Sólo los varones podían participar en las decisiones, pero las costumbres se habían relajado en esos años de miseria y las mujeres no se quedaron calladas, en especial Amalia, quien les recordó que en Barcelona habían salvado el cuello gracias a Diego y además éste les había dado una bolsa con dinero que les permitió escapar y sobrevivir.

De todos modos, algunos miembros del clan votaron en contra porque consideraban que la prohibición de convivir con gadjes era más fuerte que cualquier forma de gratitud. Toda asociación no comercial con los gadjes acarreaba marimé, o mala suerte, dijeron.

Por fin lograron ponerse de acuerdo y Rodolfo zanjó la cuestión con un veredicto inapelable. Habían visto mucha traición y maldad en sus vidas, dijo, y debían apreciar cuando alguien les tendía una mano, para que nadie pudiera decir que los Roma eran desagradecidos. Pelayo partió a comunicárselo a Diego. Lo encontró durmiendo por tierra, apretado a las mujeres, todos encogidos de frío, porque ya la fogata se había apagado. Parecían una patética carnada de cachorros.

– La asamblea aprobó que viajéis con nosotros hasta el mar, siempre que podáis vivir como los Roma y no violéis ninguna de nuestras leyes -les notificó.

Los gitanos estaban más pobres que nunca. No tenían sus carromatos, quemados por los soldados franceses el año anterior, y sus tiendas habían sido reemplazadas por otras más harapientas, pero habían conseguido caballos y tenían fraguas, cacerolas y un par de carretas para transportar sus pertenencias. Habían pasado necesidades, pero estaban intactos, no faltaba ni uno solo de los niños. El único que se veía mal era Rodolfo, el gigante, que antes levantaba un caballo en brazos y ahora tenía trazas de tuberculoso. Amalia estaba idéntica, pero Petrina se había convertido en una adolescente espléndida que ya no entraba en un frasco de aceitunas por mucho que se doblara. Estaba comprometida para casarse con un primo lejano de otra tribu, a quien nunca había visto. La boda se llevaría a cabo en el verano, después de que la familia del novio pagara el darro, dinero para compensar a la tribu por la pérdida de Petrina.

Juliana, Isabel y Nuria fueron instaladas en la tienda de las mujeres. Al principio la dueña estaba aterrorizada, creía que los gitanos planeaban raptar a las niñas De Romeu y venderlas como concubinas a los moros en el norte de África. Habría de pasar una semana antes de que se atreviera a quitarles la vista de encima a las niñas y una más antes de dirigir la palabra a Amalia, quien estaba encargada de enseñarles las costumbres para evitar ofensivas faltas de etiqueta. Ella les dio faldas amplias, blusas descotadas y chales con flecos del vestuario común de las mujeres, todo viejo y sucio, pero de colores vistosos y, en todo caso, más cómodo y abrigado que los sayos de peregrino.

Los Roma creían que las mujeres son impuras de la cintura a los pies, de modo que mostrar las piernas era una ofensa muy grave; debían lavarse río abajo, lejos de los hombres, sobre todo en los días en que menstruaban. Se consideraban inferiores a los varones, a quienes debían sumisión. Los alegatos furibundos de Isabel no sirvieron de nada, igual tenía que pasar por detrás de los hombres, nunca por delante, y no podía tocarlos, porque eso los contaminaría. Amalia les explicó que siempre estaban rodeados de espíritus, a quienes debían apaciguar con hechizos. La muerte era un acontecimiento antinatural, que enojaba a la víctima, por eso había que cuidarse de la venganza de los difuntos.

Rodolfo parecía enfermo, eso tenía al clan muy preocupado, sobre todo porque recientemente se escuchó canto de lechuzas, augurio de muerte. Habían enviado mensajes a familiares lejanos para que acudieran a despedirse de él con el debido respeto antes de su partida al mundo de los espíritus. Si Rodolfo se iba con rencores o de mal talante, podía volver convertido en mulo. Por si acaso, habían hecho los preparativos para la ceremonia del funeral, a pesar de que el mismo Rodolfo se burlaba, convencido de que viviría varios años más.

Amalia les enseñó a leer el destino en las palmas de las manos, en las hojas del té y en bolas de vidrio, pero ninguna de las tres gadje demostró tener las condiciones de una verdadera drabardi. En cambio aprendieron el uso de ciertas hierbas medicinales y a cocinar al estilo Roma. Nuria incorporó a las recetas básicas de la tribu -estofado de vegetales, conejo, venado, jabalí, puercoespín- sus conocimientos de comida catalana, con excelentes resultados. Los Roma repudiaban la crueldad con los animales, sólo podían matarlos por necesidad. Había algunos perros en el campamento, pero ningún gato, pues tenían reputación de impuros.

Entretanto, Diego debió resignarse a observar a Juliana de lejos, porque era de muy mala educación acercarse a las mujeres sin un propósito específico. El tiempo que ya no empleaba en la contemplación de su amada lo aprovechó para aprender a montar a caballo como un verdadero Roma. Se había criado galopando en las vastas planicies de Alta California y estaba orgulloso ser buen jinete, hasta que pudo admirar las acrobacias de Pelayo y los otros hombres del clan. En comparación, él era un principiante.

Nadie en el mundo sabía más de caballos que esa gente. No sólo los criaban, entrenaban y curaban si estaban enfermos, también podían comunicarse con ellos con palabras, como hacía Bernardo. Ningún gitano usaba fusta, porque golpear a un animal se consideraba la peor cobardía.

A la semana Diego podía deslizarse al suelo en plena carrera, dar una vuelta en el aire y caer sentado al revés en el lomo de su corcel; era capaz de saltar de una cabalgadura a otra y también galopar de pie entre dos, con un pie sobre cada una, sujeto sólo por las riendas. Procuraba hacer estas acrobacias frente a las mujeres o, mejor dicho, donde Juliana pudiera verlo, así compensaba un poco la frustración de estar separados.

Se vestía con la ropa de Pelayo, calzón a la rodilla, botas altas, blusa de mangas amplias, chaleco de cuero, un pañuelo en la cabeza -que desgraciadamente ponía en evidencia sus orejas- y un mosquete al hombro. Se veía tan viril con sus flamantes patillas, su piel dorada y sus ojos de caramelo, que hasta la misma Juliana solía admirarlo de lejos.

La tribu acampaba por varios días cerca de algún pueblo, donde los hombres ofrecían sus servicios en la doma de caballos o en trabajos de metal, mientras las mujeres veían la suerte y vendían sus pócimas y hierbas curativas. Una vez que se agotaba la clientela, seguían viaje al pueblo siguiente.

Por las noches comían en torno al fuego y después siempre se contaban historias y había música y danza. En los ratos de descanso, Pelayo encendía la fragua y trabajaba en la fabricación de una espada que le había prometido a Diego, un arma muy especial, mejor que cualquier sable toledano, como dijo, hecha con una combinación de metales cuyo secreto tenía mil quinientos años de historia y provenía de la India.

– Antiguamente las armas de los héroes se templaban atravesando el cuerpo de un prisionero o un esclavo con la hoja al rojo, recién salida de la fragua -comentó Pelayo.

– Me conformo con que templemos la mía en el río -replicó Diego-. Es el regalo más precioso que he recibido. La llamaré Justina, porque estará siempre al servicio de causas justas.

Diego y sus amigas vivieron y viajaron en compañía de los Roma hasta febrero. Tuvieron dos breves encuentros con guardias, que no perdían ocasión de hacer valer su autoridad y molestar a los gitanos, pero no se dieron cuenta de que había extraños entre la gente de la tribu. Diego dedujo que nadie los buscaba tan lejos de Barcelona y que su idea de huir en dirección al Atlántico no había sido tan absurda como parecía al principio.

Pasaron la peor parte del invierno protegidos del clima y los peligros del camino en el seno tibio de la tribu, que los acogió como nunca antes había acogido a ningún gadje. Diego no tuvo que defender a las muchachas de lo hombres, porque la posibilidad de desposar a una extranjera no se les pasaba por la mente. Tampoco parecían impresionados con la belleza de Juliana, en cambio les llamaba la atención que Isabel practicara esgrima y se esmerara en aprender a montar a caballo como los hombres.

Durante esas semanas nuestros amigos recorrieron lo que les faltaba del País Vasco, Cantabria y Galicia, hasta que por fin se hallaron a las puertas de La Coruña. Por un afán sentimental, Nuria pidió que le permitieran ir a Compostela a ver la catedral y postrarse ante la tumba de Santiago. Había terminado por hacerse amiga del apóstol, una vez que entendió su torcido sentido del humor. La acompañó la tribu entera.

La ciudad, con sus angostas callejuelas y pasajes, casas antiguas, tiendas de artesanía, hostales, mesones, tabernas, plazas y parroquias, se extendía en capas concéntricas en torno al sepulcro, uno de los ejes espirituales de la cristiandad.

Era un día claro, de cielos despejados, con un frío vigorizante. La catedral apareció ante ellos en todo su milenario esplendor, deslumbrante y soberbia, con sus arcos y espigadas torres.

Los Roma alborotaron la paz proclamando a viva voz sus baratijas, sus métodos de adivinación y sus pócimas para curar males y resucitar muertos. Entretanto, Diego y sus amigas, como todos los viajeros que llegaban a Compostela, se arrodillaron ante el pórtico central de la basílica y pusieron las manos en la base de piedra. Habían cumplido su peregrinaje, era el fin de un largo camino. Dieron gracias al apóstol por haberlos protegido y le pidieron que no los abandonara todavía, que los ayudara a cruzar el mar a salvo.

No habían terminado de formular las palabras, cuando Diego se dio cuenta de que a escasos pasos de distancia había un hombre de rodillas que rezaba con exagerado fervor. Estaba de perfil, apenas alumbrado por los reflejos multicolores de los vitrales, pero lo reconoció de inmediato, a pesar de que no lo había visto en cinco años. Era Galileo Tempesta.

Esperó a que el marinero terminara de golpearse el pecho y se persignara, para aproximarse. Tempesta se volvió, extrañado al verse abordado por un gitano de grandes patillas y bigotes.

– Soy yo, señor Tempesta, Diego de la Vega…

– Porca miseria, Diego! -exclamó el cocinero, y con sus músculos de piedra lo levantó un palmo del suelo en efusivo abrazo.

– ¡Chisss! Más respeto, están en la catedral -los increpó un fraile.