Una noche durmieron en una iglesia y despertaron con cantos gregorianos, envueltos en una niebla densa y azul, como de otro mundo. En otra ocasión descansaron en las ruinas de una pequeña capilla, donde anidaban millares de palomas blancas, enviadas, según Nuria, por el Espíritu Santo. Siguiendo el consejo de la campesina que los acogió la primera noche, las muchachas se tapaban la cara al aproximarse a lugares habitados.

En los villorrios y hostales, las hermanas se quedaban atrás, mientras Nuria y Diego se adelantaban a solicitar ayuda, haciéndose pasar por madre e hijo. Siempre se referían a Juliana e Isabel como si fueran varones y aclaraban que no mostraban la cara porque estaban deformados por la peste, así no despertaban interés de bandidos, gañanes y desertores del ejército, que vagaban por esos campos sin cultivar desde el comienzo de la guerra.

Diego calculaba la distancia y el tiempo que los separaba del puerto de La Coruña y agregaba a esta operación matemática sus avances con Juliana, que no eran espectaculares, pero al menos la joven parecía sentirse segura en su compañía y lo trataba con menos ligereza y más coquetería; se apoyaba en su brazo, permitía que le acariciara los pies, le preparara el lecho y hasta le diera cucharadas de sopa en la boca, cuando estaba demasiado cansada.

En las noches Diego esperaba que el resto del grupo se durmiera para acomodarse lo más cerca de ella que la decencia permitiese. Soñaba con ella y despertaba en la gloria, con un brazo sobre su cintura. Ella fingía no darse cuenta de esa creciente intimidad y durante el día actuaba como si jamás se hubiesen tocado, pero en la negrura de la noche facilitaba el contacto, mientras él se preguntaba si lo haría por frío, por miedo o por las mismas razones apasionadas que lo movían a él.

Aguardaba esos momentos con una ansiedad demente y los aprovechaba hasta donde podía. Isabel estaba al tanto de aquellos escarceos nocturnos y no tenía empacho en hacerles bromas al respecto. La forma en que se enteraba esa chiquilla resultaba un enigma, porque era la primera en dormirse y la última en despertar.

Aquel día habían andado varias horas y a la fatiga se sumaba la demora causada por una lesión en la pata de uno de los caballos, que lo obligaba a cojear. Se había puesto el sol y aún les faltaba un buen trecho para llegar a un convento, donde pensaban pernoctar. Vieron salir humo de una casa cercana y decidieron que valía la pena acercarse. Diego se adelantó, confiado en que sería bien recibido, porque parecía un lugar más bien próspero, al menos comparado con otros.

Antes de tocar la puerta advirtió a las niñas que se cubrieran, a pesar de la penumbra. Se envolvieron las caras con trapos provistos de huecos para los ojos, que ya estaban pardos de polvo y les daban un aspecto de leprosas. Les abrió un hombre que a contraluz se veía cuadrado, como un orangután. No podían distinguir sus facciones, pero a juzgar por su actitud y tono descortés no parecía complacido de verlos. De partida se negó a recibirlos con el pretexto de que no tenía obligación de socorrer a peregrinos, eso les correspondía a frailes y monjas, que para eso eran ricos. Agregó que si viajaban con dos caballos, no debían tener voto de pobreza y bien podían pagar sus gastos.

Diego regateó un rato y por fin el labriego aceptó darles algo de comer y permiso para dormir bajo techo a cambio de unas monedas que debieron entregar por adelantado. Los condujo a un establo, donde había una vaca y dos caballos percherones de labranza; les señaló un montón de paja para que se acomodaran y les anunció que volvería con algo de comer.

A la media hora, cuando empezaban a perder la esperanza de echarse algo al estómago, el hombre reapareció acompañado por otro. El establo estaba oscuro como una cueva, pero traían un farol. Dejaron en el suelo unas escudillas con una contundente sopa campesina, una hogaza de pan negro y media docena de huevos. Entonces Diego y las mujeres pudieron ver, a la luz del farol, que uno de ellos tenía la cara deformada por una cicatriz, que le atravesaba un ojo y la mejilla, y el otro carecía de nariz. Eran bajos, fuertes, sin cuello, con los brazos como leños y un aspecto tan patibulario, que Diego palpó sus dagas e Isabel su pistola.

Los siniestros personajes no se movieron de allí, mientras sus huéspedes cuchareaban la sopa y partían el pan, observando con malévola curiosidad a Juliana e Isabel, quienes procuraban comer por debajo del paño, sin descubrirse las caras.

– ¿Qué les pasa a ésas? -preguntó uno de ellos, señalando a las niñas.

– Fiebre amarilla -dijo Nuria, quien había oído a Diego mencionar esa peste, pero no sospechaba en qué consistía.

– Es una fiebre de los trópicos que corroe la piel, como ácido, pudre la lengua y los ojos. Deberían haber muerto, pero las salvó el apóstol. Por eso vamos en peregrinaje al santuario, para dar gracias -agregó Diego, inventando al vuelo.

– ¿Se pega? -quiso saber el anfitrión.

– De lejos no se pega, sólo por contacto. No hay que tocarlas -explicó Diego.

Los hombres no parecían muy convencidos, porque vieron las manos sanas y los cuerpos jóvenes de las niñas, que los sayos no lograban disimular. Además, sospecharon que esos peregrinos llevaban más dinero encima de lo habitual en esos casos y le echaron el ojo a los caballos. Aunque uno de ellos cojeaba un poco, eran animales de buena raza, algo debían valer. Por fin se retiraron con el farol, dejándolos sumidos en las sombras.

– Tenemos que irnos de aquí, esos sujetos son terroríficos -susurró Isabel.

– No podemos viajar de noche y debemos descansar, yo montaré guardia -contestó Diego en el mismo tono.

– Dormiré un par de horas y luego te reemplazaré en la vigilancia -propuso Isabel.

Aún tenían los huevos crudos, a cuatro de los cuales Nuria hizo un hueco en la cáscara, para sorberlos, y los dos restantes los guardó.

– Lástima que les tengo miedo a las vacas, si no podíamos obtener algo de leche -suspiró la dueña. Luego le pidió a Diego que saliera por un rato, para que las muchachas pudieran lavarse con un trapo mojado.

Por fin se acomodaron con las mantas sobre la paja y se durmieron.

Transcurrieron alrededor de tres o cuatro horas, mientras a Diego se le caía la cabeza sentado, con las dagas al alcance de la mano, muerto de fatiga, haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos. De repente lo sacudió el ladrido de un perro y se dio cuenta de que se había dormido. ¿Cuánto rato? No tenía idea, pero el sueño era un placer prohibido en aquellas circunstancias. Para despabilarse salió del establo, respirando a todo pulmón el aire helado de la noche. En la casa aún salía humo por la chimenea y brillaba una luz en el único ventanuco del sólido muro de piedra, eso le permitió calcular que tal vez no había pasado tanto tiempo dormido, como temía. Decidió alejarse un poco para hacer sus necesidades.

Al regresar momentos más tarde, vio unas siluetas en movimiento y adivinó que eran los dos labriegos dirigiéndose al establo con sospechoso sigilo. Llevaban algo contundente en las manos, tal vez fusiles o garrotes. Comprendió que, contra esos brutos armados, sus dagas de corto alcance serían poco efectivas. Desenrolló el látigo de su cintura y de inmediato sintió el frío en la nuca que siempre le preparaba para una pelea. Sabía que Isabel tenía la pistola lista, pero la había dejado durmiendo y además la muchacha jamás había disparado un arma. Contaba con la ventaja de la sorpresa, pero no podía actuar en esa oscuridad.

Rogando para no ser delatado por los perros, siguió a los hombres hasta el establo. Por unos minutos reinó absoluto silencio, mientras los malhechores se aseguraban de que sus infelices huéspedes estuvieran perdidos en el sueño. Una vez tranquilizados, encendieron un candil y vieron las figuras postradas sobre la paja. No se dieron cuenta de que faltaba uno, porque confundieron la manta de Diego con otro cuerpo tapado. En eso uno de los caballos relinchó e Isabel se sentó sobresaltada. Tardó unos instantes en recordar dónde estaba, ver a los hombres, darse cuenta de la situación y tratar de empuñar la pistola, que había dejado preparada bajo su cobija. No alcanzó a completar el gesto, porque un par de rugidos de los sujetos, que blandían gruesos leños, la heló en su sitio. Para entonces también Juliana y Nuria se habían despabilado.

– ¿Qué quieren? -gritó Juliana.

– ¡A vosotras, rameras, y el dinero que lleváis! -replicó uno de los hombres, aproximándose con el palo en alto.

Y entonces, en la luz vacilante de la llama, los desalmados vieron los rostros de sus víctimas. Con una exclamación de absoluto terror retrocedieron deprisa y se encontraron frente a Diego, quien ya tenía el brazo en el aire. Antes de que pudieran reponerse del susto, el látigo había descendido con un chasquido seco sobre el más próximo, arrancándole el bastón y un grito de dolor. El otro se abalanzó sobre Diego, quien esquivó el garrotazo y le propinó una patada en el vientre, que lo dobló en dos. Pero ya el primero se reponía del latigazo y saltaba sobre el joven con una agilidad inesperada en alguien tan pesado, cayéndole encima como un saco de piedras.

El látigo resultaba inútil en la lucha cuerpo a cuerpo, y el campesino tenía a Diego cogido por la muñeca con que sostenía la daga. Lo aplastó contra el suelo, buscándole la garganta con una mano, mientras le sacudía el brazo armado con la otra. Tenía una garra poderosa y una fuerza descomunal. Su aliento fétido y su asquerosa saliva le dieron al joven en la cara, mientras se defendía desesperado, sin comprender cómo esa bestia había logrado en un instante lo que el experto luchador Julio César no pudo en el examen de valor de La Justicia . Con el rabillo del ojo alcanzó a darse cuenta de que el otro tipo había logrado enderezarse y echaba mano del palo. Había más luz, porque el candil había rodado por el suelo y la paja empezaba a arder. En ese instante estalló un fogonazo y el hombre que estaba de pie cayó bramando como un león. Eso distrajo durante una fracción de segundo al que estaba sobre Diego, tiempo suficiente para que éste se lo quitara de encima con un feroz rodillazo en la ingle.

El impacto del balazo tiró a Isabel sentada al suelo. Había disparado casi a ciegas, sujetando el arma a dos manos, y por una afortunada casualidad le pulverizó una rodilla a su atacante. No podía creerlo. La idea de que un leve movimiento de su dedo en el gatillo tuviera tales consecuencias apenas le entraba en la cabeza. Una orden perentoria de Diego, que mantenía al otro fulano inmovilizado con su látigo, la sacó del trance.