– El símil y la paradoja: Pocos escritores han manejado con tanta maestría estos recursos expresivos. En la especial perspicacia de Kafka para establecer similitudes, se encuentra una buena parte de su inmensa capacidad de sugerir. Sus símbolos, como la muralla china, el castillo, el tribunal, constituidos en reflejo literario de tantas realidades semejantes, poseen a un tiempo simplicidad y riqueza de matices, espontaneidad y una infinita posibilidad de establecer correspondencias, sin agotarlas nunca. Como escribió Walter Benjamin: “Kafka disponía de una rara facultad para inventar similitudes. No obstante, jamás ahonda en lo que es susceptible de explicación y ha tomado incluso medidas contra la interpretación de sus textos”. Y en cuanto a la paradoja, con la que Kafka remata sus enigmas, se halla permanentemente a lo largo de su obra en esa naturalidad con que conviven el espanto y lo cotidiano, la lógica y el sinsentido. El mundo de las novelas de Kafka puede ser atroz en el fondo, pero cualquiera que después de leerlas viaje a Praga advierte sin dificultad que las calles y el paisaje que en ellas se describen son, sin nombrarla, los de esa ciudad, en la que transcurría su simple rutina diaria. Al final, en el tribunal de El proceso las partes van y vienen no para defender sus intereses, porque nadie atiende allí a argumentos, sino “para ensuciar la escalera”. Durante toda la novela el protagonista pierde su tiempo en estériles negociaciones que dan una apariencia de trivialidad a la historia, pero lo que al final sucede es que un par de sicarios del tribunal le ejecutan como a un animal. Y los funcionarios del castillo son seres lejanos y soberbios, pero se llega a afirmar que “las decisiones de la organización son tímidas como muchachitas”.

– La organización del misterio: O el misterio de la organización. Aunque sus obras mayores no llegó a terminarlas, Kafka nos legó, en ese tribunal o ese castillo por cuyos intestinos se mueven Josef K. y el agrimensor sin llegar nunca a averiguar lo que les interesa, dos construcciones ejemplares del misterio; tanto el que se encuentra en el fondo del texto, como el que se desarrolla en la misma narración. El protagonista explorador se acerca desde fuera, con ojos ingenuos, y a lo largo de sus pesquisas, mientras va perdiendo la inocencia y la esperanza, mientras se nos revelan facetas ocultas, se insinúan otras más recónditas. Siempre hay un plano inferior, en cuya persecución el lector acompaña al protagonista, y continúa en su pos incluso cuando comienza a intuir que aquél avanza hacia su perdición. Kafka poseía un sentido supremo de la intriga, una capacidad innata para desvelar inquietando, porque detrás de cada hallazgo hay otro hallazgo, cada realidad oculta otra realidad que puede alterarla, o incluso refutarla. Esta idea de los planos superpuestos era tan cara a Kafka que la aplicó a su propio lenguaje: “Escribo diferente de como hablo, hablo diferente de como debería pensar y así sucesivamente, hasta la más profunda oscuridad”. De paso, y al tiempo que daba un ejemplo de cómo organizar el misterio narrativo, nos dejó una misteriosa teoría de las organizaciones, de su vida propia, casi independiente del fin por el que se instituyen y de aquello a lo que presuntamente sirven (cuando dicen servir a algo). Una teoría sobre la casi inexorable tendencia a la perversión de los instrumentos sociales que conserva una estremecedora validez.

Llegado el instante de recapitular y ofrecer un resumen sucinto acerca de Kafka, hay algo que siempre me ha parecido especialmente destacable en su obra. Con un vigor artístico incuestionable, Kafka construyó, extrañamente, toda una mística de la fragilidad. La obra de Kafka es la conciencia inclemente de que todo se tambalea. “Tengo una experiencia, como un mareo de mar en tierra firme”, escribió. Su pensamiento, planteándolas todas, no acepta ninguna resolución, oscila pero no termina de comprometerse con nada ni con nadie, porque asume que nada ni nadie pueden ofrecer ninguna certidumbre.

Kafka no buscaba ninguna respuesta, quizá temía que no la hubiera. “Muchos señalan al sol para negar la aflicción, él señala la aflicción para negar el sol”, anotó en uno de sus cuadernos hacia 1920. Lo emocionante es que desde esa actitud se entregara con denuedo a su obra y asumiera una tarea que no podía remediar lo irremediable, o no podía remediar nada. “La literatura está indefensa. No vive por sí misma, es juego y desesperación”, afirmó. Acaso ninguna fuerza impresione más que la fuerza de los débiles. Desde la desesperación, Kafka supo enseñarnos a mirar más dentro y más rectamente las cosas, con ese optimismo inadvertido que consiste en creer que vale más escarbar en la verdad que esquivarla. Tuvo la fe de sacrificarse y contarlo todo a través de la palabra hecha arte, en lugar de retirarse al silencio y la estolidez. O al ruido, ese presuntuoso e irritante sucedáneo.

LAS CIUDADES, LA CIUDAD

Yo he nacido en una ciudad, he vivido en una ciudad, he escrito en una ciudad (o lo que es lo mismo, he vivido y escrito de ella). Ahora casi no sabría vivir donde no hubiera una ciudad ni escribir una historia que no transcurriera en una ciudad, siquiera parcialmente. Y en este último caso, la historia se vería con cierta frecuencia invadida en sus pasajes no urbanos por la añoranza de las calles, el ruido, la gente, la lluvia de la ciudad. Cada uno de los tres hombres a los que está dedicada esta divagación nació, vivió y escribió en una ciudad. Dos de ellos hicieron todo eso en una sola, siempre la misma. Otro se fue a escribir a miles de kilómetros de la ciudad en la que había nacido, pero conviene apuntar que el suyo es un país más joven en el que casi todas las grandes ciudades se parecen, al menos a ciertas distancias y desde ciertos ángulos.

He viajado a Chicago, a París y a Praga, donde estos tres hombres, respectivamente, nacieron. No he ido a Los Ángeles, donde (no lejos) escribía el americano. Puede, pese a la excusa que acabo de ofrecer, que eso sea una falta irremediable para seguir componiendo este apunte. Sin embargo, no tengo modo de desplazarme rápidamente a Los Ángeles y por tanto debo arreglarme sin ella.

Dejo flotar en mi mente ahora, libres, las imágenes y los recuerdos de las tres ciudades, a las que fui en parte buscando el rastro de los tres hombres. Dejo que se mezclen, con distintas intensidades de luz, bajo sus cielos normalmente grises pero también de ese azul limpio y duro que sólo se extiende sobre ciudades como ellas. Dejo que se toquen sus noches, en las que todos los hombres y todas las ciudades son hermanos y hermanas. Me quedo un instante en silencio, y aparece la Ciudad, donde puede suceder la novela.

Praga, París, Chicago. De sus calles, con la suavidad de una bruma que ha sido anunciada, surge una historia, que buscará los rincones más recónditos para esconder misterios y se asomará a las perspectivas más extendidas para dejar anudados a ellas recuerdos y ensoñaciones. Al novelista le corresponde ahora aceptar el juego, y seleccionar con exquisita atención.

Al misterio le conviene la oscuridad y por eso se arrastrará, por ejemplo, hasta las más estrechas calles del downtown de Chicago, donde la altura de los rascacielos no deja que llegue el sol. O se internará por las silenciosas calles del barrio judío de Praga, aunque ya no sean aquellas callejas que contemplaba el Golem desde una ventana a la que no se accedía a través de ningún portal. O podrá, en fin, descender hasta las profundidades del Bois de Boulogne, donde acampan las prostitutas obligadas a todos los arrojos. Será allí, en cualquiera de esos tres lugares, donde se cometa el crimen o se geste el plan de una infamia. Pero también puede ser allí, al contrario, donde alguien establezca el raro designio de favorecer a quien más odia. El misterio es el revés de nuestra razón, la lógica de quien no conocemos lo bastante. Muchos preferirán, por inercia o convención, que todo se desarrolle de madrugada, cuando sea vieja la noche o se vaya aproximando el día. Pero también podría ser a esa hora tenue del comienzo de la tarde, apta para el sigilo y la sorpresa. La ciudad, propicia, dará su amparo en todo caso.

Al sueño y al recuerdo, en cambio, les sienta bien la mirada iluminada y lejana: París desde las escaleras de Montmartre, el castillo de Praga desde la Ciudad Vieja, el perfil de Chicago desde la orilla del lago Michigan. Nunca puede descartarse que en la novela aparezca un hombre que regresa después de veinte años en otro país, o dos jóvenes o dos viejos que se encuentran, o que se separan y se despiden. Nunca puede excluirse, porque sería negar la novela, que llegue el momento en el que no importe lo que sucede, sino lo que sucedió, sucederá o debería haber sucedido. Entonces vendrá bien disponer de cualquiera de esos tres horizontes, y dibujar sobre ellos al hombre o a la mujer, solos o no. Será una tarde de invierno o una tarde de verano, en función de la circunstancia, pero nunca con el sol demasiado caído, porque a la novela no le preocupa más esa línea de rascacielos o ese mar de edificios o ese castillo sobre la colina, sino estos seres casi insignificantes que vuelven o recuerdan o se marchan. Podemos elegir la tarde de verano para que el hombre o la mujer lamenten ausencias; en el verano la vida es fuerte y es también más intensa la certidumbre de lo ido. La tarde de invierno, en cambio, servirá para que el hombre o la mujer intercambien proyectos sobre el futuro. Sostengamos, como postura o simplificación, que la fe es tener el coraje de seguir saliendo a la calle en las tardes de invierno.

Hasta aquí el juego no es difícil, aunque tampoco desdeñable. Lo que ocurre necesita de un paisaje, y el paisaje, aunque parezca accesorio, tiene su valor: ponemos siempre a los sucesos el nombre y la imagen del paisaje en que los vivimos. Pero a veces la ciudad tiene todavía más trascendencia: a veces el paisaje exige los sucesos, las historias que tienen lugar en él. A veces, incluso, el paisaje exige al escritor que le escriba esas historias. No es sencillo explicar las interioridades de ese proceso. Avanza durante meses y años, inadvertidamente, mientras al escritor se le va torciendo y enderezando la vida por las calles de la ciudad. Hasta que un buen día, la ciudad se ha convertido en el alma y el corazón del escritor.

Raymond Chandler sólo vivió en su Chicago natal hasta los siete años, pero sin duda volvió alguna vez, y entonces apuesto que bajaba al atardecer por Michigan Avenue, donde podía hallarse el hotel en que se hospedaba. Durante el paseo se cruzaba con la gente que iba de tiendas o volvía del trabajo, les observaba, y aunque le complacía observarles, a medida que avanzaba se iba quedando solo. Así, solo, llegaba al final de la avenida, donde se detenía seguramente con la mirada perdida en la falsa estampa marina del lago. Raymond Chandler fue un niño en Chicago, y por eso doy en suponer que esa estampa forjó su sensibilidad y hasta se imponía a la imagen del mar verdadero, el que hasta su muerte pudo contemplar en California. Cuando un escritor mira el agua, se agolpan en su conciencia todas las historias sublimes que nunca ha logrado escribir. De esa culpa nace el hambre que le permite escribir las que sí escribe.