Juliana se sometía con rigor ejemplar a esa penitencia heroica, pero a Isabel la ponía enferma, no sólo porque le daban terror las llagas y furúnculos, los andrajos y muletas, las bocas desdentadas y las narices roídas por la sífilis de esa multitud desgraciada, a quien su hermana atendía como una misionera, sino porque esa forma de caridad le parecía una burla. Calculaba que los duros de la bolsa de Juliana no servían de nada ante la inmensidad de la miseria. «Peor es nada», replicaba su hermana.
Habían iniciado el recorrido media hora antes y habían visitado sólo un orfanato, cuando al llegar a una esquina les salieron al encuentro tres hombres de aspecto patibulario. Apenas se les veían los ojos, porque llevaban sombreros encasquetados hasta las cejas y pañuelos atados en la cara. A pesar de la prohibición oficial de usar capa, el más alto de ellos estaba arrebozado en una manta.
Era la hora letárgica de la siesta, cuando muy poca gente circulaba por la ciudad. La callejuela estaba flanqueada por las macizas murallas de piedra de una iglesia y un convento, no había ni una puerta cercana donde refugiarse. Nuria se puso a chillar aterrorizada, pero un bofetón en la cara, propinado por uno de los fulanos, la tiró al suelo y la dejó muda. Juliana trató de ocultar bajo su abrigo la bolsa con el dinero de la caridad, mientras Isabel echaba miradas de soslayo buscando la forma de conseguir ayuda. Uno de los forajidos le arrebató la bolsa a Juliana y otro se disponía a arrancarle los zarcillos de perlas, cuando súbitamente los cascos de un caballo los puso en guardia. Isabel gritó a todo pulmón y un instante más tarde hizo una aparición providencial nada menos que Rafael Moncada. En una ciudad tan densamente poblada como aquélla, su llegada equivalía poco menos que a un prodigio.
A Moncada le bastó una ojeada para evaluar la situación, desenvainar con presteza la espada y confrontar a aquellos diablos de baja estofa. Dos de ellos ya habían echado mano de puñales corvos, pero un par de mandobles y la actitud decidida de Moncada los hizo vacilar. Se veía enorme y noble sobre el corcel, las botas negras relucientes en los estribos de plata, las calzas albas y ajustadas, la chaqueta de terciopelo verde oscuro con vueltas de astracán, el largo acero con cazoleta redonda grabada en oro.
Desde la altura podría haber despachado a más de un adversario sin más trámite, pero parecía disfrutar intimidándolos. Con una fiera sonrisa en los labios y la espada centelleando en el aire, podría ser la figura central en un cuadro de batalla. Los otros resollaban, mientras él los picaneaba desde arriba sin darles tregua. El caballo, encabritado por la trifulca, se levantó en las patas traseras y por un momento pareció que desmontaría al jinete, pero éste se aferró con las piernas. Parecía una extraña y violenta danza.
Al centro del círculo de puñales el corcel giraba sobre sí mismo, relinchando de pavor, mientras Moncada lo dominaba con una mano y enarbolaba su arma con la otra, rodeado por los forajidos, que buscaban el momento de acuchillarlo, pero no se atrevían a ponerse a su alcance. A los alaridos de Isabel se sumaron los de Nuria y pronto asomaron varias personas en la calle, pero al ver los hierros refulgiendo en la luz pálida del día, se mantuvieron a distancia.
Un muchacho salió corriendo a buscar a los alguaciles, pero no había esperanza de que volviera a tiempo con ayuda. Isabel aprovechó la confusión para arrancar de un tirón la bolsa de las manos al hombre de la manta, enseguida tomó a su hermana por un ala y a Nuria por otra para obligarlas a huir, pero no pudo moverlas, ambas estaban clavadas en los adoquines.
El enfrentamiento duró apenas unos minutos, que transcurrieron con la lentitud imposible de las pesadillas, y al fin Rafael Moncada consiguió hacer saltar la daga de uno de los hombres y con eso los tres asaltantes comprendieron que más valía emprender la retirada. El caballero hizo ademán de perseguirlos, pero desistió al ver la desazón de las mujeres y saltó de su cabalgadura para ayudarlas. Una mancha roja se extendía sobre la blanca tela de su pantalón. Juliana corrió a refugiarse en sus brazos temblando como un conejo.
– ¡Está herido! -exclamó al ver la sangre en su pierna.
– Es sólo un rasguño -replicó él.
Eran demasiadas emociones para la joven. Se le nubló la vista y le fallaron las rodillas, pero antes de que cayera al suelo los atentos brazos de Moncada la levantaron en vilo. Isabel comentó impaciente que sólo faltaba eso para completar el cuadro: un soponcio de su hermana. Moncada ignoró el sarcasmo y, cojeando un poco, pero sin trastabillar, condujo a Juliana en brazos hasta la plaza. Nuria e Isabel iban detrás, llevando al caballo de la brida, rodeadas por los curiosos que se habían juntado, cada uno de los cuales tenía una opinión particular sobre lo ocurrido y todos querían decir la última palabra al respecto.
Al ver aquella procesión, Jordi descendió del pescante y ayudó a Moncada a colocar a Juliana dentro del carruaje. Un aplauso cerrado estalló entre los mirones. Rara vez ocurría algo tan quijotesco y romántico en las calles de Barcelona; habría tema para varios días. Veinte minutos más tarde Jordi llegaba al patio de la casa De Romeu seguido por Moncada a caballo. Juliana lloraba de nervios, Nuria contabilizaba con la lengua los dientes sueltos por el bofetón, e Isabel echaba chispas abrazada a la bolsa.
Tomás de Romeu no era hombre que se impresionara demasiado con apellidos linajudos, porque aspiraba a que la nobleza fuera abolida de la faz de la tierra, ni con la fortuna de Moncada, porque era de naturaleza desprendida, pero se conmovió hasta las lágrimas al saber que ese caballero, quien había sufrido tantos desaires por parte de Juliana, había arriesgado su vida por proteger a sus hijas de un daño irreparable.
Aunque se decía ateo, estuvo plenamente de acuerdo con Nuria en que la Divina Providencia había enviado a Moncada a tiempo para salvarlas. Insistió en que el héroe de la jornada descansara, mientras Jordi iba en busca de un médico para que atendiera su herida, pero él prefirió retirarse discretamente. Aparte de cierta agitación al respirar, nada delataba su sufrimiento.
Todos comentaron que su sangre fría ante el dolor resultaba tan admirable como su coraje ante el peligro. Isabel fue la única que no dio muestras de agradecimiento. En vez de sumarse al desborde emocional del resto de la familia, se permitió unos despectivos chasquidos de lengua que fueron muy mal recibidos. Su padre la mandó a encerrarse en su habitación sin asomar la nariz hasta que se disculpara por su vulgaridad.
Diego debió oír con forzada paciencia el relato detallado del asalto por boca de Juliana, además de las especulaciones sobre lo que hubiese sucedido si el salvador no interviene a tiempo. A la joven jamás le había ocurrido nada tan peligroso, la figura de Rafael Moncada creció a sus ojos, adornada de virtudes que hasta entonces no había percibido: era fuerte y guapo, tenía manos elegantes y una mata de cabello ondulado. Un hombre con buen pelo tiene mucho terreno ganado en esta vida.
Notó de pronto que se parecía al torero más popular de España, un cordobés de piernas largas y ojos de fuego. No estaba nada mal su pretendiente, decidió. Así y todo, la terrible refriega le dio fiebre y se fue temprano a la cama. Esa noche el médico debió sedarla, después de administrar glóbulos de árnica a Nuria, a quien la cara se le había puesto como una calabaza…
En vista de que no vería a la bella en la cena, Diego también se retiró a sus habitaciones, donde lo esperaba Bernardo. Por decencia las niñas no podían acercarse al ala de la casa donde estaban los aposentos de los varones, la única excepción fue cuando Diego convalecía de la herida del duelo, pero Isabel nunca hizo mucho caso de esa regla, tal como no obedecía al pie de la letra los castigos impuestos por su padre. Aquella noche ignoró la orden de aislarse en su dormitorio y apareció en el de los muchachos sin anunciarse, como hacía a menudo.
– ¿No te he dicho que golpees la puerta? Un día me vas a encontrar desnudo -le reclamó Diego.
– No creo que me lleve una impresión memorable -replicó ella.
Se sentó sobre la cama de Diego con la expresión taimada de quien posee información y no piensa darla, esperando que le rogaran, pero por principio éste procuraba no ceder a sus ardides y Bernardo estaba distraído haciendo nudos con una cuerda. Pasó un minuto largo y al fin ella sucumbió a las ganas de comentarles, en el florido lenguaje que empleaba lejos de los oídos de Nuria, que si su hermana no sospechaba de Moncada, debía ser tonta del culo. Agregó que todo el asunto olía a pescado podrido, porque uno de los tres asaltantes era Rodolfo, el gigante del circo. Diego dio un salto de mono y Bernardo soltó la cuerda que estaba anudando.
– ¿Estás segura? ¿No dijisteis que esos rufianes llevaban la cara cubierta? -la increpó Diego.
– Sí, y además ése iba envuelto en una manta, pero era enorme y cuando le arrebaté la bolsa le vi los brazos. Los tenía tatuados.
– Podría haber sido un marinero. Muchos tienen tatuajes, Isabel -alegó Diego.
– Eran los mismos tatuajes del gitano del circo, no me cabe ninguna duda, así es que más vale que me creas -replicó ella.
De allí a deducir que los cíngaros estaban implicados no había más que un paso que Diego y Bernardo dieron de inmediato. Sabían desde hacía un buen tiempo que Pelayo y sus amigos hacían trabajillos sucios para Moncada, pero no podían probarlo. Nunca osaron tocar el tema con el gitano, quien de todos modos era hermético y nada les habría confesado. Amalia tampoco cedía ante los interrogatorios solapados de Diego; aun en los momentos de mayor intimidad cuidaba los secretos de su familia.
Diego no podía acudir con una sospecha semejante donde Tomás de Romeu, sin pruebas y sin verse obligado a admitir sus propios tratos furtivos con la tribu bohemia, pero decidió intervenir. Tal como dijo Isabel, no podían permitir que la joven acabara casada con Moncada por infundada gratitud.
Al día siguiente lograron convencer a Juliana de que se levantara de la cama, dominara los nervios y los acompañara al barrio donde solía instalarse Amalia a ver la suerte de los transeúntes. Nuria fue con ellos, porque era su deber, a pesar de que su cara se veía mucho peor que el día anterior. Una mejilla estaba morada y tenía los párpados tan hinchados que parecía un sapo.