– ¡Dejadlo, pero no lo perdáis de vista! Lo quiero con vida -ordenó su rival, y enseguida saludó a Santiago de León en perfecto castellano-. Jean Laffite, a sus órdenes, capitán.

– Lo temía, señor. No podía ser otro que el pirata Laffite -replicó De León, secándose el sudor de la frente.

– Pirata no, capitán. Cuento con patente de corsario de Cartagena de Colombia.

– Para el caso es lo mismo. ¿Qué podemos esperar de usted?

– Pueden esperar un trato justo. No matamos, a menos que sea inevitable, porque a todos nos conviene más un arreglo comercial. Propongo que nos entendamos como caballeros. Su nombre, por favor.

– Santiago de León, marino mercante.

– Sólo me interesa su carga, capitán De León, que si estoy bien informado, son armas y municiones.

– ¿Qué pasará con mi tripulación?

– Pueden disponer de sus botes. Con buen viento llegarán a las Bahamas o a Cuba en un par de días, todo es cuestión de suerte. ¿Hay algo a bordo que pueda interesarme, aparte de las armas?

– Libros y mapas… -replicó Santiago de León. Ése fue el momento que escogió Isabel para salir de su camarote en camisa de dormir, descalza y con la pistola de su padre en la mano. Se mantuvo encerrada, obedeciendo la orden de Diego, hasta que cesó el alboroto de la pelea y el ruido de los cañonazos, entonces no aguantó más la ansiedad y salió a averiguar cómo había terminado la batalla.

– Pardieu! Una hermosa dama… -exclamó Laffite al verla. Isabel dio un respingo de sorpresa y bajó el arma, era la primera vez que alguien usaba ese adjetivo para describirla. Laffite se acercó a un paso de distancia, la saludó con una reverencia, estiró la mano y ella le entregó la pistola sin chistar.

– Esto complica un poco las cosas… ¿Cuántos pasajeros hay a bordo? -preguntó Laffite al capitán.

– Dos señoritas y su dueña, que viajan con don Diego de la Vega.

– Muy interesante.

Los dos capitanes se encerraron a discutir la rendición, mientras en la cubierta un par de piratas mantenía a raya a Diego, apuntándolo con sus pistolas, y los demás tomaban posesión del barco. Ordenaron a los vencidos que se tendieran boca abajo con las manos en la nuca, recorrieron el barco en busca del botín, consolaron a los heridos con ron y después lanzaron a los muertos al mar. No tomaban prisioneros, era muy engorroso. Sus propios heridos fueron transportados con gran cuidado a sus chalupas de abordaje y de allí a la nave corsaria. Entretanto, Diego planeaba la forma de liberarse y salvar a las niñas De Romeu.

En caso que pudiera llegar a ellas, no imaginaba cómo podrían escapar.

Sus enemigos eran una jauría brutal, la idea de que cualquiera de esos hombres pusiera sus zarpas sobre las muchachas le enloquecía. Debía pensar con frialdad, porque para salir de esa situación se requerían maña y suerte, de poco le servirían sus conocimientos de esgrima.

Santiago de León, sus dos oficiales y los sobrevivientes de la tripulación compraron su libertad con un cuarto de su salario anual, lo usual en estos casos. A los marineros les ofrecieron la opción de unirse a la banda de Laffite y algunos aceptaron. El corsario sabía que la deuda del capitán y sus hombres sería pagada, como dictaba el honor; quien no lo hacía era despreciado incluso por sus mejores amigos. Se trataba una transacción limpia y simple.

Santiago de León debió entregar sus cuatro pasajeros a Jean Laffite, quien pensaba cobrar rescate por ellos. Le explicó que las dos muchachas eran huérfanas y sin fortuna, pero el corsario decidió llevárselas de todos modos, porque había gran demanda de mujeres blancas en las casas alegres de Nueva Orleáns. De León le suplicó que respetara a ese par de niñas virtuosas, que tanto habían sufrido y no merecían ese terrible destino, pero ese tipo de consideración interfería con los negocios, cosa que Laffite no podía permitirse, y además, explicó, ser cortesana era un trabajo muy agradable para la mayoría de las mujeres.

El capitán salió de la reunión descompuesto. No le importaba perder las armas, por el contrario, una de las razones por las que se rindió con tanta prontitud fue el deseo de desprenderse de esa carga, pero le horrorizaba la idea de que las niñas De Romeu, a quienes había tomado verdadero cariño, terminaran en un burdel. Debió informar a sus pasajeros de la suerte que les aguardaba, aclarando que el único con esperanza de salir ileso era Diego de la Vega, porque seguramente su padre haría lo necesario para salvarlo.

– Mi padre también pagará rescate por Juliana, Isabel y Nuria, siempre que nadie les ponga ni un dedo encima. Le mandaremos una carta de inmediato a California -aseguró Diego a Laffite, pero apenas lo hubo dicho sintió una extraña opresión en el pecho, como un mal presentimiento.

– El correo suele tardar, de manera que serán mis huéspedes por algunas semanas, tal vez meses, hasta que recibamos el rescate. Entretanto, las muchachas serán respetadas. Por el bien de todos, espero que su padre no se haga de rogar con la respuesta -replicó el corsario, sin despegar los ojos de Juliana.

Las mujeres, que apenas tuvieron tiempo de vestirse, desfallecieron al ver en el puente a aquella banda de temibles desalmados, la sangre y los heridos. Juliana, sin embargo, no se estremecía sólo de horror, como podía suponerse, sino por el impacto de la mirada de Jean Laffite.

Los piratas atracaron su bergantín, colocaron tablones entre ambos puentes y formaron una cadena humana para transportar de un barco a otro el cargamento liviano, incluyendo animales, barriles de cerveza y jamones. No tenían prisa, porque la Madre de Dios ahora pertenecía a Laffite. Trabajaban con rapidez, pues la Madre de Dios se hundía a ojos vista.

El capitán De León presenció impasible la maniobra, pero el corazón le daba bandazos, porque amaba a su barco como a una novia. En el mástil enemigo flameaba, junto a una bandera colombiana, otra roja, llamada jolie rouge, que indicaba el propósito de dejar libres a los vencidos a cambio de un precio. Eso lo tranquilizó un poco, sabía que el corsario le permitiría salvar a su tripulación, después de todo. Un pendón negro, que a veces llevaba una calavera y dos tibias cruzadas, habría indicado la decisión de pelear hasta el último hombre y masacrar a los adversarios.

Cuando terminaron con la carga, Laffite cumplió su palabra y autorizó a Santiago de León para poner agua dulce y provisiones en los botes, llevarse sus instrumentos de navegación, sin los cuales no podría ubicarse, y embarcarse con su gente. En ese momento apareció Galileo Tempesta, quien se las había arreglado para permanecer oculto durante la batalla, con el pretexto de su brazo quebrado, y se instaló entre los primeros en uno de los botes. El capitán se despidió de Diego y las mujeres con un firme apretón de manos y la promesa de que volverían a verse. Les deseó suerte y bajó a uno de los botes sin una mirada hacia atrás. No quería presenciar el espectáculo de ver la Madre de Dios, que había sido su única vivienda durante tres décadas, en poder de los piratas.

En la nave pirata, cargada hasta el tope, era difícil moverse. Laffite nunca estaba en alta mar por más de un par de días, por eso podía hacinar a ciento cincuenta tripulantes en un espacio donde normalmente no cabrían más de treinta. Tenía sus cuarteles en Grande Isle, cerca de Nueva Orleáns, un islote en la región pantanosa de Barataría. Allí esperaba que sus espías le anunciaran la proximidad de una posible presa para lanzarse al ataque. Aprovechaba la bruma o las sombras de la noche, cuando los barcos disminuían la velocidad o se detenían, para asaltarlos con sigilo y velocidad. La sorpresa era siempre su mayor ventaja. Utilizaba sus cañones para intimidar, más que hundir a la nave enemiga, así podía apoderarse de ella e incorporarla a su flota, compuesta de trece bergantines, goletillas, polacras y faluchos.

Jean y su hermano Pierre eran los corsarios más temidos de aquellos años en el mar, pero en tierra firme podían hacerse pasar por hombres de negocios. El gobernador de Nueva Orleáns, harto del contrabando, el tráfico de esclavos, y otras actividades ilegales de los Laffite, puso un precio de quinientos dólares por sus cabezas. Jean respondió ofreciendo mil quinientos por la del gobernador.

Ésa fue la culminación de muchas hostilidades. Jean logró escapar, pero Pierre estuvo preso por meses, Grande Isle fue atacada y requisaron toda la mercadería. Sin embargo, la situación cambió cuando los Laffite se convirtieron en aliados de las tropas americanas. El general Jackson llegó a Nueva Orleáns al mando de un contingente de hombres paupérrimos y enfermos de malaria, con la misión de defender el enorme territorio de Luisiana contra los ingleses. No podía darse el lujo de rechazar la ayuda ofrecida por los piratas. Esos bandidos, mezcla de negros, pardos y blancos, resultaron esenciales en la batalla.

Jackson se enfrentó con el enemigo el 8 de enero de 1815, es decir, tres meses antes de que nuestros amigos llegaran contra su voluntad a esa región. La guerra entre Inglaterra y su antigua colonia había concluido dos semanas antes, pero ninguno de los bandos lo sabía. Con un puñado de hombres de diversas procedencias, que ni siquiera compartían una lengua común, Jackson venció a un ejército organizado y bien armado de veinte mil ingleses. Mientras los hombres se asesinaban unos a otros en Chalmette, a pocas leguas de Nueva Orleáns, mujeres y niños rezaban en el Convento de las Ursulinas.

Al final de la batalla, cuando procedieron a contar los cadáveres, vieron que Inglaterra había perdido dos mil hombres, mientras que Jackson sólo dejó trece soldados en el campo. Los más valientes y feroces fueron los criollos -gente de color, pero libres- y los piratas.

Unos días más tarde se celebró el triunfo con arcos de flores y doncellas vestidas de blanco, representando cada estado de la Unión, que coronaron de laurel al general Jackson. En la concurrencia estaban los hermanos Laffite con sus piratas, que de ser proscritos pasaron a ser héroes.

Durante las cuarenta horas que demoró el barco de Laffite en llegar a Grande Isle mantuvieron a Diego de la Vega atado en la cubierta y a las tres mujeres encerradas en una pequeña cabina junto a la del capitán. Pierre Laffite, que no había participado en el asalto a la Madre de Dios porque quedó a cargo de la nave pirata, resultó ser un hombre muy diferente de su hermano, más tosco, robusto, brutal, con cabellos claros y media cara paralizada por una apoplejía. Le gustaba comer y beber en exceso y no podía resistirse a una mujer joven, pero se abstuvo de molestar a Juliana e Isabel porque su hermano le recordó que los negocios eran más importantes que el placer. Esas muchachas podían reportarles una buena suma de dinero.