– El realismo: La narrativa de Chandler, sin renunciar a lo anterior, es profundamente realista. Por su experiencia vital al margen de la literatura y por su propia visión literaria. Pero no es el suyo un realismo ramplón. Contra el abuso del realismo, en el que sostenía que era fácil caer por prisa, por falta de conciencia o por ineptitud, prevenía vigorosamente. Su realismo es lírico y trascendente, porque se asienta no sólo en una mirada honda del mundo sino también en una mirada honda del arte. Volveremos sobre esa mirada un poco más adelante. En este punto, basta con mencionar el aprecio de Chandler por lo poético, por las metáforas y los detalles, en los que muestra una sensibilidad y unas dotes de observación que contribuyen poderosamente a su estilo. “Casi todo comienza en la poesía”, escribió. Junto al carácter a menudo sentimental de su visión del mundo, y me atrevo a defender que brotando de la misma fuente, surge su profundo sentido del humor, otro correctivo que impide que el realismo caiga en otra de sus más comunes degeneraciones, el tremendismo. Sus metáforas son a veces de una ironía demoledora: “Tenía menos posibilidades que una bailarina con una pierna de madera”, calcula Marlowe en cierta situación apurada. Y este recurso, convertido en sarcasmo, se pone también al servicio de una crítica implacable de la sociedad que le rodea, y en concreto del modo de vida estadounidense. Ejemplar e inolvidable es la conversación de Marlowe con el magnate Harlan Potter, en El largo adiós. En cierto momento, Potter observa: "Fabricamos los mejores envoltorios del mundo, señor Marlowe. Lo que hay dentro es principalmente basura”.

Otro de los valores incuestionables de Chandler es su construcción de los personajes. Él es acaso uno de los primeros, superando en esto a Hammett, que se preocupa de dar volumen y consistencia propia a todos los personajes que aparecen en sus ficciones, incluso a los secundarios. Me atrevo a aventurar aquí un juicio personal: en una novela, importa menos el protagonista que los personajes secundarios. El primero es casi un requisito, un mal inevitable. En los demás están las verdaderas posibilidades de construir un universo narrativo digno de ser visitado. En las mejores novelas, el protagonista es apenas un prisma por el que pasa la luz y se refracta en una gama compleja de colores, y es en esta gama de colores donde está el auténtico valor de la historia. Tal es el caso, por poner un conocido ejemplo, del Narrador en la Recherche de Proust.

En cuanto a Chandler, casi todos los seres en los que se detiene su foco son enjundiosos, pero siempre he apreciado especialmente la construcción de sus personajes femeninos. En un artículo reciente, Joyce Carol Oates se despacha a gusto acerca de esta faceta de Chandler, su retrato de la mujer, que reputa revelador de un machismo repugnante, cuando no de una abierta misoginia. En la obra de Chandler, anota, "las mujeres son malvadas y repulsivas cuando son seres sexuales; cuando no son seres sexuales, apenas existen". También se despacha acerca del hecho de que todas las mujeres terminen cayendo en los brazos de Marlowe, incluso Eileen Wade, la remota rubia de ensueño de El largo adiós.

Sin poder negar que hay algo sospechoso en la irresistible atracción que Marlowe provoca en las mujeres con que se tropieza, no puedo estar de acuerdo con el severo juicio de Oates. Es posible que Chandler fuera un tanto anticuado en su visión de la mujer, pero nunca un misógino, ni me parece que su interés prioritario por la mujer se cifrase en sus posibilidades como objeto sexual. Incluso se permitió alguna vez bromear al respecto: "Los enredos con rubias promiscuas pueden ser muy fatigosos cuando los describe un joven gotoso que no tiene en la cabeza otro objetivo que describir un enredo con rubias promiscuas". Pero la mejor refutación la encontramos en lo que sabemos de la propia vida de Chandler, y en particular de su relación con Cissy, por quien siguió profesando un amor apasionado cuando ella tenía más de ochenta años y estaba moribunda. Pueden encontrarse pocos testimonios de amor más estremecedores que los que aparecen en las cartas que escribió Chandler a diversos corresponsales después de la muerte de su esposa, en las que se refería a menudo a lo que había sentido por ella. Resulta difícil escoger un pasaje de aquellas cartas, pero yo escojo éste: "Durante treinta años, ella fue la luz de mi vida. Todas las demás cosas que hice fueron sólo la hoguera para que ella se calentase las manos”. Chandler siempre llamaba a la puerta antes de pasar a la habitación donde dormía Cissy, la ayudaba a subir o bajar del coche y nunca entró o salió de ninguna parte antes que ella. Todo ello es prueba tal vez de una actitud pasada de moda, como quizá lo sea también la singular obsesión de Chandler, documentada más de un lugar, de impedir que ninguna mujer que se relacionase con él pudiera sentirse degradada. Pero es difícil sostener que despreciara a las mujeres.

Hay una hermosa historia que Chandler narra en una carta a su agente literario, Helga Greene, a propósito de una camarera de 27 años a la que el autor, cuando ya tenía 70, un par de años después de la muerte de Cissy, invitó una noche a cenar y a bailar. Cometió el error de llevarla a un lugar de moda, que estaba atestado y en el que no pudieron bailar mucho. Durante la cena ella le contó su vida, algo accidentada, y cuando Chandler la acompañó esa noche a su casa pareció sentirse defraudada por el hecho de que él se negara a pasar. Al día siguiente el escritor la llamó para preguntarle de qué color quería las rosas. La chica se extrañó, a lo que Chandler dijo que ésa era su costumbre, regalar rosas a las mujeres que aceptaban cenar con él. Una vez averiguado el color, el rojo, la chica preguntó a Chandler si volverían a verse, y el escritor respondió que probablemente no, porque se iba de viaje a Europa y pasaría allí un largo tiempo. La mujer se despidió llorando, con una frase que Chandler consideró extraña: "Lamento que no pudiéramos bailar. Pero qué más puede hacer usted por una chica, aparte de lo que hizo”. Es verdad que en sus novelas, Marlowe es a veces más expeditivo, pero seguramente, de haber tenido en alguna 70 años y haber invitado a cenar a una camarera de 27, habría usado de la misma galantería desfasada de Chandler.

A mi parecer, uno de los pasajes más emocionantes de toda la obra de Chandler se encuentra precisamente en la carta que Eileen Wade, la rubia de ensueño de El largo adiós, deja antes de suicidarse. La carta termina así: "El tiempo lo vuelve todo mezquino, mugriento y arrugado. La tragedia de la vida no es que las cosas bellas mueran jóvenes, sino que envejezcan hasta hacerse despreciables. Eso no me ocurrirá a mí".

El último valor de la obra de Chandler al que quisiera referirme no es precisamente el que juzgo de menor importancia. Me refiero a su voz narrativa, encarnada en ese detective Philip Marlowe que relata en primera persona todas sus novelas. Para caracterizarlo, de nuevo conviene recurrir a lo que el propio Chandler dejó escrito: “Por estas calles ruines debe caminar un hombre que no es ruin él mismo”. Marlowe es un caballero andante de nuestra época, cáustico y sentimental, con un intenso y constante sentido ético a cuya luz encara a las gentes y las situaciones que le rodean. Joyce Carol Oates, en el artículo antes aludido, le imputa cierta inmadurez: “Se mantiene siempre como un adolescente sardónico entre adultos que le reprueban”. Y no le falta cierta razón. Todos aquellos que se establecen unas férreas pautas de comportamiento y las siguen a despecho de las circunstancias, incluso cuando ello redunda en su desventaja, como le ocurre a menudo a Marlowe, son probablemente ejemplos de una cierta inmadurez. Pero en todo caso se trata de una inmadurez consciente, y sospechamos que es en parte de ella de donde proviene la gran fuerza de esa voz que casi suena en nuestro oído, la voz de Philip Marlowe. Podría valerle la descripción general del detective que hace Chandler en El sencillo arte del asesinato: “Es un hombre solitario, que habla como habla el hombre de su época, con tosco ingenio, con un sentimiento vivaz de lo grotesco, odio al fingimiento y desprecio por la mezquindad”.

No quisiera terminar con Raymond Chandler sin mencionar un último aspecto, que es también (en mi creencia) el rasgo que contribuye más decisivamente a hacer de él un gran escritor: su idea del arte, como fin y como tarea. Es posible que haya excepciones, e incluso excepciones notables, pero no me resisto a creer que detrás de todo gran autor hay una idea del arte y de la creación, no simplemente recibida, sino propia y meditada, ya llegue a formularla expresamente o no.

Chandler, por lo que nos consta, tenía una idea del arte y además la formuló expresamente en diversos lugares. En cuanto al procedimiento, dejó una pauta sustanciosa: “Una buena obra no puede ser urdida, hay que destilarla”. Y en cuanto a los resultados, escribió en otra parte: “En la mayoría de las actividades mediante las que un hombre o una mujer gana dinero, hay un perdedor. Pero cuando un escritor escribe un libro, no toma nada de nadie. Añade algo a lo que existe”.

También meditó Raymond Chandler sobre la literatura como oficio, y es éste un asunto sobre el que sus palabras nos ofrecen una lección inolvidable: “Todo lo que un escritor aprende acerca del oficio le quita algo de la necesidad o el deseo de escribir. Al final conoce todas las tretas y no tiene nada que contar”. Y además de ello tenía una actitud, que podríamos llamar moral, ante el arte, lo que a mi juicio constituye otra de las señas que permiten identificar a los escritores realmente significativos: “Un escritor está siempre, en su propia sensación, apenas empezando. No importa lo que haya podido hacer en el pasado, lo que intenta hacer le convierte de nuevo en un adolescente, y nada le ayudará ahora salvo la pasión y la humildad”. Todo un aviso para los escritores infatuados, que siempre han abundado más de la cuenta (y desde luego, más que los escritores imprescindibles).

Y es que Chandler tenía, sobre todo, un sentimiento de la misión del arte. Un sentimiento que nos remite a Schopenhauer: “En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor”. En definitiva, el arte como salvación de todo lo que de insalvable tiene la vida.

Por esto pudo escribir, en una de sus últimas cartas (arrepintiéndose de haber insinuado en Playback, la última y peor de sus novelas, que Marlowe iba a casarse), que el verdadero desenlace de su detective sería el que sigue (es decir, ninguno): “Lo veo siempre en una calle solitaria, en habitaciones solitarias, perplejo pero nunca bastante derrotado”.