TERCERA PARTE Barcelona, 1812-1814

No puedo daros más detalles sobre la relación de Diego con Amalia. El amor carnal es un aspecto de la leyenda del Zorro que él no me ha autorizado a divulgar, no tanto por temor a las burlas o a ser desmentido, sino por un mínimo de galantería. Es bien sabido que ningún hombre bien amado por las mujeres se jacta de sus conquistas. Quienes lo hacen, mienten. Por otra parte, no me gusta escudriñar la intimidad ajena. Si esperáis de mí páginas subidas de color, os defraudaré. Sólo puedo decir que en la época en que Diego retozaba con Amalia, su corazón estaba entregado por entero a Juliana. ¿Cómo eran esos abrazos con la gitana viuda? Sólo cabe imaginarlos. Tal vez ella cerraba los ojos y pensaba en el marido asesinado, mientras él se abandonaba a un placer fugaz con la mente en blanco.

Esos encuentros clandestinos no enturbiaban el límpido sentimiento que la casta Juliana inspiraba en Diego; eran compartimentos separados, líneas paralelas que jamás se cruzaban. Me temo que a menudo ése ha sido el caso a lo largo de la vida del Zorro. Lo he observado durante tres décadas y lo conozco casi tan bien como Bernardo, por eso me atrevo a hacer esta aseveración. Gracias a su encanto natural -que no es poco- y su pasmosa buena suerte, ha sido amado, incluso sin proponérselo, por docenas de mujeres. Una vaga insinuación, una mirada de soslayo, una de sus radiantes sonrisas, por lo general bastan para que aun aquéllas con fama de virtuosas lo inviten a trepar a su balcón en las horas enigmáticas de la noche.

Sin embargo, el Zorro no se prenda de ellas, porque prefiere los romances imposibles. Juraría que tan pronto desciende del balcón y pisa tierra firme, olvida a la dama que momentos antes abrazaba. Él mismo no sabe cuántas veces se ha batido a duelo con un marido despechado o un padre ofendido, pero yo llevo la cuenta, no por envidia o celos, sino por minuciosidad de cronista.

Diego sólo recuerda a las mujeres que lo han martirizado con su indiferencia, como la incomparable Juliana. Muchas de sus proezas de esos años fueron intentos frenéticos de llamar la atención de la joven. Ante ella no adoptaba el papel de alfeñique pusilánime con que engañaba a Agnés Duchamp, el Chevalier y otras personas; por el contrario, en su presencia extendía todas sus plumas de pavo real. Se habría enfrentado a un dragón por ella, pero no los había en Barcelona y debió conformarse con Rafael Moncada. Y ya que lo mencionamos, me parece justo rendirle homenaje a este personaje. En toda historia el villano es fundamental, porque no hay héroes sin enemigos a su altura. El Zorro tuvo la suerte inmensa de enfrentarse con Rafael Moncada, de otro modo yo no tendría mucho que contar en estas páginas.

Juliana y Diego dormían bajo el mismo techo, pero llevaban vidas separadas y no abundaban ocasiones de verse en esa mansión de tantas piezas vacías. Rara vez se encontraban solos, porque Nuria vigilaba a Juliana, e Isabel espiaba a Diego. A veces él esperaba horas para sorprenderla sola en un pasillo y acompañarla unos cuantos pasos sin testigos. Se topaban en el comedor a la hora de la cena, en el salón durante los conciertos de arpa, en misa los domingos y en el teatro cuando había obras de Lope de Vega y comedias de Moliere, que le encantaban a Tomás de Romeu.

Tanto en la iglesia como en el teatro, hombres y mujeres se sentaban separados, de manera que Diego debía limitarse a observar la nuca de su amada desde lejos. Vivió en la misma casa de la joven durante más de cuatro años, persiguiéndola con infinita tenacidad de cazador, sin resultados que valga la pena mencionar, hasta que la tragedia golpeó a la familia y la balanza se inclinó a favor de Diego. Antes de eso, Juliana recibía sus atenciones con un sentimiento tan plácido, que era como si no lo viese, pero él necesitaba muy poco para alimentar sus ilusiones. Creía que la indiferencia de ella era una estratagema para disimular sus verdaderos sentimientos.

Alguien le había dicho que las mujeres suelen hacer esas cosas. Daba lástima verlo, pobre hombre. Habría sido mejor que Juliana lo odiara; el corazón es un órgano caprichoso que suele darse vuelta por completo, pero un tibio afecto de hermana es prácticamente irrevocable.

Los De Romeu hacían paseos a Santa Fe, donde tenían una propiedad medio abandonada. La casa patriarcal era una construcción cuadrada en la punta de un peñasco, donde los abuelos de la difunta esposa de Tomás de Romeu habían reinado sobre sus hijos y vasallos. La vista era magnífica. Antes esas colinas habían estado plantadas de viñas, que producían un vino capaz de competir con los mejores de Francia, pero en los años de la guerra nadie se había ocupado de ellas y ahora eran unos troncos resecos y apolillados. La casa estaba invadida por los famosos ratones de Santa Fe, unos animales corpulentos y de mal carácter, que en tiempos de mucha necesidad los campesinos cocinaban; con ajo y puerros son sabrosos.

Dos semanas antes de ir allí, Tomás enviaba un escuadrón de criados para humear los cuartos, única forma de hacer retroceder temporalmente a los roedores. Esas excursiones se hicieron menos frecuentes porque los caminos se tornaron demasiado inseguros. El odio del pueblo se sentía en el aire, como un aliento pesado, un jadeo de mal augurio que erizaba el cuero cabelludo.

Tomás de Romeu, como muchos propietarios de tierras, no se atrevía a salir de la ciudad y menos intentaba cobrar las rentas de sus inquilinos por riesgo de perecer degollado. Allí Juliana leía, tocaba música e intentaba acercarse como un hada benefactora a los campesinos para ganar su afecto, con pocos resultados. Nuria luchaba contra los elementos y se quejaba de todo. Isabel se entretenía pintando acuarelas del paisaje y retratos de personas. ¿Mencioné que era buena dibujante? Parece que lo olvidé, imperdonable omisión, ya que era su único talento. Por lo general eso le ganaba más simpatía entre los humildes que todas las obras de caridad de Juliana. Lograba el parecido de manera notable, pero mejoraba a sus modelos, les ponía más dientes, menos arrugas y una expresión de dignidad que rara vez poseían.

Pero volvamos a Barcelona, donde Diego pasaba los días ocupado con sus clases, La Justicia, las tabernas, donde se reunía con otros estudiantes, y sus aventuras «de capa y espada», como las llamaba por afán romántico. Entretanto Juliana hacía la vida ociosa de las señoritas de esos años. No podía salir ni a confesarse sin chaperona, Nuria era su sombra. Tampoco podía ser vista hablando a solas con hombres menores de sesenta años. Iba a los bailes con su padre y a veces los acompañaba Diego, a quien presentaban como el primo de las Indias.

Juliana no manifestaba el menor apuro por casarse, a pesar de que los enamorados hacían fila. Su padre tenía el deber de arreglarle un buen matrimonio, pero no sabía cómo escoger a un yerno digno de su maravillosa hija. Le faltaba sólo un par de años para cumplir los veinte, edad límite para conseguir novio; si para entonces no lo tenía, la eventualidad de casarse disminuiría mes a mes.

Con su invencible optimismo, Diego hacía los mismos cálculos y concluía que el tiempo actuaba en su favor, porque cuando ella viera que se estaba marchitando, se casaría con él para no quedarse solterona. Con este curioso argumento procuraba convencer a Bernardo, el único provisto de paciencia para escucharlo divagar a cada rato sobre su desesperado amor.

A finales del año 1812 Napoleón Bonaparte fue derrotado en Rusia. El emperador había invadido ese inmenso país con su Gran Armada de casi doscientos mil hombres. Los invencibles ejércitos franceses tenían una disciplina férrea y se desplazaban a marcha forzada, mucho más rápido que sus enemigos, porque cargaban poco peso y vivían de la tierra conquistada. A medida que avanzaban hacia el interior de Rusia, los pueblos se desocupaban, sus habitantes se esfumaban, los campesinos quemaban sus cosechas. Al paso de Napoleón quedaba la tierra arrasada.

Los invasores entraron triunfantes a Moscú, donde los recibió la humareda de un monumental incendio y los fogonazos aislados de francotiradores ocultos en las ruinas, dispuestos a morir matando. Los moscovitas, imitando el ejemplo de los bravos campesinos, habían quemado sus posesiones antes de evacuar la ciudad. Nadie quedó atrás para entregar las llaves a Napoleón, ni un solo soldado ruso a quien humillar, sólo algunas prostitutas resignadas a agasajar a los vencedores, ya que sus clientes habituales habían desaparecido. Napoleón se encontró aislado en medio de un montón de cenizas. Esperó, sin saber qué esperaba, y así pasó el verano.

Cuando decidió volver a Francia, habían comenzado las lluvias y muy pronto el suelo ruso estaría cubierto de nieve dura como granito. El emperador nunca imaginó las terribles pruebas que sus hombres deberían soportar. Al hostigamiento de los cosacos y las emboscadas de los campesinos, se sumaron el hambre y un frío lunar, que ninguno de esos soldados había experimentado jamás. Millares de franceses, convertidos en estatuas de hielo eterno, quedaron apostados a lo largo de la ignominiosa ruta de la retirada. Debieron comerse los caballos, las botas, a veces hasta los cadáveres de sus compañeros. Sólo diez mil hombres, deshechos por las penurias y el desaliento, regresaron a su patria.

Al ver a su ejército destrozado, Napoleón supo que la estrella que lo había alumbrado en su prodigioso ascenso al poder empezaba a apagarse. Debió replegar sus tropas, que ocupaban buena parte de Europa. Dos tercios de las apostadas en España fueron retiradas. Por fin los españoles vislumbraban un final victorioso después de años de cruenta resistencia, pero ese triunfo no llegaría hasta dieciséis meses más tarde.

Ese año, en la misma época en que Napoleón se lamía las heridas de la derrota de vuelta en Francia, Eulalia de Callís envió a su sobrino, Rafael Moncada, a las Antillas con la misión de extender el negocio del cacao. Pensaba vender chocolate, pasta de almendra, conserva de nueces y azúcar aromática para pasteleros y fabricantes de bombones finos en Europa y Estados Unidos. Había oído que a los americanos les gustan mucho los dulces.

La misión del sobrino consistía en tejer una red de contactos comerciales en las ciudades más importantes, desde Washington hasta París. Moscú quedó en veremos, porque estaba en ruinas, pero Eulalia confiaba en que pronto se disiparía la humareda de la guerra y la capital rusa sería reconstruida con el mismo esplendor de antes. Rafael partió en una travesía de once meses, cruzando mares y moliéndose los riñones en eternas cabalgatas, para establecer la aromática hermandad del chocolate imaginada por Eulalia.