El asunto y la textura de la más representativa novela proustiana, como señala sarcásticamente Nabokov, no pueden aparecer a priori más desalentadores. Su extensión es del todo desmedida, y en ella, principalmente, se nos narran una serie de reuniones entre personajes del gran mundo o de sus aledaños inferiores. Algunas de estas reuniones ocupan ciento cincuenta páginas, y las frases son a menudo tan largas que se pierde la memoria de cuándo comenzaron. Sin embargo, como escribió precisamente Raymond Chandler, si cortáramos algo de lo mucho que parece sobrar en la obra de Proust, seguramente le quitaríamos también aquello que le da su singular valor. ¿Cuál es su secreto? ¿Qué es lo que hace de la obra de Proust una de las más influyentes (si no la más) de nuestro siglo?

Hablando como simple lector, sin otra investidura que la curiosidad y la coincidencia de haber probado también a escribir novelas (suponiendo que eso signifique algo), éstas son en mi opinión algunas de las claves que ayudan a comprender el fenómeno, o lo que es lo mismo, en las que se basa el atractivo de Proust:

– El realismo, del que Proust hace una completa reinvención: No sólo refleja los sucesos, con una fidelidad difícilmente igualable, sino que también muestra su espíritu, resolviendo una contradicción que parecía que no se podría resolver jamás. Por un lado, Proust es más realista que los escritores adscritos al naturalismo, que a fuerza de limitar su expresión literaria habían llegado a ofrecer un retrato bastante deficiente y hueco de la realidad. Por otro, sublima la realidad y la sitúa más cerca de su esencia, en un lugar donde no sólo desafía mejor el transcurso del tiempo sino donde su significado es más rico, porque está más depurado. “En mi libro”, escribió Proust a un crítico, “se omite lo que ocupa la mayor parte de las novelas, como no sea para hacer expresar a esos actos algo interior; jamás uno de mis personajes se levanta, abre una ventana, se pone un gabán”. Su concepto de la realidad, aunque nos resulta intenso y definido (“su obra es excepcionalmente clara y transparente”, dijo Vladimir Nabokov), resulta también inusitadamente sutil: “Lo que llamamos realidad es cierta relación entre las sensaciones y los recuerdos que nos rodean a un tiempo”, puede leerse, a guisa de definición, en El tiempo recobrado. ¿Cuál es el resultado de todo esto? En una de las más perfectas descripciones que conozco del mundo proustiano, juzga al respecto Josep Pla: “La vida ya no es un esquema lineal; es un mundo de volúmenes, de dimensiones más altas y más hondas, de perspectivas más vastas y más ricas, y sobre todo de una necesidad permanente”.

– La vividez de sus imágenes: Su cuidado de los detalles, ya mencionado, la precisión de los adjetivos, su buen gusto (de infalible lo califica Pla) y también su vasta cultura, proporcionan a la obra de Proust una capacidad de sugerir y de comunicar sensaciones de veras incomparable. Nabokov (que consideraba, por cierto, que la literatura de los sentidos era el arte verdadero, y que la literatura de ideas sólo puede producir auténtico arte cuando procede de los sentidos), dijo de Proust que era un prisma, que su único objetivo era refractar la luz y ofrecernos las imágenes a través de su filtro. En tal sentido, en el que quizá sí pueda identificarse a Proust con su protagonista, éste es un ejemplo culminante de esos protagonistas a que me refería al hablar de Chandler, aquéllos cuya misión primordial es descomponer el rayo luminoso en una gama de colores, formando ese universo de la novela por el que queda fascinado el lector hasta el punto de olvidar al protagonista mismo. Lo importante es la creación de ese universo, a cuyo perfeccionamiento se consagró nuestro autor con una tenacidad obsesiva, reescribiendo una y otra vez, interpolando pasajes, precisiones, apostillas, a menudo sobre las mismas pruebas de imprenta, para desesperación de los tipógrafos que veían cómo las galeradas iban y volvían sin los fallos de imprenta revisados, pero repletas de nuevas acotaciones que ocupaban todos los márgenes. La misma antevíspera de su muerte, Proust estuvo trabajando hasta bien entrada la madrugada en esa labor de corrección y ampliación interminables.

– Su concepción de la memoria y del tiempo: Éste es el tema crucial de Proust, y sería preciso más espacio del disponible aquí para tratarlo debidamente. Baste decir que el tiempo es para Proust, ante todo, una percepción que se sitúa fuera de los dominios del intelecto, y que desde esta premisa, en la empresa primordial de su libro, la recuperación del tiempo perdido, no es al intelecto a quien puede recurrirse. El tiempo pasado queda almacenado en el interior en forma de sensaciones, y sólo mediante el mecanismo de la memoria involuntaria, suscitado por la reproducción de esas sensaciones (el famoso sabor de la magdalena, o el tintineo de la cucharilla que cobra un protagonismo decisivo en la evocación final que cierra y redondea la obra) puede volver con toda su frescura, como si hubiera estado guardado en un arca (el subconsciente) a salvo de toda degradación. El tiempo se erige así en la coordenada absoluta, por encima del espacio. “Los lugares que conocemos sólo son una capa delgada entre impresiones contiguas que formaban nuestra vida en un determinado momento, el recuerdo de una imagen no es más que la añoranza de un instante", asegura en cierto pasaje el Narrador.

– La idea de la profanación: Que parte como es obvio de una convicción previa, tácita o expresa, sentida o simplemente recibida, acerca de lo que es sagrado. Aquí se sitúa su tratamiento de la homosexualidad, masculina y femenina, que adquiere gran importancia en el desarrollo de la historia, hasta el extremo de que al final casi todos los personajes masculinos importantes caen en la una y casi todos los femeninos en la otra. Hay un texto primitivo de Proust, Confesión de una muchacha, en el que ya se apunta esta temática. En esa historia una muchacha se reúne en vísperas de su noche de bodas con un antiguo amante, al que seguramente no ama, pero con el que saborea el pecado de la infidelidad a su futuro marido. En un pasaje de En busca del tiempo perdido reaparece la idea, cuando la hija del músico Vinteuil se burla con su amante lesbiana del retrato del padre muerto. Y George Painter, acaso el biógrafo más reputado de Proust, ha señalado un episodio semejante en la vida real del escritor, en el que el objeto de la vejación eran fotografías de su propia madre muerta, a la que había adorado fuera de toda discusión. Esta faceta turbia atraviesa toda la obra, y es un contrapunto oscuro que adensa la humanidad de sus personajes.

– La comunión de inteligencia y sentimiento: Proust supera, satisfactoriamente, la dicotomía tradicional entre ambos conceptos, dando absoluta preeminencia al sentimiento, pero sin caer en la gratuidad o en burdos romanticismos, sino a partir de un juicio estrictamente racional que reconoce al intelecto toda su dignidad. Es un sentimiento inteligente y una inteligencia sentida, en recíproco beneficio y enriquecimiento de ambos. Proust lo expresa así, en Contra Sainte-Beuve: "Las verdades de la inteligencia, con ser menos preciosas que los secretos del sentimiento, tienen también su interés, porque esta inferioridad de la inteligencia es ella quien la establece, sólo ella es capaz de proclamar que el instinto es la primera virtud". La importancia concedida al sentimiento y al instinto es tal que se arremete contra aquellos que, no sintiéndose capaces de dejarse guiar por ellos, prefieren asumir mil tareas para renunciar a ejercitarlos, renunciando así a "lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero Juicio Final".

– Su asunción de la literatura como forma de expresión y de vida: En Proust la literatura alcanza rango de absoluto, y pocos han meditado con tanta clarividencia acerca del fenómeno literario. El efecto que nos produce su obra no es una casualidad, está buscado y se basa en una comprensión profunda de los mecanismos que producen la impresión del lector. "El valor de las cosas leídas o escuchadas es de menor importancia que el estado espiritual que pueden crear en nosotros, y que no puede ser profundo sino en esa soledad poblada que es la lectura", escribió en el prólogo a su traducción de Sésamo y lirios. Proust no se limita a reunir palabras o relatar una historia, busca en su libro reconstruir las sensaciones del pasado perdido y a través de ellas provocar las sensaciones del lector. Para ello sale a su encuentro, pero no para que se convierta en espectador, sino para que participe de su ceremonia, casi mística. En El tiempo recobrado hay un hermoso texto, que es toda una síntesis del pensamiento y la actitud estética y vital de Proust. Dice así: "Solamente la impresión, por mísera que parezca su materia, por inconsistente que sea su huella, es un criterio de verdad, y por eso sólo ella merece ser aprehendida por la mente, pues sólo ella es capaz de llevarla a una mayor perfección y de darle una pura alegría. La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el sabio, con la diferencia de que en el sabio el trabajo de la inteligencia precede y en el del escritor viene después. Lo que no hemos tenido que descifrar, que dilucidar con nuestro esfuerzo personal, lo que estaba claro antes de nosotros, no es nuestro. Sólo viene de nosotros mismos lo que nosotros sacamos de la oscuridad que está en nosotros y que los demás no conocen".

Estas palabras demuestran que detrás de la obra hubo en todo momento un artista con conciencia y voluntad, abnegado y podría decirse que hasta ejemplar, aunque a primera vista pueda engañarnos el aspecto mundano de su relato y tengamos la irresistible propensión a creer que el autor no terminaba de ser una persona recomendable. Walter Benjamin dejó perfectamente formulada esta paradoja. Tras reconocer que En busca del tiempo perdido es acaso "la mayor realización poética de las últimas décadas", agrega que lo es "pese a fundarse en condiciones poco sanas: una dolencia extraña, gran riqueza y una predisposición anómala. Nada en esa vida es digno de imitación, pero todo en ella es un ejemplo".

Para quienes hemos caído víctimas del veneno de la literatura, Proust es una referencia insoslayable, aunque siempre permanezca en él algo incomprensible, que resiste todos los intentos de razonar su hechizo como los que quedan laboriosamente expuestos. Sea como fuere, los libros que se han escrito después de él son diferentes de los que se escribían antes, porque contribuyó a salvar a la literatura de la rutina y de los límites en que empezaba a ahogarse y le otorgó una soberanía nueva, la posibilidad de recobrar ciertas realidades ocultas de las que la comodidad de la convención invitaba a prescindir. Quizá fue necesario un ejemplo tan extremo, un ser tan desvalido con una peripecia tan insignificante, para que al desbordarla de manera tan formidable pulverizase todas las dudas que pudieran cabernos acerca de la potencia sublimadora del arte.