Salieron al aire libre, eufóricos, palmoteándose las espaldas, sin creer la suerte de haberse encontrado, aunque aquella casualidad era perfectamente explicable. Galileo Tempesta seguía trabajando de cocinero en la Madre de Dios y el barco estaba anclado en La Coruña cargando armas para llevar a México. Tempesta había aprovechado esos días de permiso en tierra para visitar al santo y rogarle que lo curara de un mal impronunciable. En susurros confesó que había contraído una enfermedad vergonzosa en el Caribe, castigo divino por sus pecados, sobre todo el hachazo que le propinara a su infeliz esposa años atrás, un lamentable exabrupto, es cierto, aunque ella se lo merecía. Sólo un milagro podía curarlo, agregó.

– No sé si el apóstol se dedica a este tipo de milagros, señor Tempesta, pero se me ocurre que Amalia podría ayudaros.

– ¿Quién es Amalia?

– Una drabardi. Nació con el don de leer el destino ajeno y curar enfermedades. Sus remedios son muy efectivos.

– ¡Bendito sea Santiago, que la puso en mi camino! ¿Ve cómo se operan los milagros, joven De la Vega?

– A propósito de Santiago, ¿qué ha sido del capitán Santiago de León? -preguntó Diego.

– Sigue al mando de la Madre de Dios y está más excéntrico que nunca, pero se pondrá muy contento al saber de usted.

– Tal vez no, porque ahora soy un fugitivo de la ley…

– Mayor razón, entonces. ¿Para qué son los amigos si no es para tender una mano cuando falla la suerte? -lo interrumpió el cocinero.

Diego lo llevó a una esquina de la plaza, donde varias gitanas vendían profecías, y se lo presentó a Amalia, quien escuchó su confesión y aceptó tratar su mal por un precio bastante elevado.

Dos días más tarde Galileo Tempesta arregló una cita entre Diego y Santiago de León en una taberna de La Coruña. Apenas el capitán se convenció de que ese gitano era el mozalbete que había transportado en su nave en 1810, se dispuso a escuchar su historia completa.

Diego le dio un resumen de sus años en Barcelona y le contó de Juliana e Isabel de Romeu.

– Existe una orden de arresto contra esas pobres niñas. De ser apresadas terminarían en prisión o deportadas a las colonias.

– ¿Qué fechoría pueden haber cometido esas criaturas?

– Ninguna. Son víctimas de un villano despechado. Antes de morir, el padre de las niñas, don Tomás de Romeu, me pidió que las llevara a California y las pusiera bajo la protección de mi padre, don Alejandro de la Vega. ¿Puede usted ayudarnos a llegar a América, capitán?

– Trabajo para el gobierno de España, joven De la Vega. No puedo transportar fugitivos.

– Sé que usted lo ha hecho otras veces, capitán…

– ¿Qué insinúa, señor?

Por toda respuesta Diego se abrió la camisa y le mostró el medallón de La Justicia , que siempre llevaba al cuello.

Santiago de León observó la joya por unos segundos y por primera vez Diego lo vio sonreír. Su rostro de ave taciturna cambió por completo y su tono se dulcificó al reconocer a un compañero. Aunque la sociedad secreta estaba temporalmente inactiva, ambos estaban tan atados como antes al juramento de proteger a los perseguidos. De León explicó que su nave debía partir dentro de unos días. El invierno no era la mejor estación para atravesar el océano, pero peor era el verano, cuando se desataban los huracanes.

Debía transportar con urgencia su cargamento de armas para combatir la insurrección en México, treinta cañones desarmados, mil mosquetes, un millón de municiones de plomo y pólvora. De León lamentaba que su profesión y las necesidades económicas le obligaran a ello, porque consideraba legítima la lucha de todos los pueblos por su independencia. España, decidida a recuperar sus colonias, había enviado diez mil hombres a América. Las fuerzas realistas habían reconquistado Venezuela y Chile en una lucha cruenta, de mucha sangre y atrocidades. También la insurrección mexicana había sido sofocada. «Si no fuera por mi leal tripulación, que ha estado conmigo por muchos años y necesita este trabajo, dejaría el mar para dedicarme exclusivamente a mis mapas», explicó el capitán.

Acordaron que Diego y las mujeres subirían a bordo amparados por las sombras y permanecerían ocultos en la nave hasta encontrarse en alta mar. Nadie, salvo el capitán y Galileo Tempesta, conocería la identidad de los pasajeros. Diego se lo agradeció conmovido, pero el capitán replicó que sólo cumplía con su obligación. Cualquier miembro de La Justicia haría lo mismo en su lugar.

La semana se fue en prepararse para el viaje. Debieron descoser los refajos para sacar los doblones de oro, porque deseaban dejar algo a los Roma, que tan bien los habían acogido, y necesitaban comprar ropa adecuada y otras cosas indispensables para el viaje. El puñado de piedras preciosas fue cosido de nuevo en los dobleces de las prendas interiores. Tal como les había indicado el banquero, no había mejor manera de transportar dinero en tiempos de dificultad.

Las muchachas escogieron vestidos prácticos y sencillos, adecuados a la vida que les aguardaba, todos negros, porque por fin podían guardar luto por su padre. No había mucho para elegir en las modestas tiendas de los alrededores, pero consiguieron algunas piezas de ropa y accesorios en un barco inglés anclado en el puerto. Por su parte, Nuria le había tomado el gusto a los trapos de colores durante su estadía con los gitanos, pero también debía usar el negro por lo menos durante un año, en memoria de su difunto amo.

Diego y sus amigas se despidieron de la tribu Roma con pesar, pero sin expresiones sentimentales, que habrían sido mal recibidas entre aquella gente endurecida por el hábito de sufrir. Pelayo le entregó a Diego la espada que había forjado para él, un arma perfecta, fuerte, flexible y liviana, tan bien equilibrada, que se podía lanzar al aire con una voltereta y recogerla por la empuñadura sin el menor esfuerzo. En el último momento Amalia intentó devolver a Juliana la tiara de perlas, pero ésta se negó a recibirla, pretextando que deseaba dejarle un recuerdo. «No necesito esto para acordarme de vosotros», replicó la gitana con un gesto casi despectivo, pero se la guardó.

Se embarcaron durante una noche de principios de marzo, unas horas después de que los guardias del puerto subieran a bordo a revisar la carga y autorizar al capitán para levar el ancla. Galileo Tempesta y Santiago de León condujeron a sus protegidos a las cabinas que les habían asignado. La nave había sido remodelada un par de años antes y estaba en mejores condiciones que en el primer viaje de Diego, ahora contaba con espacio para cuatro pasajeros en cubículos individuales a cada lado de la sala de oficiales, en la popa. Cada uno tenía una cama de madera colgada con cables, una mesa, una silla, un baúl y un pequeño armario para la ropa. Aquellas celdas no eran cómodas, pero ofrecían privacidad, el mayor lujo en un barco.

Las tres mujeres se encerraron en sus camarotes durante las primeras veinticuatro horas de navegación, sin probar bocado, verdes de mareo, convencidas de que no sobrevivirían al horror de mecerse en el agua durante semanas. Apenas dejaron atrás la costa de España, el capitán autorizó a los pasajeros a salir, pero ordenó a las muchachas que se mantuvieran a discreta distancia de los marineros, para evitar problemas. No dio explicaciones a los tripulantes y éstos no se atrevieron a pedirlas, pero a sus espaldas murmuraban que no era buena idea llevar mujeres a bordo.

Al segundo día las niñas De Romeu y Nuria resucitaron livianas y sin náuseas, con el sonido sordo de los pies desnudos de los marineros cambiando turnos y el aroma de café. Para entonces ya se habían habituado a la campana, que repicaba cada media hora. Se lavaron con agua de mar y se quitaron la sal con un trapo mojado en agua dulce, luego se vistieron y salieron tambaleándose de sus cabinas.

En la sala de oficiales había una mesa rectangular con ocho sillas, donde Galileo Tempesta había dispuesto el desayuno. El café, endulzado con melaza y fortalecido con un chorrito de ron, les devolvió el alma al cuerpo. La avena, aromatizada con canela y clavo de olor, fue servida con una exótica miel americana, gentileza del capitán. Por la puerta entreabierta vieron a Santiago de León y sus dos jóvenes oficiales en la mesa de trabajo, revisando las listas de los turnos y el informe de provisiones, leña y agua, que debían distribuirse con prudencia hasta el próximo puerto de abastecimiento.

En la pared había un compás indicando la dirección de la nave y un barómetro de mercurio. Sobre la mesa, en una hermosa caja de caoba, estaba el cronómetro, que Santiago de León cuidaba como reliquia. Saludó con un lacónico «buenos días», sin manifestar sorpresa ante la palidez mortal de sus huéspedes. Isabel preguntó por Diego, y el capitán le señaló la cubierta con un gesto vago.

– Si en estos años el joven De la Vega no ha cambiado, debería estar encaramado en el palo mayor o sentado sobre el mascarón de proa. No creo que se aburra, pero para ustedes esta travesía será muy larga -dijo.

Sin embargo, no fue así, pronto cada una encontró una ocupación. Juliana se dedicó a bordar y a leer uno a uno los libros del capitán. Al principio le parecieron aburridos, pero luego introdujo héroes y heroínas y así las guerras, revoluciones y tratados filosóficos adquirieron un apropiado carácter romántico. Era libre de inventar amores ardientes y contrariados y además podía decidir el final. Prefería los finales trágicos, porque se llora más.

Isabel se constituyó en ayudante del capitán para el trazado de los mapas fantásticos, una vez que probó su habilidad para el dibujo. Luego pidió permiso para retratar a la tripulación; el capitán acabó por darle autorización, y así ella se ganó el respeto de los marineros. Estudió los misterios de la navegación, desde el uso del sextante hasta la forma de identificar las corrientes submarinas por los cambios de color en el agua o por el comportamiento de los peces. Se entretuvo dibujando las labores a bordo, que eran muchas: sellar rajaduras de la madera con fibra de roble y alquitrán, bombear el agua que se juntaba en la cala, reparar velas, unir los cabos rotos, lubricar mástiles con grasa rancia de la cocina, pintar, raspar y lavar cubiertas.

Los tripulantes trabajaban todo el tiempo, sólo el domingo se relajaba la rutina y aprovechaban para pescar, tallar figuras en trozos de madera, cortarse el cabello, remendar la ropa y hacerse tatuajes o sacarse los piojos unos a otros. Olían a fiera, porque rara vez se cambiaban la ropa y consideraban que el baño era peligroso para la salud. No podían entender que el capitán lo hiciera una vez por semana, y mucho menos entendían la manía de los cuatro pasajeros de lavarse a diario.