Aunque los peregrinos eran raros en esa estación -preferían viajar en primavera y verano-, los amigos esperaban no llamar la atención, porque el fervor religioso había aumentado desde que los franceses se retiraron del país y muchos españoles habían prometido visitar al santo si ganaban la guerra.

Amanecía cuando volvieron al camino y echaron a andar. Ese primer día caminaron más de cinco leguas, hasta que Juliana y Nuria se dieron por vencidas porque les sangraban los pies y desfallecían de hambre. A eso de las cuatro de la tarde se detuvieron en una choza de campo, cuya dueña resultó ser una desgraciada mujer que había perdido a su marido en la guerra. Tal como les informó, no pereció en manos de los franceses, sino masacrado por españoles, que lo acusaron de esconder comida, en vez de entregarla a la guerrilla. Sabía quiénes eran los asesinos, les había visto bien las caras, labriegos como ella que aprovechaban los malos tiempos para cometer tropelías. No eran guerrilleros, sino delincuentes, que violaron a su pobre hija, loca de nacimiento, que no le hacía daño a nadie, y se llevaron sus animales.

– Se salvó una cabra, que correteaba en los cerros, -dijo. Uno de esos hombres tenía la nariz comida por la sífilis y el otro una cicatriz larga en la cara, los recordaba muy bien y no pasaba un día sin que los maldijera y clamara por venganza, agregó. Su única compañía era la hija, que mantenía atada a una silla para que no se arañara.

En la vivienda, un cubo de piedra y barro, chato, maloliente y sin ventanas, convivían la madre y la hija con una jauría de perros. La campesina tenía muy poco para dar y estaba cansada de recibir a mendigos, pero no quiso dejarlos a la intemperie. Por negar hospedaje a san José y la Virgen María, el Niño Dios nació en un pesebre, dijo. Creía que rehusar a un peregrino se pagaba con muchos siglos de sufrimiento en el purgatorio.

Los viajeros se sentaron en el suelo de tierra, rodeados por perros pulguientos, a reponerse un poco de la fatiga, mientras ella cocinaba unas patatas en las brasas y desenterraba un par de cebollas de su mísero huerto.

– Es todo lo que hay. Mi hija y yo no hemos comido otra cosa en meses, pero tal vez mañana consiga ordeñar a la cabra -dijo.

– Que Dios se lo pague, señora -murmuró Diego.

La única luz de la vivienda entraba por el hueco de la puerta, que de noche se cerraba con un cuero tieso de caballo, y del pequeño brasero donde se habían asado las patatas. Mientras ellos consumían el frugal alimento, la campesina los observaba de reojo con sus ojillos legañosos. Vio manos blancas y suaves, rostros nobles, portes esbeltos, recordó que andaban con dos caballos y sacó sus conclusiones.

No quiso averiguar detalles, pensó que mientras menos supiera, a menos problemas se exponía; no estaban los tiempos para hacer muchas preguntas.

Cuando sus huéspedes terminaron de comer, les prestó unas pieles de cordero mal curtidas y los condujo a un cobertizo, donde guardaba leña y mazorcas secas. Allí se instalaron. Nuria opinó que resultaba harto más acogedor que el interior de la casucha, con el olor de los perros y los bramidos de la loca.

Distribuyeron el espacio y los cueros y se aprontaron para una larga noche. Estaban acomodándose lo mejor posible, cuando reapareció la campesina trayendo un pocillo con grasa, que les entregó con la recomendación de usarlo para las magulladuras. Se quedó mirando al maltrecho grupo con una mezcla de desconfianza y curiosidad.

– De peregrinos, nada. Se ve que son gente fina. No quiero saber de qué huyen, pero aquí va un consejo gratis. Hay muchos bellacos en estos caminos. No hay que confiar. Mejor que no vean a las muchachas. Que se cubran las caras, por lo menos -agregó antes de dar media vuelta y partir.

Diego no sabía cómo aliviar la incomodidad de las mujeres, en especial de quien más le importaba, Juliana. Tomás de Romeu le había confiado a sus hijas y había que ver la condición en que estaban las desdichadas. Acostumbradas a colchón de plumas y sábanas bordadas, ahora reposaban los huesos sobre una pila de mazorcas y se rascaban las pulgas a dos manos. Juliana era admirable, no se había quejado ni una sola vez durante esa ardua jornada, incluso se comió la cebolla cruda de la cena sin comentarios.

En justicia, debía admitir que tampoco Nuria había puesto mala cara, y en cuanto a Isabel, bueno, parecía encantada con la aventura. El cariño de Diego por ellas había crecido al verlas tan vulnerables y valientes.

Sintió una ternura infinita por esos cuerpos lastimados y un deseo inmenso de aliviarles el cansancio, de abrigarlas del frío, de salvarlas de cualquier peligro. No le preocupaba tanto Isabel, quien tenía la resistencia de una potranca, ni Nuria, quien se las arreglaba con sorbos de licor, sino Juliana. Las sandalias de labrador le llenaron de ampollas los pies, a pesar de las medias de lana, y el roce del hábito le escoció la piel. ¿Y qué pensaba Juliana entretanto? No lo sé, pero imagino que en la luz agónica de la tarde Diego le pareció guapo. No se había afeitado en un par de días y la sombra oscura de la barba le daba un aire tosco y viril. Ya no era el muchacho torpe, intenso, flaco, pura sonrisa y orejas, que apareció en su casa cuatro años antes. Era un hombre.

Dentro de unos meses cumpliría veinte años bien vividos, había echado cuerpo y tenía aplomo. No estaba nada mal y además la quería con una conmovedora lealtad de cachorro. Juliana tendría que haber sido de piedra para no ablandarse.

El pretexto de la manteca curativa sirvió a Diego para acariciar los pies de su amada un buen rato y, de paso, distraerse de sus funestos pensamientos. Pronto prevaleció su naturaleza optimista y le ofreció extender el masaje hacia las pantorrillas. «No seas depravado, Diego», lo increpó Isabel, rompiendo el encanto en un santiamén.

Las hermanas se durmieron, mientras él volvía a rumiar sus variadas inquietudes. Concluyó que lo único venturoso de ese viaje sería Juliana, lo demás era sólo esfuerzo y agobio. Rafael Moncada y otros posibles pretendientes habían quedado fuera de la escena, por fin disponía de una oportunidad completa para conquistar a la bella: semanas y semanas en estrecha convivencia. Allí estaba, a menos de una vara de distancia, exhausta, sucia, dolorida y frágil.

Podía estirar la mano y tocar su mejilla arrebolada por el sueño, pero no se atrevía. Dormiría cada noche a su lado, como castos esposos, y compartiría con ella cada momento del día. Juliana no contaba con más protección que él en este mundo, situación que le favorecía enormemente.

Jamás se aprovecharía de esa ventaja, por supuesto -era un caballero-, pero no podía dejar de notar que en un solo día se había operado un cambio en ella. Juliana lo miraba con otros ojos. Se había acostado ovillada, tiritando bajo las pieles de cordero, en un rincón del cobertizo, pero al poco rato entró en calor y asomó media cabeza, buscando acomodo sobre las mazorcas. Por las ranuras de las tablas entraba el resplandor azul de la luna y alumbraba su rostro perfecto, abandonado en el sueño.

Diego deseaba que ese peregrinaje no terminara nunca. Se colocó tan cerca de ella, que podía adivinar la tibieza de su aliento y la fragancia de sus rizos oscuros. La buena campesina tenía razón, había que esconder su belleza, para no atraer la mala suerte. Si eran asaltados por una pandilla, mal podría defenderla él solo, ya que ni siquiera contaba con una espada. Existían sobrados motivos para angustiarse; sin embargo, nada pecaminoso había en dar rienda suelta a la fantasía; por lo tanto se distrajo imaginando a la doncella en terribles peligros y salvada una y otra vez por el invencible Zorro.

“Si no consigo enamorarla ahora, es que soy un babieca sin remedio”, masculló.

Juliana e Isabel despertaron con el canto del gallo y las sacudidas de Nuria, quien les había conseguido un tazón de leche de cabra recién ordeñada. Ella y Diego no habían descansado con la misma placidez de las niñas. Nuria rezó por horas, aterrada del futuro, y Diego descansó a medias, pendiente de la proximidad de Juliana, con un ojo abierto y una mano en la daga para defenderla, hasta que el tímido amanecer de invierno puso fin a esa eterna noche.

Los viajeros se aprontaron para iniciar otra jornada, pero a Juliana y Nuria las piernas apenas les obedecían, a los pocos pasos debieron apoyarse para no caer desplomadas. Isabel, en cambio, demostró su estado físico con varias flexiones, jactándose de las horas interminables que había pasado haciendo esgrima frente a un espejo.

Diego aconsejó que echaran a andar, para que se calentaran los músculos y pasara el agarrotamiento, pero no fue así, el dolor no hizo más que empeorar y al fin Juliana y Nuria debieron montar en los caballos, mientras Diego e Isabel cargaban los bultos.

Habría de pasar una semana completa antes de que pudieran cumplir la meta de seis leguas diarias que se habían propuesto al comenzar. Antes de partir agradecieron la hospitalidad a la campesina y le dejaron unos maravedíes, que ella se quedó mirando pasmada, como si nunca hubiera visto monedas.

En algunos trechos la ruta era un sendero de mulas, en otros, sólo un delgado rastro culebreando en la naturaleza. Una transformación inesperada se operó en los cuatro falsos peregrinos. La paz y el silencio los obligó a escuchar, mirar los árboles y las montañas con otros ojos, abrir el corazón a la experiencia única de pisar sobre las huellas de millares de viajeros que habían hecho ese camino durante nueve siglos. Unos frailes les enseñaron a guiarse por las estrellas, como hacían los viajeros en la Edad Media, y por las piedras y mojones marcados con el sello de Santiago, una concha de vieira, dejados por caminantes anteriores.

En algunas partes encontraron frases talladas en trozos de madera o escritas en desteñidos trozos de pergamino, mensajes de esperanza y deseos de buena suerte.

Aquel viaje a la tumba del apóstol se convirtió en una exploración de la propia alma. Iban en silencio, doloridos y cansados, pero contentos. Perdieron el miedo inicial y pronto se les olvidó que huían. Escucharon lobos por la noche y esperaban ver bandoleros en cualquier recodo del camino, pero avanzaban confiados, como si una fuerza superior los protegiera.

Nuria empezó a reconciliarse con Santiago, a quien había insultado cuando ejecutaron a Tomás de Romeu. Cruzaron bosques, extensas llanuras, montes solitarios, en un paisaje cambiante y siempre hermoso. Nunca les faltó hospedaje. Unas veces dormían en casas de labriegos, otras en monasterios y conventos. Tampoco les faltó pan o sopa, que gente desconocida compartía con ellos.