudo K. avanza sin titubear hacia aquello de lo que debería huir, y le tiende la mano y le pide, o le pregunta qué hacer.

K. no es un sujeto al que podamos terminar de admirar. Es meticuloso y tiene una inteligencia escrupulosa, pero no parece muy listo. Diríase que le anima una insólita fuerza interior, pero se permite negligencias y errores irreparables en los momentos más inoportunos. Podemos atribuirle un cierto sentido de la rectitud, pero en ocasiones es arbitrario y hasta despótico, lo que nunca puede llegar a alabarse, aunque no siempre le falten razones para perder los estribos. Incluso cabe recordar algunas pobres personas de las que se aprovecha desconsideradamente, sin que pase en ningún instante por su cabeza, o sólo de forma muy fugaz, la idea de ofrecerles una reparación adecuada. En general tiene un plan y una intención, que tiende a mantener más o menos constantes, pero fracasa sin paliativos a la hora de ejecutarlos. No podemos terminar de admirarle, en suma, porque es demasiado como nosotros mismos.

Habrá que decir, por si no consta, que K. es el infortunado campeón del hombre de nuestro siglo; mutatis mutandis, como Don Quijote es en su siglo el campeón desdichado de las bellas ilusiones de los siglos pasados. Todo hombre es derrotado en mayor o menor medida por su época, pero nuestro tiempo, y eso es lo que enseña el ejemplo de K., parece haber sido ingeniado especialmente para derrotarnos. Las máquinas que hemos ido afinando durante milenios nos han sitiado y ya no podemos escapar, como se escapaba (mal que bien) de la Inquisición, la Revolución Francesa o el telégrafo, por citar alguno de los rudimentarios ensayos que precedieron a los artificios invencibles que ahora nos gobiernan. K. sufre el descalabro y tiene la dignidad de reconocerlo, aun arriesgándose a ser archivado como prototipo de ave de mal agüero en el saco inmenso de los libros y los héroes olvidados. Y he aquí que sus congéneres no sólo no le archivan ni le olvidan, sino que sus peripecias son exhumadas de los papeles póstumos en que se alojaban por un amigo infiel con aspiraciones pseudoevangélicas, y en diez años se traduce a todas las lenguas y en cuarenta es conocido en todo el mundo. ¿Cómo se explica que un destructor, un apestado, alcance semejante popularidad en nuestro brillante mundo de esperanzas amañadas?

La verdad es un fuego que funde cualquier hielo y K. atina a ser un apóstol de la verdad. Pero en eso no se diferencia de muchos apóstoles que nos fastidian. Lo que cierra el círculo, lo que le concede su discreto encanto y su éxito (y él lo sabe, aunque finge no saberlo), es que por encima de todo K. es un seductor. Seduce sin provocar ningún estruendo, porque no gusta de la pirotecnia ni del alarde: es un seductor de la modestia. Aunque a los propios interesados les cueste notarlo, nadie quiere a los gritones, a los persuadidos de su propio mérito. Todo el mundo tiene el olfato suficiente para calarles, para saber que su aparato es una cortina de humo contra su propia poquedad. Por el contrario, todo nos inclina hacia los seres como K., que se resignan a no ser nadie para ganar el mundo, en la frágil e insegura manera en que el mundo puede ser ganado: No hay más remedio que aceptarlo todo con paciencia y sin miedo. El hombre está condenado a la vida y no a la muerte.

Si ha de haber un protagonista, en resumen, que sea como cualquiera de estos tres protagonistas: humilde como K., desnudo como el Narrador, cabal como Marlowe. Que no trate de apabullarnos con sus gestas, ni con exhibiciones inservibles. Que trate de ayudarnos a vivir y también a disfrutar de que los demás vivan.