Sin decir una palabra a su tía sobre sus intenciones, Rafael solicitó una audiencia con Tomás de Romeu antes de irse a las Antillas. Este no lo recibió en su casa, sino en el terreno neutro de la Sociedad Geográfica y Filosófica, de la cual era socio y donde había un excelente restaurante en el segundo piso. La admiración de Tomás de Romeu por Francia no se extendía a su exquisita cocina, nada de lenguas de canario, él prefería robustos platos catalanes: escudella i carn d'olla, un cocido levanta-muertos, estofat de toro, una bomba de carne, y la inefable butifarra del obispo, una salchicha de sangre más negra y gorda que otras.

Rafael Moncada, sentado a la mesa, frente a su anfitrión y a una montaña de carne y grasa, estaba un poco pálido. Probó apenas la comida, porque era delicado de estómago y porque estaba nervioso. Esbozó su situación personal al padre de Juliana, desde sus títulos hasta su solvencia económica.

– Lamento mucho, señor De Romeu, que nos conociéramos en la desgraciada ocasión del duelo con Diego de la Vega. Es un joven impulsivo y, debo admitirlo, yo también suelo serlo. Nos fuimos de palabras y terminamos en el campo de honor. Por fortuna, no tuvo consecuencias graves. Espero que eso no pese negativamente en el juicio que su merced tiene de mí… -dijo el aspirante a yerno.

– De ninguna manera, caballero. El propósito de un duelo es limpiar la mancha. Una vez que dos gentilhombres se han batido, no caben rencores entre ellos -replicó el otro con amabilidad, aunque no había olvidado los detalles de lo ocurrido.

A la hora del menjar blanc, que en ese restaurante contenía tanta azúcar que se pegaba en las muelas, Moncada expresó su deseo de obtener la mano de Juliana al regreso de su viaje.

Tomás había observado por largo tiempo, sin intervenir, la extraña relación de su hija con aquel tenaz pretendiente. Era reacio a hablar de sentimientos y nunca había hecho el esfuerzo de acercarse a sus hijas, los asuntos femeninos le desconcertaban y prefería delegarlos en Nuria. Vio a Juliana trastabillar por los corredores de piedra de su helada casa cuando era pequeña, cambiar los dientes, pegar un estirón y navegar por los años sin gracia de la pubertad. Un día apareció ante él con trenzas infantiles y cuerpo de mujer, con el vestido reventando en las costuras, entonces ordenó a Nuria que le hiciera ropa adecuada, contratara un profesor de baile y no la perdiera de vista ni un solo momento.

Ahora lo abordaba Rafael Moncada, entre otros caballeros de buena posición, para pedirle a Juliana en matrimonio y él no sabía qué responder. Una alianza así era ideal, cualquier padre en su situación estaría satisfecho, pero no simpatizaba con Moncada, no tanto porque diferían en sus posturas ideológicas, como por los chismes poco tranquilizadores que había oído sobre el carácter de ese hombre. La opinión general era que el matrimonio consiste en un arreglo social y económico, en el cual los sentimientos no son fundamentales, ésos se acomodan sobre la marcha, pero no estaba de acuerdo.

Él se había casado por amor y fue muy feliz, tanto que nunca pudo reemplazar a su esposa. Juliana tenía su mismo carácter y además se había llenado la cabeza de novelas románticas. Lo frenaba el enorme respeto que le inspiraba su hija. Habría que doblarle el brazo para que aceptara casarse sin amor, y él no se hallaba capaz de hacerlo; deseaba que fuera feliz y dudaba de que Moncada pudiera contribuir a ello. Tenía que plantearle el asunto a Juliana, pero no sabía cómo hacerlo, porque su belleza y sus virtudes lo intimidaban. Se sentía más cómodo con Isabel, cuyas notables imperfecciones la hacían mucho más accesible.

Comprendió que el asunto no podía postergarse y esa misma noche le comunicó la propuesta de Moncada. Ella se encogió de hombros y, sin perder el ritmo de la aguja en su punto de cruz, comentó que mucha gente se moría de malaria en las Antillas, así es que no había necesidad de precipitarse a tomar una decisión.

Diego estaba feliz. El viaje de ese peligroso rival le presentaba una oportunidad única de ganar terreno en la carrera por la mano de Juliana. La muchacha no se inmutó ante la ausencia de Moncada y tampoco se dio por aludida de los avances de Diego. Siguió tratándolo con el mismo cariño tolerante y distraído de siempre, sin demostrar la menor curiosidad por las misteriosas actividades del joven. Tampoco la impresionaban sus poemas, le costaba tomar en serio los dientes de perla, ojos de esmeralda y labios de rubí.

Buscando pretextos para pasar más tiempo con ella, Diego decidió participar en las clases de danza y llegó a ser un bailarín elegante y animoso. Consiguió inducir incluso a Nuria a sacudir los huesos al son de un fandango, aunque no logró que intercediera por él ante Juliana; en ese punto la buena mujer se mostró siempre tan insensible como Isabel.

Con el propósito de captar la admiración de las mujeres de la casa, Diego cortaba velas por la mitad de un golpe de florete, con tal precisión que la llama no vacilaba y la parte cercenada permanecía en su sitio. También podía apagarlas con la punta del látigo. Perfeccionó la ciencia que le había enseñado Galileo Tempesta, y llegó a realizar prodigios con la baraja. También efectuaba malabarismos con antorchas encendidas y salía sin ayuda de un baúl cerrado con candado.

Cuando se le agotaron esos trucos, trató de impresionar a la amada con sus aventuras, incluso aquellas que había prometido a Bernardo o al maestro Manuel Escalante no mencionar nunca. En un momento de debilidad llegó a insinuarle la existencia de una sociedad secreta a la cual sólo ciertos hombres escogidos pertenecían. Ella lo felicitó, creyendo que se refería a una estudiantina de las que andaban por las calles tocando música sentimental.

La actitud de Juliana no era desdén, porque lo estimaba mucho, ni maldad, de la que era incapaz, sino distracción novelesca. Aguardaba al héroe de sus libros, valiente y trágico, que la rescataría del tedio cotidiano, y no se le pasaba por la mente que ése pudiera ser Diego de la Vega. Tampoco era Rafael Moncada.

La situación política empezaba a cambiar en España. Cada día resultaba más evidente que el fin de la guerra estaba próximo. Eulalia de Callís se preparaba para ese momento con impaciencia, mientras su sobrino amarraba los negocios en el extranjero. La malaria no resolvió el problema de Moncada para Juliana y en noviembre de 1813 regresó más rico que antes, porque su tía le concedió un porcentaje elevado del negocio de los bombones. Había tenido éxito en los mejores salones de Europa y en Estados Unidos conoció nada menos que a Thomas Jefferson, a quien sugirió la idea de plantar cacao en Virginia.

Tan pronto se desprendió del polvo del camino, Moncada se comunicó con Tomás de Romeu para reiterarle su intención de cortejar a Juliana. Llevaba años esperando que ella se pronunciara y no estaba dispuesto a aceptar otra respuesta evasiva. Dos horas más tarde Tomás citó a su hija en la biblioteca, donde resolvía la mayor parte de sus asuntos y aclaraba sus dudas existenciales con ayuda de una copa de coñac, y le transmitió el mensaje de su enamorado.

– Estás en edad de casarte, hija mía. El tiempo pasa para todos -argumentó-. Rafael Moncada es un caballero serio y a la muerte de su tía se convertirá en uno de los hombres más ricos de Cataluña. No juzgo a las personas por su situación pecuniaria, como sabes, pero debo considerar tu seguridad.

– Un matrimonio infeliz es peor que la muerte para una mujer, señor. No hay salida. La idea de obedecer y servir a un hombre es terrible si no existe confianza y cariño.

– Eso se cultiva después de casarse, Juliana.

– No siempre, señor. Además, debemos considerar sus necesidades y mi deber. ¿Quién le cuidará cuando sea usted un anciano? Isabel no tiene carácter para eso.

– ¡Por Dios, Juliana! Jamás he sugerido que mis hijas deban cuidarme en la vejez. Lo que deseo son nietos y veros a ambas bien colocadas. No puedo morir tranquilo sin dejaros protegidas.

– No sé si Rafael Moncada es el hombre para mí. No puedo imaginar ninguna clase de intimidad con él -murmuró ella, sonrojándose.

– En eso no difieres de otras doncellas, hija. ¿Qué joven virtuosa puede imaginar eso? -replicó Tomás de Romeu, tan abochornado como ella.

Era un tema del que esperaba no hablar jamás con sus hijas. Suponía que, llegado el momento, Nuria les explicaría lo necesario, aunque la dueña seguramente era tan ignorante al respecto como las niñas. No sabía que Juliana hablaba de eso con Agnés Duchamp y se había informado de los detalles en sus novelitas de amor.

– Necesito un poco más de tiempo para decidirme, señor -suplicó Juliana.

Tomás de Romeu pensó que nunca le había hecho más falta su difunta esposa, quien habría resuelto las cosas con sabiduría y mano firme, como suelen hacer las madres. Estaba cansado de tanto tira y afloja. Habló con Rafael Moncada para solicitarle otra postergación y éste no tuvo más remedio que acceder. Luego ordenó a Juliana que consultara el asunto con la almohada, y si no tenía una respuesta dentro de dos semanas, él aceptaría la propuesta de Moncada y punto final. Era su última palabra, concluyó, pero su voz no era firme.

Para entonces el largo asedio de Moncada había alcanzado niveles de desafío personal; se comentaba en salones encumbrados, tanto como en patios de criados, que esa joven sin fortuna ni títulos humillaba al mejor partido de Barcelona. Si su hija seguía haciéndose de rogar, Tomás de Romeu enfrentaba un pleito serio con Moncada, pero seguramente habría continuado dando largas al asunto si un extraño evento no hubiese precipitado el desenlace.

Aquel día las dos niñas De Romeu habían ido con Nuria a repartir limosna, como siempre hacían los primeros viernes de mes. Había mil quinientos pordioseros reconocidos en la ciudad y varios miles más de pobres e indigentes que nadie se daba la molestia de contabilizar. Desde hacía cinco años, siempre el mismo día y a la misma hora, se podía ver a Juliana, flanqueada por la figura tiesa de su dueña, visitando las casas de caridad. Por decoro y para no ofender con signos de ostentación, se cubrían de pies a cabeza con mantillas y abrigos oscuros y recorrían el barrio a pie; Jordi las esperaba con el carricoche en una plaza cercana, consolándose del tedio con su frasco de licor.

En esa excursión echaban toda la tarde, porque, además de socorrer a los pobres, visitaban a las monjas encargadas de los hospicios. Ese año empezó a acompañarlas Isabel, quien a los quince años ya estaba en edad de practicar la compasión, en vez de perder el tiempo espiando a Diego y batiéndose a duelo consigo misma ante un espejo, como decía Nuria. Debían andar por callejones estrechos en barrios de pobreza cruda, donde ni los gatos se distraían, por miedo a ser cazados para venderlos por liebres.