Tardaron menos de media hora en dar con Amalia. Mientras las muchachas esperaban en el carruaje, Diego suplicó a la gitana, con una elocuencia que ni él mismo conocía, que salvara a Juliana de un destino fatal.

– Una palabra tuya puede evitar la tragedia de un matrimonio sin amor entre una doncella inocente y un desalmado. Tienes que decirle la verdad -alegó dramáticamente.

– No sé de qué me hablas -replicó Amalia.

– Sí lo sabes. Los tipos que las asaltaron eran de tu tribu. Sé que uno de ellos era Rodolfo. Creo que Moncada preparó la escena para quedar como héroe frente a las niñas De Romeu. Estaba todo arreglado, ¿verdad? -insistió Diego.

– ¿Estás enamorado de ella? -preguntó Amalia sin malicia. Ofuscado, Diego debió admitir que sí lo estaba.

Ella le tomó las manos, se las examinó con una sonrisa enigmática y luego se mojó un dedo en saliva y le trazó la señal de la cruz en las palmas.

– ¿Qué haces? ¿Es esto alguna maldición? -preguntó Diego, asustado.

– Es un pronóstico. Nunca te casarás con ella.

– ¿Quieres decir que Juliana se casará con Moncada?

– Eso no lo sé. Haré lo que me pides, pero no te hagas ilusiones, porque esa mujer tiene que cumplir su destino, tal como debes hacerlo tú, y nada que yo diga podrá cambiar lo que está escrito en el cielo.

Amalia trepó al carruaje, saludó con un gesto a Isabel, a quien había visto algunas veces, cuando acompañaba a Diego y Bernardo, y se instaló en el asiento frente a Juliana. Nuria contenía la respiración, espantada, porque estaba convencida de que los bohemios eran descendientes de Caín y ladrones profesionales. Juliana despachó a su dueña y a Isabel, que se bajaron del coche a regañadientes.

Cuando estuvieron solas, las dos mujeres se observaron mutuamente durante un minuto entero. Amalia hizo un inventario riguroso de Juliana: el rostro clásico enmarcado de rizos negros, los ojos verdes de gata, el cuello delgado, la capelina y el sombrero de piel, los delicados botines de cabritilla. Por su parte, Juliana examinó a la gitana con curiosidad, porque nunca había visto a una tan de cerca. Si hubiera amado a Diego, el instinto le habría advertido que era su rival, pero esa idea no le pasaba por la mente. Le gustó su olor a humo, su rostro de pómulos marcados, sus faldas amplias, el tintineo de sus joyas de plata. Le pareció bellísima. En un impulso cariñoso se quitó los guantes y le tomó las manos.

«Gracias por hablar conmigo», le dijo simplemente. Desarmada por la espontaneidad del gesto, Amalia decidió violar la regla fundamental de su pueblo: no confiar jamás en un gadje y mucho menos si eso ponía en peligro a su clan. En pocas palabras describió el lado oscuro de Moncada, le reveló que, en efecto, el asalto había sido planeado, su hermana y ella nunca estuvieron en peligro, la mancha en el pantalón de Moncada no provenía de una herida, sino de un trozo de tripa relleno con sangre de gallina. Dijo que algunos hombres de la tribu cumplían encargos de Moncada de vez en cuando, en general asuntos de poca monta, sólo en contadas ocasiones habían cometido una falta seria, como el asalto al conde Orloff. «No somos criminales», explicó Amalia y agregó que lamentaban haber agredido al ruso y a Nuria, porque la violencia estaba prohibida en su tribu. Como golpe de gracia le informó de que era Pelayo quien cantaba las serenatas, porque Moncada desafinaba como un pato.

Juliana escuchó la confesión completa sin hacer preguntas. Las dos mujeres se despidieron con un leve ademán y Amalia descendió del carruaje; entonces Juliana estalló en llanto.

Aquella misma tarde Tomás de Romeu recibió formalmente en su residencia a Rafael Moncada, quien había manifestado, mediante una breve misiva, hallarse repuesto de la pérdida de sangre y con deseos de presentar sus respetos a Juliana. Por la mañana un lacayo había traído un ramo de flores para ella y una caja de turrón de almendras para Isabel, atenciones delicadas y nada ostentosas que Tomás anotó a favor del pretendiente.

Moncada llegó vestido con impecable elegancia y apoyado en un bastón. Tomás lo recibió en el salón principal, desempolvado en honor al futuro yerno, le ofreció un jerez y, una vez instalados, le agradeció una vez más su oportuna intervención. Enseguida mandó llamar a sus hijas.

Juliana se presentó demacrada y con un atuendo monacal, poco apropiada para una ocasión tan importante. Su hermana Isabel, con los ojos ardientes y un rictus burlón, la sostenía por un brazo con tal firmeza, que parecía llevarla a la rastra. Rafael Moncada atribuyó el mal semblante de Juliana a los nervios.

– No es para menos, después de la terrible agresión que ha sufrido… -alcanzó a comentar, antes de que ella lo interrumpiera para anunciarle con la voz temblorosa, pero la voluntad de hierro, que ni muerta se casaría con él.

En vista de la rotunda negativa de Juliana, Rafael Moncada se retiró de esa casa lívido, aunque en control de sus buenos modales. En sus veintisiete años de vida había tropezado con algunos obstáculos, pero nunca había tenido un fracaso. No pensaba darse por vencido, aún le quedaban varios recursos en la manga, para eso contaba con posición social, fortuna y conexiones. Se abstuvo de preguntar sus razones a Juliana, porque la intuición le advirtió de que algo había salido muy mal en su estrategia. Ella sabía más de la cuenta y él no podía correr el riesgo de verse expuesto.

Si Juliana sospechaba que el asalto en la calle había sido una farsa, sólo podía existir una razón: Pelayo. No creía que el hombre se hubiera atrevido a traicionarlo, porque nada ganaba con ello, pero podía haber cometido una indiscreción. Allí no se podía guardar un secreto por demasiado tiempo; los criados formaban una red de información mucho más eficaz que la de los espías franceses en La Ciudadela. Bastaría un comentario fuera de lugar de cualquiera de los implicados para que llegara a oídos de Juliana. Había empleado a los gitanos en varias ocasiones justamente porque eran nómadas, iban y venían sin relacionarse con nadie fuera de su tribu, carecían de amigos y conocidos en Barcelona, eran discretos por necesidad.

Durante el tiempo en que él anduvo de viaje perdió contacto con Pelayo y en cierta forma se sintió aliviado por ello. La relación con esa gente le incomodaba. Al regresar, imaginó que podría hacer tabla rasa, olvidar pecadillos del pasado y empezar en limpio, lejos de aquel mundo subterráneo de maldad a sueldo, pero la intención de regenerarse le duró apenas unos días. Cuando Juliana pidió otras dos semanas para contestar su proposición matrimonial, Moncada tuvo una reacción de pánico muy rara en él, que se preciaba de dominar hasta los monstruos de sus pesadillas.

Durante su ausencia le había escrito varias cartas, que ella no contestó. Atribuyó ese silencio a timidez, porque a una edad en que otras mujeres ya eran madres, Juliana se comportaba como una novicia. A sus ojos esa inocencia constituía la mejor cualidad de la joven, porque le garantizaba que cuando se le entregara, lo haría sin reservas. Pero su seguridad flaqueó con la nueva postergación impuesta por ella y entonces decidió presionarla.

Una acción romántica, como las de los libros de amor que ella disfrutaba, sería lo más efectivo para sus propósitos, calculó, pero no podía esperar que la ocasión se le presentara sola, debía propiciarla. Obtendría lo que deseaba sin perjudicar a nadie; no se trataba en realidad de un engaño, porque si se diera el caso de que Juliana -o cualquiera otra mujer decente- fuese atacada por forajidos, él saldría sin vacilar en su defensa.

No le pareció necesario dar estos argumentos a Pelayo, por supuesto; sólo le impartió sus órdenes, que éste cumplió sin tropiezos.

La escena que montaron los bohemios resultó más breve de lo planeado, porque echaron a correr a los pocos minutos, cuando sospecharon que la espada de Moncada iba en serio. No le dieron ocasión de lucirse con el esplendor dramático que él pretendía, por eso cuando Pelayo acudió a cobrarle, consideró justo regatear el precio acordado. Discutieron y Pelayo terminó por aceptar la rebaja, pero Rafael Moncada se quedó con un sabor acre en el paladar; el hombre sabía demasiado y podía caer en la tentación de chantajearlo.

En definitiva, concluyó, no convenía que un sujeto de esa calaña, sin ley ni moral, tuviese poder sobre él. Debía quitárselo de encima lo antes posible, a él y toda su tribu.

Por su parte, Bernardo conocía bien el apretado tejido de chismes que las personas de la clase de Moncada tanto temían. Con su silencio de tumba, su aire de indio digno y su buena voluntad para hacer favores, se había congraciado con mucha gente, vendedoras del mercado, estibadores del puerto, artesanos de los barrios, cocheros, lacayos y criadas de las casas de los ricos. Almacenaba información en su prodigiosa memoria, dividida en compartimentos, como un inmenso archivo, donde guardaba los datos ordenados y listos para usarlos en el momento necesario.

Había conocido a Joanet, uno de los criados de Moncada, en el patio de la mansión de Eulalia de Callís, la noche en que Moncada lo golpeó con su bastón. En su archivo esa noche no se recordaba por el bastonazo recibido, sino por el asalto al conde Orloff. Se mantuvo en contacto con Joanet, así podía vigilar de lejos a Moncada. El hombre era de muy pocas luces y detestaba a cualquiera que no fuese catalán, pero toleraba a Bernardo porque no lo interrumpía y había sido bautizado.

Una vez que Amalia admitió los tratos de Moncada con los gitanos, Bernardo decidió averiguar más sobre ese personaje. Hizo una visita a Joanet, llevándole de regalo el mejor coñac de Tomás de Romeu, que Isabel le facilitó al saber que la botella sería empleada para un fin altruista. El hombre no necesitaba del licor para soltar la lengua, pero lo agradeció igual y muy pronto le estaba contando las últimas nuevas: él mismo le había llevado una misiva de su amo al jefe militar de La Ciudadela, en la que Moncada acusaba a la tribu de gitanos de introducir armas de contrabando en la ciudad y conspirar contra el gobierno.

– Los gitanos están malditos para siempre, porque hicieron los clavos de la cruz de Cristo. Merecen que los quemen en la hoguera a todos sin misericordia, eso digo yo -fue la conclusión de Joanet.

Bernardo sabía dónde encontrar a Diego a esa hora. Se encaminó sin vacilar al descampado en los extramuros de Barcelona, donde los gitanos tenían sus tiendas pringosas y carromatos destartalados. En los tres años que llevaban establecidos allí, el campamento había adquirido el aspecto de un pueblo de trapo. Diego de la Vega no había reanudado sus amores con Amalia, porque ella temía echar a perder para siempre su propia suerte. Se había salvado de ser ejecutada por los franceses, prueba sobrada de que el espíritu de Ramón, su marido, la protegía desde el otro lado. No le convenía provocar su ira acostándose con el joven gadje.