– ¡Vamos! ¡El establo se quema! ¡Hay que sacar a los animales!

Las tres mujeres se pusieron en acción para salvar a la vaca y los caballos, que relinchaban de pavor, mientras Diego arrastraba hacia fuera a los dos forajidos, uno de los cuales seguía rugiendo de dolor, con la pierna convertida en pulpa y encharcado en sangre.

El establo ardió como una inmensa hoguera, alumbrando la noche. En esa claridad Diego vio los rostros de Juliana e Isabel, que tanto habían espantado a sus asaltantes, y él también lanzó una exclamación de horror. La piel, amarillenta y cuarteada, como cuero de cocodrilo, brillaba purulenta en algunas partes y en otras se había secado como una costra, tironeando las facciones. Los ojos estaban deformados, los labios habían desaparecido, las niñas eran dos monstruos.

– ¿Qué pasó? -gritó Diego.

– Fiebre amarilla -se rió Isabel.

La idea había sido de Nuria. La dueña sospechó que sus aviesos anfitriones podían atacarlos durante la noche. Conocía la maldad de esos tipos por la descripción que hizo de ellos la campesina, a cuyo marido habían asesinado. Se acordó de una antigua receta de belleza para aclarar la piel, a base de yemas, que las españolas aprendieron de las mujeres musulmanas, y usó el par de huevos que sobraron de la cena para pintar las caras de las niñas. Al secarse se convirtieron en máscaras agrietadas de un color repugnante.

– Se quita con agua y hace mucho bien para el cutis -explicó Nuria, ufana.

Vendaron la herida del gañán de la cicatriz, que gritaba y gritaba como un torturado, para impedir al menos que se desangrara, aunque había pocas esperanzas de que salvara la pierna destrozada por el balazo. Al otro lo dejaron bien atado a una silla, pero no lo amordazaron, para que pudiera pedir auxilio. La casa no quedaba lejos del camino y más de algún pasante podría oírlo.

– Ojo por ojo, diente por diente, todo se paga en esta vida o en el infierno -fueron las palabras de despedida de Nuria.

Se llevaron un jamón, que colgaba de una viga en la casa, y los dos caballos percherones, lentos y pesados. No eran buenas cabalgaduras, pero siempre sería mejor que caminar; además, no deseaban dejar medios de transporte a ese par de bandidos, para que no pudieran darles alcance.

El incidente con el hombre sin nariz y su compinche de la cara acuchillada sirvió a los viajeros para ser más precavidos. A partir de entonces decidieron que se hospedarían sólo en los sitios designados desde tiempos inmemoriales para los peregrinos.

Después de varias semanas de marcha por los caminos del norte, los cuatro bajaron de peso y se les curtió el cuerpo y el alma. La luz les tostó la piel, el aire seco y las heladas se la agrietó. El rostro de Nuria se convirtió en un mapa de finas arrugas y los años le cayeron encima de súbito. Esa mujer, antes tiesa, aparentemente sin edad, ahora arrastraba los pies y se le había encorvado un poco la espalda, pero lejos de afearla, eso la embellecía. Se le relajó la expresión adusta y empezó a aflorarle un humor socarrón de abuela excéntrica que antes no había manifestado. Además, se veía mejor con el sencillo sayo de peregrina que con el severo uniforme negro y toca que había usado toda su vida.

Las curvas de Juliana desaparecieron, se veía más pequeña y joven, con los ojos enormes y las mejillas partidas y rojas. Tomaba la precaución de echarse lanolina en la piel, para protegerse del sol, pero no pudo evitar el impacto de la intemperie. Isabel, fuerte y delgada, fue quien menos sufrió con el viaje. Se le afilaron las facciones y adquirió un tranco largo y seguro que le daba un aspecto viril. Nunca había sido más feliz, estaba hecha para la libertad. «¡Maldición! ¿Por qué no nací hombre?», exclamó en una ocasión.

Nuria le plantó un pellizco con la advertencia de que semejante blasfemia podía conducirla directa a las pailas de Satanás, pero luego se echó a reír de buena gana y comentó que, de haber nacido varón, Isabel habría sido como Napoleón, por la mucha guerra que siempre daba.

Se adaptaron a las rutinas impuestas por la marcha. Diego asumió el mando en forma natural, tomaba decisiones y daba la cara ante extraños. Procuraba que las mujeres dispusieran de cierta privacidad para sus necesidades más íntimas, pero no las perdía de vista por más de unos minutos. Bebían y se lavaban en los ríos, para eso llevaban las calabazas, símbolo de los peregrinos.

Con cada legua recorrida fueron olvidando las comodidades del pasado, un pedazo de pan les sabía a cielo, un sorbo de vino era una bendición. En un monasterio les dieron tazones de chocolate dulce y espeso, que saborearon lentamente, sentados en un banco al aire libre. Durante varios días no pensaron en otra cosa, no recordaban haber sentido jamás un placer tan absoluto como esa caliente y aromática bebida bajo las estrellas.

Durante el día se mantenían con los restos de la comida recibida en los hospedajes: pan, queso duro, una cebolla, un trozo de salchichón. Diego llevaba algo de dinero a mano para emergencias, pero procuraban no usarlo; los peregrinos sobrevivían de caridad. Si no había más remedio que pagar por algo, regateaba largamente, hasta que lo conseguía casi regalado, así no levantaba sospechas.

Habían cruzado medio País Vasco cuando el invierno se dejó caer sin compasión. Chapuzones súbitos los calaban hasta los huesos y las heladas los mantenían tiritando bajo las mantas mojadas. Los caballos iban al paso, agobiados también por el clima. Las noches eran más largas, la bruma más densa, la marcha más lenta, la escarcha más gruesa y el viaje más difícil, pero el paisaje resultaba de una belleza sobrecogedora. Verde y más verde, colinas de terciopelo verde, bosques inmensos en todos los tonos de verde, ríos y cascadas de cristalinas aguas verde esmeralda. Por largos trechos la huella se perdía en la humedad del suelo, para reaparecer más adelante en la forma de un delicado sendero entre los árboles, o las losas gastadas de una antigua ruta romana.

Nuria convenció a Diego de que valía la pena gastar dinero en licor, lo único que lograba calentarlos por las noches y hacerles olvidar las penurias de la jornada. A veces debían permanecer un par de días en un hospedaje, porque llovía demasiado y necesitaban reponer fuerzas, entonces aprovechaban para escuchar las historias de otros viajeros y de los religiosos, que habían visto pasar a tantos pecadores por el camino de Santiago.

Un día, a mediados de diciembre, se encontraban aún lejos de la próxima aldea y no habían visto casas hacía un buen trecho, cuando divisaron entre los árboles varias luces trémulas como indecisas hogueras. Decidieron aproximarse con cautela, porque podían ser desertores del ejército, más peligrosos que cualquier felón. Solían vagar en grupos, zaparrastrosos, armados hasta los dientes y dispuestos a todo. En el mejor de los casos, esos veteranos de guerra sin trabajo se alquilaban como mercenarios para pelear a sueldo, zanjar reyertas, cumplir venganzas, y otras ocupaciones poco honorables pero preferibles a la de bandido. No tenían más vida que sus aceros, y la idea de un trabajo manual les resultaba impensable.

En España sólo trabajaban los labriegos, quienes con el sudor de sus lomos mantenían el peso inmenso del imperio, desde el rey hasta el último esbirro, picapleitos, fraile, tahúr, paje, buscona o pordiosero.

Diego dejó a las mujeres bajo unos arbustos, protegidas por la pistola, que Isabel había finalmente aprendido a usar, mientras él averiguaba el significado de aquellos remotos destellos. A poco andar se halló cerca y pudo comprobar que, tal como había imaginado, se trataba de varias fogatas. Sin embargo, no creyó que fuese una pandilla de bandoleros ni desertores, porque le llegó la melodía débil de una guitarra. El corazón le dio una patada en el pecho al reconocer esa música, un canto apasionado de despecho y lamento que Amalia solía bailar, con revuelo de faldas y una sonajera de castañuelas, mientras el resto de la tribu marcaba el ritmo con panderetas y palmas.

No era original, todos los gitanos tocaban canciones similares.

Se aproximó al paso sobre su caballo y distinguió en un claro del bosque varias carpas y fogatas. «¡Dios me ampare!», musitó, a punto de gritar de alivio porque allí estaban sus amigos. No le cupo dudas, era la familia de Amalia y Pelayo. Varios hombres de la tribu se adelantaron a averiguar quién era el intruso y en la luz gris del atardecer vieron a un monje desharrapado y barbudo que avanzaba hacia ellos sobre un pesado caballo de labranza. No lo reconocieron hasta que él saltó al suelo y corrió hacia ellos, porque lo último que esperaban era volver a ver a Diego de la Vega y mucho menos en hábito de peregrino.

– ¿Qué demonios te ha pasado, hombre? -exclamó Pelayo, dándole una palmada afectuosa en el hombro, y Diego no supo si le corrían por la cara lágrimas o nuevas gotas de lluvia.

El gitano lo acompañó a buscar a Nuria y las niñas. Una vez sentados en torno a la hoguera, los viajeros contaron a grandes rasgos sus recientes peripecias, desde la ejecución de Tomás de Romeu hasta lo ocurrido con Rafael Moncada, omitiendo los altibajos menores de la fortuna, que nada aportaban a la historia.

– Como veis, somos fugitivos y no peregrinos. Tenemos que llegar a La Coruña, a ver si allí podemos embarcarnos a América pero aún nos falta la mitad del camino y el invierno nos muerde los talones. ¿Podríamos seguir viaje con vosotros? -les preguntó Diego.

Los Roma nunca habían recibido una solicitud de esa clase por parte de un gadje. Por tradición, desconfiaban de los extraños, sobre todo cuando éstos demostraban buenas intenciones, porque lo más probable era que llevaran una víbora escondida en la manga, pero habían tenido ocasión de conocer a fondo a Diego y lo estimaban. Se apartaron para consultarlo entre ellos. Dejaron al grupo de gadjes secándose las ropas junto al fuego y se retiraron a una de las tiendas, hecha con trozos de diversas telas, andrajosa y llena de hoyos, que a pesar de su lamentable aspecto ofrecía buen resguardo contra los caprichos del clima.

La asamblea de la tribu, llamada kris, duró buena parte de la noche. Dirigía Rodolfo, el Rom baro, el hombre de más edad, patriarca, consejero y juez, quien conocía las leyes de los Roma. Esas leyes no habían sido escritas o codificadas, pasaban de una generación a otra en la memoria de los Rom baro, quienes las interpretaban de acuerdo a las condiciones de cada época y lugar.