A mi juicio, el máximo interés de Kafka, dando por establecida la finalidad estrictamente literaria de su obra, reside en la prodigiosa fidelidad y la rara exhaustividad con que en sus alegorías se disecciona el espíritu del siglo. Como algún otro escritor centroeuropeo (pienso en Robert Musil y en su novela El hombre sin atributos), el autor checo se aproxima a la esencia del hombre contemporáneo y la muestra en su más pasmosa integridad, sin hurtar todo el absurdo y toda la miseria de la civilización que ha conseguido casi al mismo tiempo, por poner algunos ejemplos, la penicilina y la bomba atómica, la declaración universal de los derechos del hombre y las más sistemáticas persecuciones raciales que la historia recuerda. Kafka viola con su bisturí afilado la superficie a veces altiva y desdeñosa de la modernidad satisfecha, desvelando que debajo de esa película se oculta la ruindad de siglos, la desidia, la insuficiencia, la crueldad. Quizá por eso su lectura no es cómoda, y muchos la rehúyen por encontrarla excesivamente truculenta, juicio a todas luces injusto, porque debe dejarse dicho con toda contundencia que Kafka jamás recurre al exceso. Nada más ajeno a esta obra que cargar las tintas, e incluso cuando mira de frente el horror se produce con una contención difícil de igualar.

Jorge Semprún, que ha conocido el horror del siglo y ha vivido para contarlo, dedica en su memoria de aquella indignidad suprema, La escritura o la vida, algunas páginas no casuales a Kafka. En ellas se contienen palabras inspiradas y hermosas sobre el realismo esencial de Kafka, sobre su privilegiada, casi visionaria comprensión de la sociedad que le rodeaba y sobre la sobriedad con que dio en expresarla: “La escritura de Kafka, por las sendas de lo imaginario menos enfático que pueda darse, más impenetrable a fuerza de transparencia, remite sin cesar al terreno de la realidad social, descubriéndola, desvelándola con una serenidad implacable”. Señala Semprún una notable coincidencia cronológica: Kafka nació el mismo año que murió Karl Marx, y murió el mismo año que Lenin. Pese a esta conexión casi fatídica con dos figuras cruciales de su época, es cierto que en sus diarios, en los que dejó comentarios relativos a los aspectos más insignificantes de su existencia, no hay referencias a las convulsiones de su tiempo (todo lo más, sabemos que simpatizaba vagamente con el socialismo, y que le maravillaba la docilidad con que los obreros accidentados acudían al Instituto en que trabajaba: “En lugar de quemar el edificio, vienen pidiendo por favor”, observaba). Sin embargo, anota Semprún “todos sus textos remiten a la espesura, a la opacidad, a la incertidumbre, a la crueldad del siglo, que iluminan de forma decisiva”.

Los personajes de Kafka, seres fantásticos en mundos fantásticos, sienten con una hondura que ahuyentaría a la mayoría de las personas de carne y hueso. Es lo más hondo de nuestra humanidad la que padece con esos personajes, en medio de un absurdo que no podemos despachar tranquilamente como si fuera algo ajeno. Las fantasías de Kafka establecen con la realidad una relación más estrecha que la que se establece entre esa misma realidad y las tenues apariencias asumidas con que traficamos cotidianamente, que a menudo no son más que el destilado inútil de un rebaño de subjetividades adormecidas o una imitación inconsciente de impresiones caducadas. “La vida es tan inconmensurablemente grande y profunda”, le dijo un día a Janouch, “como el abismo de estrellas que hay encima de nosotros. Sólo podemos mirarla a través de la pequeña mirilla de nuestra existencia, aunque con ella sentimos más de lo que vemos. Por eso es esencial mantenerla siempre bien limpia”. Y a la postre, esta vocación casi heroica de verdad, que no rehúye bajar al abismo de las peores pesadillas, viene asentada en un carácter compasivo (en el más alto sentido de la palabra, que excluye cualquier condescendencia). Ese carácter no sólo no admite cerrar los ojos a lo intolerable que apenas disimulado sucede alrededor, sino que tampoco puede evitar empaparse del sufrimiento que lo intolerable produce. “Lo único definitivo es el dolor”, proclamó Kafka ante Janouch el día que se conocieron, cuando apenas habían cambiado cuatro palabras. Por eso la mirada desciende al nivel del sufriente, con la convicción casi bíblica de que allí donde un hombre sufre, es el hijo del hombre, o lo que es lo mismo, cada hombre, quien sufre. Kafka representa, acaso como nadie, la ecuación del arte que dejó enunciada Vladimir Nabokov, al que ya tantas veces he debido citar: el arte es belleza más compasión. Quizá por eso el autor ruso-americano sostenía que Kafka era el más grande escritor alemán de su tiempo, y que a su lado Mann o Rilke eran enanos o santos de escayola.

La ventaja de Kafka es, como la de todos los grandes escritores, su percepción de la realidad. Su realismo integral, salvando las diferencias, se emparenta con el realismo de la novela de misterio representada por Chandler o con el realismo de las sutiles ficciones de Proust. Todos ellos confluyen en una sencilla afirmación: en el siglo XX, que aún sigue, y posiblemente siga vigente en literatura hasta más allá del año 2000 (como el XIX duró hasta después de 1900), el realismo ya no consiste en mirar la parte visible de la realidad y contarla como siempre se ha contado. El realismo es mirar toda la realidad, con preferencia la más tenazmente eludida u oculta, y la manera en que se cuente esa realidad ha de ser por fuerza misteriosa e insólita. En la medida en que no lo sea, el escritor estará copiando simplemente una estampa grosera, tan vieja como inservible. Por eso Kafka advierte también contra los peligros de la bibliomanía, de los que atienden más a los libros que al mundo que les rodea: “Un libro no puede sustituir al mundo. Es imposible. En la vida todo tiene un sentido y una finalidad que ninguna otra cosa puede cubrir plenamente. Por ejemplo, no se pueden vivir experiencias a través de un doble. Lo mismo sucede con el mundo y los libros. Los libros intentan encerrar la vida como se encierra a los pájaros cantores en una jaula. Pero eso no sale bien. ¡Al contrario! Partiendo de las abstracciones contenidas en los libros el hombre no hace sino construirse a sí mismo la jaula de un sistema”.

Podría hablarse mucho más del realismo de Kafka, o de la compasión, por utilizar la terminología de Nabokov. Pero la obra de Kafka es, además, un soberbio edificio estético, tan limpio y nítido como pocos, aunque su médula la constituyan un puñado de novelas inacabadas. Es hora de ocuparse un momento de la otra parte de la ecuación definida por el autor de Lolita, o lo que es lo mismo, de la belleza. Kafka aporta al arte de la novela, del que en definitiva se ocupan bien que desordenadamente estas páginas, hallazgos de inmenso valor. Expondré sólo algunos, los que a mi entender resultan más indiscutibles:

– El perfecto equilibrio entre forma y contenido: Como ya ha quedado apuntado, el tono de Kafka es en todo momento preciso y se mantiene férreamente, aunque se refiera a lo más terrible (y de ahí viene la eficacia de sus descripciones) o a lo más ridículo (y de ahí viene su soterrado humorismo). Utiliza a menudo términos extraídos del derecho y de la ciencia, no contaminados de la ambigüedad que el vago sentimentalismo a veces introduce en el lenguaje, y con esas palabras describe los sentimientos más extremados. Curiosamente, es este tono el que permite vivir y respirar en medio del aire de pesadilla. Por seguir una vez más a Nabokov: “La nitidez de su estilo subraya la riqueza tenebrosa de su fantasía. Contraste y unidad, estilo y sustancia, trama y forma, han alcanzado una cohesión perfecta”. Además utiliza un lenguaje llano, comprensible para todo el mundo, e incluso los que no somos especialmente duchos en la lengua germana, como ya descubriera Borges, podemos aventurarnos por sus páginas. Si se tiene en cuenta la riqueza de contenido de la obra kafkiana, he aquí una advertencia para los escritores que creen necesario exhumar fósiles de los diccionarios para referirse a los detalles más anecdóticos o contarnos las historias más banales.

– La minuciosidad del discurso narrativo: Los personajes de Kafka siempre buscan, obstinadamente, el significado de cada gesto, de cada palabra y circunstancia, como si todo el caos aparente pudiera explicarse y resolverse en virtud de un detalle que nunca estamos lo bastante atentos a descubrir. Cuando a sus protagonistas se les proporciona alguna clave, en su siempre inútil e interminable indagación del enigma, se les concede casi descuidadamente, como si fuera algo que se ha olvidado. Hay un pasaje de El castillo en el que un funcionario insinúa que el protagonista, que ha caído presa del sueño, estaba precisamente a punto de averiguar algo decisivo, justamente por su mediación, y concluye: “Decididamente, hay ocasiones demasiado buenas para ser aprovechadas”. De ahí la vigilia permanente, la tensión del detalle, intelectual o moral, porque de la mano de los olvidos, y aun de las omisiones, irrumpe lo funesto en la historia, que se desenvuelve en este territorio del fallo. Y así la historia, fatídicamente, justifica la culpa, que a los personajes de Kafka, como al hombre todas sus limitaciones, se les impone inapelablemente. A veces la meticulosidad del texto puede llegar a resultar obsesiva, pero con más frecuencia nos lleva a lugares inauditos, a un juego deslumbrante de la verdad que parece no notar, aunque lo nota, que la sustancia de la diversión es nuestro propio destino. Un destino que su palabra desmenuza como si fuéramos lo bastante fuertes como para aceptar cualquier resultado que el juego pueda arrojar.

– La construcción de los personajes: Los personajes de Kafka son seres singulares, casi siempre negligentes, incapaces, y sin embargo dotados de una generosidad y una nobleza de sentimientos que a veces produce estupor. Un ejemplo es el Gregor Samsa de La metamorfosis, el escarabajo más tierno de la historia de la literatura, que resulta indeciblemente más humano que las personas que le rodean. Otro ejemplo son sus personajes femeninos, como la formidable Frieda de El castillo, capaz de una entrega súbita e ilimitada, como apenas sucede en la vida. Lo mismo puede decirse del sentimental fogonero de América, cuya alma vemos casi al trasluz en su breve relación con el protagonista. Incluso, y esto es de lo más sobresaliente, cabe referirse a algunos de los funcionarios decrépitos y malvados que arrastran su sopor en las oscuras organizaciones kafkianas, que en ocasiones tienen destellos de una conmovedora piedad. Hay momentos, abundantísimos en la obra de Kafka, en los que los personajes se desnudan y quedan ante nuestros ojos como infantes indefensos, y como todos los indefensos, propenden casi desesperadamente a la bondad. Pero junto a esto, existe la capacidad de causar y extender el mal, que no sólo ejercitan los sórdidos funcionarios (a quienes en definitiva se les supone), sino también esos otros personajes esencialmente nobles y vulnerables. Porque el mal, que Kafka refleja con magnífica veracidad, es la indiferencia, y de la indiferencia todos son capaces cuando las circunstancias se conjuran en la forma adecuada.