Jean mantenía sus orígenes en el misterio, nadie sabía de dónde provenía, pero confesaba sus treinta y cinco años. Tenía trato suave y modales exquisitos, hablaba varias lenguas, entre ellas francés, español e inglés, amaba la música y daba grandes sumas de dinero a la ópera de Nueva Orleáns. A pesar de su éxito entre las mujeres, no las codiciaba como su hermano, prefería cortejarlas con paciencia; era galante, jovial, gran bailarín y contador de anécdotas, la mayoría inventadas al vuelo.

Su simpatía por la causa americana resultaba legendaria, sus capitanes sabían que «quien ataca a un barco americano, muere». Los tres mil hombres bajo su mando lo llamaban boss, o jefe. Movía millones en mercadería utilizando barcazas y piraguas por los intrincados canales del delta del Mississippi. Nadie conocía esa región como él y sus hombres, las autoridades no podían controlarlos ni darles caza. Vendía el producto de su piratería a escasas leguas de Nueva Orleáns, en un antiguo lugar sagrado de los indios, llamado el Templo.

Dueños de plantaciones, criollos ricos y no tan ricos, y hasta los familiares del gobernador compraban a su antojo, sin pagar impuestos, a un precio razonable y en un alegre ambiente de feria. También allí se llevaban a cabo los remates de esclavos, que adquiría baratos en Cuba y vendía caros en los estados americanos, donde el tráfico de negros estaba prohibido, aunque no así la esclavitud. Laffite anunciaba sus ventas en afiches en cada esquina de la ciudad:

¡VENGAN TODOS AL BAZAR Y REMATE DE ESCLAVOS

DE JEAN LAFFITE EN EL TEMPLO!

¡ROPA, JOYAS, MUEBLES Y OTROS ARTÍCULOS DE LOS SIETE MARES!

Jean invitó a sus tres rehenes femeninas a compartir un refrigerio a bordo, pero ellas se negaron a salir de su camarote. Les mandó una bandeja con quesos, fiambres y una buena botella de vino español, obtenida de la Madre de Dios, con sus respetuosos saludos. Juliana no podía quitárselo de la cabeza y se moría de curiosidad por conocerlo, pero consideró más prudente mantenerse encerrada.

Diego pasó esas cuarenta horas a la intemperie, atado como un salchichón, sin alimento. Le quitaron el medallón de La Justicia y las pocas monedas que llevaba en el bolsillo, le dieron un poco de agua de vez en cuando y patadas si se movía demasiado. Jean Laffite se acercó en un par de ocasiones para asegurarle que al llegar a su isla estaría más cómodo y rogarle que perdonara la poca educación de sus hombres. No estaban acostumbrados a tratar con gente fina, dijo.

Diego debió tragarse la ironía, mascullando para sus adentros que tarde o temprano le bajaría el moño a ese desalmado. Lo importante era mantenerse vivo. Sin él, las dos niñas De Romeu estarían perdidas. Había oído de las orgías de alcohol, sexo y sangre que tenían los piratas en sus guaridas cuando regresaban triunfantes de sus fechorías, de cómo las infelices mujeres prisioneras sufrían los peores atropellos, de los cuerpos violados y mutilados que enterraban en la arena durante esas bacanales.

Trataba de no pensar en eso, sino en la forma de escapar, pero aquellas imágenes lo torturaban. Además, no lo abandonaba el desagradable presentimiento que lo había asaltado antes. Tenía que ver con su padre, de eso estaba seguro. Hacía semanas que no podía comunicarse con Bernardo y decidió aprovechar esas horas tediosas para intentarlo. Se concentró en llamar a su hermano, pero la telepatía no les funcionaba por ejercicio de voluntad, los mensajes iban y venían sin diseño fijo y sin control por parte de ellos. Ese largo silencio, tan raro entre Bernardo y él, le parecía de muy mal augurio. Se preguntó qué sucedería en Alta California, qué sería de Bernardo y de sus padres.

Grande Isle, en Barataría, donde los Laffite tenían su imperio, era vasta, húmeda, plana y, como el resto del paisaje de la región, tenía un aura de misterio y decadencia. Esa naturaleza caprichosa y caliente, que pasaba de la calma bucólica a devastadores huracanes, invitaba a las grandes pasiones. Todo se corrompía con rapidez, desde la vegetación hasta el alma humana. En los momentos de buen tiempo, como el que les tocó a Diego y sus amigas al llegar, una cálida brisa arrastraba un olor dulzón a flores de naranjo, pero tan pronto cesaba la brisa, se dejaba caer un calor de plomo.

Los piratas desembarcaron a los prisioneros y los escoltaron a la vivienda de Jean Laffite, instalada en un promontorio y rodeada de un bosque de palmeras y robles torcidos, con las hojas quemadas por el rocío marino. El pueblo de los piratas, protegido del viento por una maraña de arbustos, apenas se veía entre las hojas. Las flores de oleandro ponían notas de color.

La casa de Laffite era de dos pisos, estilo español, con celosías en las ventanas y una amplia terraza mirando al mar, hecha de ladrillos cubiertos con una mezcla de yeso y conchas de ostras molidas. Lejos de ser una cueva, como la que los prisioneros habían imaginado, resultó ser limpia, organizada y hasta lujosa. Las habitaciones eran amplias y frescas, la vista de los balcones era espectacular, los pisos de madera rubia relucían, las paredes acababan de ser pintadas y sobre cada mesa había jarrones con flores, fuentes con fruta y jarras de vino. Un par de esclavas negras llevaron a las mujeres a las habitaciones que les habían asignado.

A Diego le facilitaron una jofaina de agua para lavarse, le dieron café y lo condujeron a una terraza, donde Jean Laffite descansaba en una hamaca roja, tañendo un instrumento de cuerda, con la vista perdida en el horizonte, acompañado por dos papagayos de brillantes colores. Diego pensó que el contraste entre la mala reputación de aquel hombre y su refinado aspecto no podía ser más sorprendente.

– Puede elegir entre ser mi prisionero o mi huésped, señor De la Vega. Como prisionero tiene derecho a tratar de escapar y yo tengo derecho a impedírselo como sea. Como mi huésped será tratado hasta que recibamos el rescate de su padre, pero estará obligado por las leyes de hospitalidad a respetar mi casa y mis instrucciones. ¿Nos entendemos?

– Antes de responder, señor, debo conocer sus planes con respecto a las hermanas De Romeu, que están a mi cargo -replicó Diego.

– Estaban, señor, ya no lo están. Ahora están a mi cargo. La suerte de ellas depende de la respuesta de su padre.

– Si acepto ser su huésped, ¿cómo podrá estar seguro de que no intentaré escapar de todos modos?

– Porque no lo haría sin las niñas De Romeu y porque me dará su palabra de honor -replicó el corsario.

– La tiene, capitán Laffite -dijo Diego, resignado.

– Muy bien. Por favor, acompáñeme a cenar con sus amigas dentro de una hora. Creo que mi cocinero no les defraudará.

Entretanto, Juliana, Isabel y Nuria pasaban por momentos desconcertantes. Varios hombres trajeron unas bateas a su habitación y las llenaron de agua; después aparecieron tres jóvenes esclavas provistas de jabón y cepillos, bajo las órdenes de una mujer alta y hermosa, de facciones cinceladas y cuello largo, ataviada con un gran turbante en la cabeza, que le daba otro palmo de altura. Se presentó en francés como madame Odilia y aclaró que ella mandaba en la casa de Laffite. Indicó a las prisioneras que se despojaran de sus ropas, porque iban a recibir un baño. Ninguna de las tres se había desnudado en su vida, se lavaban con gran pudor por debajo de una ligera túnica de algodón.

Los aspavientos de Nuria provocaron un ataque de risa en las esclavas, y la dama del turbante explicó que nadie se muere por darse un baño. A Isabel le pareció razonable y se quitó lo que llevaba puesto. Juliana la imitó, tapándose sus partes íntimas a dos manos. Esto provocó nuevas carcajadas en las africanas, que comparaban su propia piel color madera con la de esa muchacha, blanca como la loza del comedor. A Nuria debieron sujetarla entre varias para desvestirla, y sus gritos remecían las paredes.

Las introdujeron en las bateas y las jabonaron de pies a cabeza. Pasado el primer susto, la experiencia no resultó tan terrible como parecía al comienzo y pronto Juliana e Isabel empezaron a disfrutarla. Las esclavas se llevaron sus ropas sin ofrecer explicaciones y a cambio les trajeron ricos vestidos de brocado, poco adecuados para el clima caliente. Estaban en buen estado, aunque era evidente que habían sido usados; uno tenía manchas de sangre en el ruedo. ¿Qué destino había padecido su dueña anterior? ¿Sería también una prisionera? Mejor no imaginar su suerte o la que las esperaba a ellas. Isabel dedujo que la prisa en desnudarlas obedecía a instrucciones precisas de Laffite, quien deseaba asegurarse de que nada ocultaban bajo las faldas. Se habían preparado para esa eventualidad.

Diego decidió aprovechar la libertad condicional que le daba el corsario y salió a recorrer los alrededores mientras hacía tiempo para la cena. El pueblo pirata estaba formado por almas vagabundas de cada rincón del planeta. Algunos estaban instalados con sus mujeres y chiquillos en casuchas de palma, mientras que los solteros deambulaban sin techo fijo. Había lugares donde comer buenos platos franceses y criollos, bares y burdeles, además de talleres y tiendas de artesanos. Esos hombres de diversas razas, lenguas, creencias y costumbres, tenían en común un feroz sentido de la libertad, pero aceptaban las leyes de Barataría porque les parecían adecuadas y el sistema era democrático. Todo se decidía por votación, incluso tenían derecho a escoger y destituir a sus capitanes.

Las reglas eran claras: quien molestaba a una mujer ajena terminaba abandonado en un islote desértico con una garrafa de agua y una pistola cargada; el robo se pagaba con azotes; el asesinato, con la horca. No existía la sumisión ciega a un jefe, salvo en alta mar durante una acción bélica, pero había que obedecer las reglas o pagar las consecuencias.

En otros tiempos habían sido criminales, aventureros o desertores de barcos de guerra, siempre marginales, y ahora estaban orgullosos de pertenecer a una comunidad. Sólo los más aptos se embarcaban, el resto trabajaba en fraguas, cocinaba, criaba animales, reparaba barcos y botes, construía casas, pescaba.

Diego vio mujeres y niños, también hombres enfermos o con miembros amputados, y se enteró de que los veteranos de batallas, huérfanos y viudas recibían protección. Si un marinero perdía una pierna o un brazo en alta mar, se le recompensaba en oro.