Marcel Proust tuvo toda la vida para caminar por París, y resfriarse con sus lluvias, y agravarse el asma con sus primaveras. París fue las mañanas de su infancia en los Campos Elíseos, las tardes de su juventud como merodeador en el Faubourg Saint Germain, las noches de su madurez en las calles que se mantenían a oscuras para dificultar el bombardeo de los zepelines. Dicen que París es la ciudad de la luz y es notable que Marcel fuera un insigne fotófobo, que acabó enclaustrado en habitaciones protegidas por gruesos cortinajes y forradas de corcho para evitar los ruidos exteriores. Marcel quiso impedir que le llegara nada de París, mientras se consagraba a eternizarlo hasta en sus más irrisorias menudencias en las páginas de aquel ingobernable libro. No necesitaba oírlo ni verlo, porque París, la ciudad de su ilusión y su dolor, brotaba interminable de lo más profundo de su ser.

Franz Kafka siempre quiso marcharse de Praga, donde residió hasta pasados los cuarenta años. Vivió siempre en los aledaños de la Plaza de la Ciudad Vieja, durante algún tiempo en la casa que hacía esquina, precisamente, con la calle de París. Hay una fotografía en la que se le ve ante ese edificio, sonriente, con sombrero y abrigo. Franz Kafka, siempre envuelto en ese abrigo, recorría las calles de la Ciudad Vieja, o cruzaba el puente hacia el castillo, o bajaba por la orilla del Moldava. Cuando abandonó su trabajo, jubilado prematuramente, se dejó olvidado en su armario el abrigo de emergencia, el que tenía siempre en la oficina por si se ponía a llover de repente. Nadie le vio nunca usar paraguas, sólo ese abrigo. Era un abrigo gris, como el cielo de Praga en invierno. Franz Kafka era un enfermo y el frío era letal para él. En Praga hace mucho frío, incluso en primavera. Y aun así el escritor, con la escasa defensa de su abrigo, iba y venía por aquellas calles, en aquella ciudad donde había nacido y en la que a la vez se sentía extranjero, porque era judío y hablaba alemán. A veces las odiaba, las calles y la misma Praga. Pero cuando se sentaba ante las cuartillas y se ponía a construir el reino de su imaginación, Praga se iba derramando de su pluma como el símbolo imperecedero de ese lugar que nos acoge y nunca poseeremos en realidad. Porque la ciudad nos ve nacer y luego, día a día, nos ve morir, indiferente.

Para mí la ciudad es otra, donde el invierno es más breve y el sol menos perezoso. Pero a fuerza de haber conocido el lirismo con que Chandler salda su deuda con la ciudad americana (Chicago, Los Ángeles, qué importa), la meticulosidad con que Proust reproduce París o la mansedumbre fascinada con que Kafka acata Praga, también ellas componen la ciudad de mi novela. La componían antes de conocerlas, gracias a su huella escrita, y ahora lo hacen gracias a algunos de mis propios recuerdos. Chicago es, por ejemplo, una tarde tibia y brumosa de agosto, mientras veo a la gente nadar en las aguas grises del lago. París es un mediodía tormentoso de junio, mientras saboreo un bocadillo en la Plaza de los Vosgos frente a un grupo de parisinas pálidas, como las que pudieron inspirar a Proust el pasaje de Albertina desaparecida: “…esas semidiosas que, conversando no lejos de nosotros con sus compañeras, nos despiertan el ansia de penetrar en su existencia mitológica…” Y Praga será siempre el parque Chotkov, mientras camino sin prisa por sus praderas desiertas que se alzan casi clandestinamente sobre la ciudad.

Estoy seguro de que voy a describir algún día (o todos los días) esas ciudades (la ciudad) en mi novela. Todos lo hacemos. Todos somos leales a la ciudad, hasta el final. Lo fue Raymond muriendo en una mansión de California. Lo fue Marcel apagándose en su gruta deletérea del Boulevard Haussmann. Y lo fue Franz, despidiéndose en un pueblecito llamado Kierling, cerca de Viena, frente a un sol dulce bajo el que quizá zumbaban las avispas (zumbaban, al menos, cuando yo estuve allí). De los hombres que fueron no queda nada. No he visto la tumba de Chandler, pero sí la de Proust en el cementerio de Père Lachaise y la de Kafka en el de Straschnitz. Sólo son una lápida y un monolito que fotografían algunos turistas, no demasiados. Pero la ciudad que habitaron y recrearon pervive. Muchos hemos caminado y caminamos por ella.

SI HA DE HABER UN PROTAGONISTA

Si ha de haber un protagonista (y es posible que esto sea requisito para hacer la novela comprensible, lo que nunca debe avergonzar a quien la escribe y puede exigir el que la lee), pido que no sea uno de esos imbéciles que no miran, o uno de esos fatuos que sólo quieren ser mirados, o uno de esos miserables baratos a quienes es imposible ver si se les mira de perfil. Que no sea un héroe, ni tampoco un antihéroe, que no aleccione ni corrompa, que no se haga admirar ni aborrecer. Que no pida ser seguido cuando no va a ninguna parte, que no persiga él ninfas o vírgenes, ni sean ellas las que le busquen, movidas por la piedad, la sumisión o el horror. Si ha de haber un protagonista, que no estorbe la novela, que la sirva con decoro y ayude a construirla y no a convertirla en bostezo o en chiste. Si ha de haber un protagonista, que sea una mezcla de Philip Marlowe, el Narrador innominado y el indefenso K.

Con Philip Marlowe uno se iría tranquilo al fin del mundo, y cuando escribo fin del mundo, me refiero a la idea tradicional: alguno de esos lugares desamparados donde debe economizarse fraternalmente la comida o el combustible, y donde todavía pueden experimentarse desfallecimientos y percances rigurosamente fatales. El hombre occidental llega a creer, en su embotamiento intelectivo mayoritario, que esos lugares han dejado de existir. Un porcentaje pequeño, con singular lucidez, alcanza a imaginar que debe quedar aún algún fin del mundo, en alguna región lejana, y a esa intuición se superponen imágenes tópicas de la tundra o de la Tierra de Fuego. Pero el fin del mundo sigue existiendo y lo tenemos cerca, y en el fondo lo sabemos, aunque nos cuesta tanto mirarlo. Está en una calle de nuestra propia ciudad, donde alguien se juega la vida para poder comer o para impedir que la lluvia le caiga encima, o donde hay un hospital en el que agoniza sin promesas un anciano moribundo. A veces nuestro camino se tuerce incómodamente y aparecemos ahí, en la calle o en el hospital, y tenemos que enfrentar la mirada del desahuciado. Entonces nos apartamos, con un escalofrío, y nos damos prisa en cambiar sus ojos por alguno de los ojos gozosos y jóvenes que se nos despachan en alguno de los colmados de optimismo mercenario que proliferan a nuestro alrededor. En ellos olvidamos el único conocimiento que nos restituye nuestra condición en su radical integridad: al final, nosotros mismos seremos ese desahuciado, y nuestros ojos serán los rehuidos. Es en ese trance, por ejemplo, donde me gustaría contar con Philip Marlowe, porque Marlowe tendría el pundonor de seguir mirando, como tiene el de seguir recordando a su viejo amigo Terry Lennox al final de El largo adiós, justamente cuando está delante del canalla bronceado en que su viejo amigo Terry Lennox se ha convertido y en el que él se niega a reconocerle.

Philip Marlowe es un gran tipo y un gran protagonista, además, porque asistimos a todas sus vicisitudes interiores, lo mismo cuando sirven para enaltecerle que cuando contribuyen a rebajarle. Y le perdonamos que muchas mujeres (demasiadas) se enamoren de él, porque sus escarceos con ellas son en realidad torpes juegos de adolescencia impenitente, y porque la remota Eileen Wade, la única mujer que le fascina de veras, le deja atrás con insultante naturalidad. Pero lo que sobre todo nos ayuda a aceptarle, aun en su reprensible condición de entrometido a sueldo, es que sus pesquisas no tienen como finalidad primordial defender los intereses de quien le paga, ni siquiera el logro de la justicia, esa ficción dudosa a la que se consagran tantos burdos detectives. Philip Marlowe sólo pretende permanecer fiel a sus principios, a su personal y sentida ars boni et aequi. Por eso no duda en conspirar contra la policía, ni en destruir pruebas, ni en maniobrar al margen de los intereses de su cliente. Todos los hipócritas se espantan ante un hombre de principios, y por eso Marlowe acaba alguna vez en el calabozo, o le apalean, o se le retira el encargo. Nadie encaja con absoluta imperturbabilidad ese tipo de contrariedades, pero él nunca se amarga por eso. Siempre tiene a su alcance una reparación: sentarse ante el tablero para reconstruir una vieja partida de Capablanca, o enfrentarse al espejo bajo la luz débil de su cuarto de baño, y en ese silencio y esa soledad acertar a convencerse de que sus principios, aunque se haya dejado algún jirón por el camino (quién no), siguen aún en pie.

El caso del anónimo Narrador de la Recherche, el presunto y discutido alter ego de Proust, es en mucho diferente. Con él nadie iría ni a la vuelta de la esquina. En un naufragio sería el histérico por el que se ahoga el que ha saltado del bote para rescatarle, en una caravana en el desierto el que se bebe toda el agua, en una epidemia el que distrae para sí el escaso medicamento salvador. Desde el principio aprendemos que es un egocéntrico imposible, empeñado en absorber la existencia de su madre, sus amigos, las muchachas en flor que demasiado bien sospechamos que en el fondo no le preocupan gran cosa, salvo que decidan tomar la sensata resolución de poner la máxima cantidad de tierra de por medio. Sus inquietudes artísticas, sus urgencias sociales, incluso su misma ansia de saber resultan malsanos. A la postre, todo parece parte de la misma intriga febril, sin otro propósito que llevar a cabo una especie de pillaje sobre la vitalidad que percibe a su alrededor y de la que él, en su postración física y moral, involuntaria o buscada de propósito, carece. Todo esto no sería demasiado grave, con todo, si hubiera algo de equidad en su proceder. Pero al amor honrado que sólo unos pocos despistados o santos le profesan, corresponde con una actitud idiota de doncella antojadiza, y a la frialdad que los demás le dispensan opone un despecho risible, que no repara en gastos, hasta llegar a la más completa ignominia.

Y sin embargo, de esa alma despreciable, cuya mezquindad sólo es menos formidable que la desnudez con la que se nos muestra, nace como del estiércol la limpia flor de una sensibilidad de cristal y acero, minuciosa y vasta, valerosa y prudente, cálida y punzante. El que carece del mínimo sentido imprescindible para gobernarse a sí mismo, extrae de las pequeñas sensaciones furtivas de la vida una sabiduría que nos ilumina a todos, y la formula con sublime candor: La muerte de uno mismo no es imposible ni extraordinaria; se consuma sin que nos enteremos, si es preciso contra nuestra voluntad, cada día. Pero no es ésta su cualidad más extraordinaria. Si algo me mueve a quererle, es su suprema paradoja: egoísta y avaro por naturaleza, es él quien nos da, para pasmo general, la lección máxima de la mirada. Nadie hasta entonces había mirado como él, tanto y a tantos, en tantas direcciones, a tanta profundidad. Es como si en la mirada, practicada hasta el heroísmo, hasta el agotamiento y la muerte, estuviera la redención de sus faltas, la cruz infinita en la que ha de hacerse clavar los pies y las manos. Allí queda, a merced de todos los lanzazos del mundo que de otra forma no habría podido conquistar. Esa cruz, en fin, es el libro; porque no mira sólo, sino que mira y lo cuenta. Tan por encima de todo narra que deja de vivir y sólo narra interminablemente, lo que otros vivieron y lo que él mismo no ha vivido. Y de ese no suceder hace una historia increíble, que creíblemente puede ser nuestra propia historia, porque en la vida de casi nadie sucede al final mucho, si se examina sin pasión.