Diego correteaba entre los muebles de la biblioteca, simulando escapar de los ataques de Moncada y al mismo tiempo provocándolo con comentarios irónicos, mientras llovían los golpes y destellaban los aceros. Logró enfurecerlo. Moncada perdió la sangre fría, de la que hacía alarde, y empezó a jadear. La transpiración le caía de la frente, cegándolo. Diego calculó que ya lo tenía en su poder. Como a los toros de lidia, había que cansarlo primero.

– ¡Cuidado, excelencia, puede herir a alguien con esa espada! -exclamó Diego.

Para entonces Juliana se había repuesto un poco y clamaba de viva voz que depusieran las armas, por amor a Dios y por respeto a la memoria de su padre. Diego dio un par de estocadas más y enseguida soltó su arma y levantó las manos por encima de la cabeza, pidiendo cuartel. Era un riesgo, pero calculó que Moncada se cuidaría de matar a un hombre desarmado ante los ojos de Juliana, pero, en cambio, su adversario se le fue encima con un grito de triunfo y el ímpetu de todo su cuerpo. Diego hizo el quite al filo, que pasó rozándole una cadera, y de dos saltos alcanzó la ventana para refugiarse detrás de la pesada cortina de felpa, que colgaba hasta el suelo. La espada de Moncada atravesó la tela, levantando una nube de polvo, pero quedó enredada y el hombre debió forcejear para desprenderla. Eso dio a Diego unos instantes de ventaja para lanzarle la cortina a la cara y brincar sobre la mesa de caoba. Tomó un libraco empastado en cuero y se lo arrojó, dándole en el pecho. Moncada estuvo a punto de perder pie, pero se enderezó rápidamente y acometió de nuevo. Diego esquivó un par de lances, le disparó varios libros más, luego se tiró al suelo y se arrastró bajo la mesa.

– ¡Cuartel, cuartel! ¡No quiero morir como un pollo! -gimoteaba con tono de franca burla, acurrucado bajo la mesa, con otro libro en las manos, a modo de escudo, para defenderse de las acometidas ciegas de su adversario.

Junto a la silla estaba el bastón con mango de marfil en que se apoyaba Tomás de Romeu durante sus ataques de gota. Diego lo usó para enganchar un tobillo de Moncada. Haló con fuerza y éste cayó sentado al suelo, pero estaba en buenas condiciones físicas y se puso de pie en un segundo, embistiendo de nuevo. Para entonces Isabel y Nuria habían acudido a los gritos de Juliana. A Isabel le bastó una ojeada para darse cuenta de la situación y, creyendo que Diego estaba a punto de ir a parar al cementerio, cogió su espada, que había volado al otro extremo de la habitación, y sin vacilar enfrentó a Moncada. Era su primera oportunidad de poner en práctica la habilidad adquirida en cuatro años de hacer esgrima frente a un espejo.

– En garde -lo desafió, eufórica.

Instintivamente, Rafael Moncada le mandó una estocada, seguro de que al primer golpe la desarmaría, pero se encontró con una resistencia determinada. Entonces reaccionó, dándose cuenta, a pesar de la rabia que lo embrutecía, de la locura que significaba batirse con una chiquilla y más aún con la hermana de la mujer a quien pretendía conquistar. Soltó el arma, que cayó sin ruido sobre la alfombra.

– ¿Piensa asesinarme a sangre fría, Isabel? -le preguntó, irónico.

– ¡Tome su espada, cobarde!

Por toda respuesta él cruzó los brazos sobre el pecho, sonriendo despectivo.

– ¡Isabel! ¿Qué haces? -intervino Juliana, espantada.

Su hermana la ignoró. Puso la punta del acero bajo la barbilla de Rafael Moncada, pero no supo qué hacer a continuación. La ridiculez de la escena se le reveló en toda su magnitud.

– Clavarle el gaznate a este caballero, como sin duda merece, acarrearía algunos problemas legales, Isabel. No se puede andar por el mundo matando gente. Pero algo debemos hacer con él… -intervino Diego, sacando su pañuelo de la manga y agitándolo en el aire antes de secarse la frente con un gesto afectado.

Esos segundos de distracción bastaron a Moncada para aferrar el brazo de Isabel y torcerlo, obligándola a soltar el acero. La empujó con tal fuerza, que la muchacha fue a dar lejos, golpeándose la cabeza contra la mesa. Cayó al suelo un poco aturdida, mientras Moncada cogía el arma de ella para enfrentar a Diego, quien retrocedió a toda prisa, e hizo el quite a varias estocadas de su enemigo, buscando la forma de desarmarlo para enredarse en lucha cuerpo a cuerpo. Isabel se despabiló rápidamente, agarró la espada de Moncada y con un grito de alerta se la tiró a Diego, que alcanzó a cogerla en el aire.

Armado, se sintió seguro y recuperó el aire zumbón que tanto había descontrolado a su adversario momentos antes. Con un pase veloz lo hirió levemente en el brazo izquierdo, apenas un rasguño, pero exactamente en el mismo sitio en que él había sido herido por el disparo del duelo. Moncada soltó una exclamación de sorpresa y dolor.

– Ahora estamos iguales -dijo Diego, y lo desarmó con una estocada de revés.

Su enemigo se hallaba a su merced. Con la mano derecha se sujetaba el brazo herido, sobre la rasgadura de la chaqueta, ya manchada con un hilo de sangre. Estaba demudado de furia, más que de temor. Diego le puso la espada en el pecho, como si fuera a atravesarlo, pero sonrió amable.

– Por segunda vez tengo el placer de perdonarle a usted la vida, señor Moncada. La primera fue durante nuestro memorable duelo. Espero que esto no se convierta en un hábito -dijo, bajando el acero.

No tuvieron necesidad de discutirlo demasiado. Tanto Diego como las niñas De Romeu sabían que la amenaza de Moncada era cierta y los esbirros del rey podían aparecer por la casa de un momento a otro. Les había llegado la hora de emprender viaje. Se habían preparado para esa eventualidad desde que Eulalia compró los bienes de la familia y Tomás de Romeu fue ejecutado, pero creían que podrían irse por la puerta ancha, en vez de salir huyendo como maleantes. Se dieron media hora en total para irse con lo puesto, más el oro y las piedras preciosas que, tal como les indicara el banquero, habían cosido en unos refajos que se ataron a la cintura, bajo la ropa. Nuria discurrió encerrar a Moncada en la cámara oculta de la biblioteca. Sacó un libro de su lugar, tiró de una palanca y el anaquel giró lentamente sobre sí mismo, dejando a la vista la entrada a una habitación contigua, cuya existencia Juliana e Isabel desconocían por completo.

– Vuestro padre tenía algunos secretos, pero ninguno que yo no conociera -dijo Nuria a modo de explicación.

Se trataba de una pieza pequeña, sin ventanas y sin otra salida al exterior que aquella puerta disimulada en la estantería. Al encender una lámpara, descubrieron en su interior cajas del coñac y los cigarros favoritos del dueño de la casa, anaqueles con más libros y unos extraños cuadros colgados en las paredes. Al aproximarse pudieron ver que se trataba de una colección de seis dibujos a tinta negra representando los más crueles episodios de la guerra, descuartizamientos, violaciones, hasta canibalismo, que Tomás de Romeu no quería que sus hijas vieran jamás.

– ¡Qué espeluznante! -exclamó Juliana.

– ¡Son del maestro Goya! Esto vale mucho, podemos venderlos -dijo Isabel.

– No nos pertenecen. Todo lo que esta casa contiene ahora es de doña Eulalia de Callís -le recordó su hermana.

Los libros, en varios idiomas, estaban todos prohibidos, eran de la lista negra de la Iglesia o del gobierno. Diego tomó un volumen al azar y resultó ser una historia ilustrada de la Inquisición, con dibujos muy realistas sobre sus métodos de tortura. Lo cerró de golpe, antes de que lo viera Isabel, quien ya había asomado la nariz por encima de su hombro. También había una sección dedicada al erotismo, pero no hubo tiempo de examinarla. La hermética cámara era el lugar perfecto para dejar prisionero a Rafael Moncada.

– ¿Han perdido el juicio? ¡Aquí moriré de inanición o sofocado por falta de aire! -exclamó éste al comprender las aviesas intenciones de los otros.

– Su excelencia tiene razón, Nuria. Un caballero tan distinguido como él no puede subsistir sólo con licor y tabaco. Tráigale por favor un jamón de la cocina, para que no pase hambre, y una toalla para su brazo -dijo Diego, empujando a su rival a la cámara.

– ¿Cómo voy a salir de aquí? -gimió el cautivo, aterrorizado.

– Seguramente existe un mecanismo secreto en la cámara para abrir la puerta desde adentro. Tendrá usted tiempo sobrado de descubrirlo. Con maña y suerte saldrá en libertad en menos que canta un gallo -sonrió Diego.

– Le dejaremos una lámpara, Moncada, pero no le aconsejo encenderla, porque consumirá todo el aire. A ver, Diego, ¿cuánto tiempo calculas que puede vivir una persona aquí? -añadió Isabel, entusiasmada con el plan.

– Varios días. Los suficientes para ponderar a fondo sobre el sabio proverbio que el fin no justifica los medios -replicó Diego.

Dejaron a Rafael Moncada aprovisionado de agua, pan y jamón, después de que Nuria le limpió y vendó el corte del brazo. Por desgracia no se desangraría por ese rasguño insignificante, opinó Isabel. Le recomendaron que no perdiera aire y fuerza gritando, porque nadie lo oiría, los pocos criados que quedaban no se acercaban por esos lados. Las últimas palabras del prisionero antes de que girara el anaquel para cerrar la entrada de la cámara, sumiéndole en el silencio y la oscuridad, fueron que ya sabrían quién era Rafael Moncada, que se arrepentirían de no haberlo matado, que saldría de ese agujero y encontraría a Juliana tarde o temprano, aunque tuviese que perseguirla hasta el mismísimo infierno.

– No será necesario llegar tan lejos, nos vamos a California -se despidió Diego.

Lamento deciros que no puedo continuar, porque se me acabaron las plumas de ganso, que siempre uso, pero he encargado más y pronto podré concluir esta historia. No me gustan las plumas de pájaros vulgares, porque manchan el papel y restan elegancia al texto. He oído que algunos inventores sueñan con crear un aparato mecánico para escribir, pero estoy segura de que tan fantasioso invento jamás prosperaría. Ciertos procesos no pueden mecanizarse porque requieren cariño, y la escritura es uno de ellos.

Temo que esta narración se me ha alargado, a pesar de lo mucho que he omitido. En la vida del Zorro, como en todas las vidas, existen momentos brillantes y otros sombríos, pero entre los extremos hay muchas zonas neutras. Habréis notado, por ejemplo, que en el año 1813 sucedió muy poco digno de mención a nuestro protagonista. Se dedicó a lo suyo sin pena ni gloria y no avanzó nada en la conquista de Juliana. Fue necesario que regresara Rafael Moncada de su odisea del chocolate para que esta historia recuperara cierta agilidad. Como dije antes, los villanos, tan antipáticos en la vida real, resultan indispensables en una novela, y estas páginas lo son.