En España el regocijo general por el regreso del Deseado se tornó en violencia a las pocas semanas. Aislado por el clero católico y las fuerzas más conservadoras de la nobleza, el ejército y la administración pública, el flamante rey revocó la Constitución de 1812 y las reformas liberales, haciendo retroceder al país en pocos meses a la época feudal. Se reinstauró la Inquisición, así como los privilegios de la nobleza, el clero y los militares, y se desencadenó una persecución despiadada de disidentes y opositores, de liberales, afrancesados y antiguos colaboradores del gobierno de José Bonaparte.

Regentes, ministros y diputados fueron detenidos, doce mil familias debieron cruzar las fronteras buscando refugio en el extranjero, y la represión se extendió en tal forma, que nadie estaba seguro; bastaba la menor sospecha o una acusación sin fundamento para ser arrestado y ejecutado sin trámites.

Eulalia de Callís estaba en la gloria. Había aguardado mucho tiempo la vuelta del rey para recuperar su posición de antaño. No le gustaba la insolencia de la plebe ni el desorden, prefería el absolutismo de un monarca, aunque fuese un tipo mediocre. Su lema era: «Cada uno en su lugar, un lugar para cada uno». Y el suyo estaba en la cumbre, por supuesto.

A diferencia de otros nobles, que perdieron sus fortunas en esos años revolucionarios por aferrarse a las tradiciones, ella no tuvo escrúpulos en recurrir a métodos burgueses para enriquecerse. Tenía olfato para el negocio. Era más rica que nunca, poderosa, tenía amigos en la corte de Fernando VII y estaba dispuesta a ver el exterminio sistemático de las ideas liberales, que habían hecho peligrar buena parte de lo que sostenía su existencia.

Sin embargo, algo de la generosidad del pasado aún quedaba escondido en los pliegues de su corpulenta humanidad, porque al ver tanto sufrimiento a su alrededor abrió sus arcas para socorrer a los hambrientos sin preguntarles a qué bando político pertenecían. Así terminó por esconder en sus casas de campo o ver el modo de mandar a Francia a más de una familia de refugiados.

Aunque no necesitaba hacerlo, porque de todos modos su situación era espléndida, Rafael Moncada entró de inmediato al cuerpo de oficiales del ejército, donde los títulos y conexiones de su tía le garantizaban un ascenso rápido. Le daba prestigio anunciar a los cuatro vientos que por fin podía servir a España en un ejército monárquico, católico y tradicional. Su tía estuvo de acuerdo, porque opinaba que hasta el más tonto se ve bien en uniforme.

Tomás de Romeu comprendió entonces cuánta razón había tenido su amigo, el chevalier Duchamp, al aconsejarle que se fuera al extranjero con sus hijas. Convocó a sus contadores con el propósito de revisar el estado de sus bienes y descubrió que su renta no le alcanzaba para vivir con decencia en otro país. Temía, además, que, al asilarse en otra parte, el gobierno de Fernando VII confiscara las propiedades que aún le quedaban. Después de haber manifestado durante una vida su desprecio por los asuntos materiales, ahora debía aferrarse a sus posesiones. La pobreza le daba horror.

No se había preocupado demasiado por la disminución sistemática de la fortuna heredada de su mujer, porque suponía que siempre habría suficiente para seguir viviendo del modo en que estaba acostumbrado. Nunca se había puesto seriamente en el caso de perder su posición social. No quería imaginar a sus hijas privadas de la comodidad que siempre habían gozado. Decidió que lo mejor sería irse lejos a esperar que pasara la oleada de violencia y persecución. A su edad había visto mucho, sabía que tarde o temprano el péndulo político oscila en la dirección opuesta; todo era cuestión de mantenerse invisible hasta que la situación se normalizara.

No podía ni pensar en irse a la casa patriarcal de Santa Fe, donde era demasiado conocido y odiado, pero se acordó de unas tierras de su mujer camino a Lérida, que nunca había visitado. Esa propiedad, que no le había dado renta, sólo problemas, ahora podía ser su salvación. Consistía en unas lomas plantadas con viejos olivos, donde vivían unas cuantas familias campesinas muy pobres y atrasadas, que llevaban tanto tiempo sin ver un patrón, que creían no tenerlo.

La finca estaba provista de un horrendo caserón casi en ruinas, construido alrededor del año 1500, un cubo macizo, cerrado como una tumba para preservar a sus habitantes de los peligros de sarracenos, soldados y bandidos, que asolaron la región durante siglos, pero Tomás determinó que siempre sería preferible a una prisión. Allí podría permanecer por unos meses con sus hijas. Despidió a la mayor parte de la servidumbre, clausuró la mitad de su mansión de Barcelona, dejó el resto a cargo de su mayordomo y emprendió el viaje en varios coches, porque debía transportar los muebles necesarios.

Diego presenció el éxodo de la familia con un mal presentimiento, pero Tomás de Romeu le tranquilizó con el argumento de que él no había ejercido cargos en la administración napoleónica y muy poca gente conocía su amistad con el Chevalier, de modo que no había nada que temer. «Por una vez me alegra no ser una persona importante», sonrió al despedirse.

Juliana e Isabel no tenían idea cabal de la situación en que se encontraban y partieron como quien va a unas extrañas vacaciones. No comprendían las razones de su padre para llevarlas allí, tan lejos de la civilización, pero estaban acostumbradas a obedecer y no hicieron preguntas. Diego besó a Juliana en ambas mejillas y le susurró al oído que no desesperara, porque la separación sería breve. Ella respondió con una mirada de desconcierto. Como tantas cosas que le insinuaba Diego, ésa le resultó incomprensible.

Nada le habría gustado más a Diego que acompañar a la familia al campo, como le había pedido Tomás de Romeu. La idea de pasar un tiempo lejos del mundo y en compañía de Juliana era muy tentadora, pero no podía alejarse de Barcelona en esos momentos. Los miembros de La Justicia estaban muy ocupados, debían multiplicar sus recursos para ayudar a la masa de refugiados que intentaban salir de España. Era necesario esconderlos, conseguir transporte, introducirlos a Francia por los Pirineos o enviarlos a otros países de Europa.

Inglaterra, que había combatido con ahínco a Napoleón hasta derrotarlo, ahora apoyaba al rey Fernando VII y, salvo excepciones, no daba protección a los enemigos de su gobierno. Tal como le explicó el maestro Escalante, nunca antes La Justicia había estado tan cerca de ser descubierta. La Inquisición había vuelto más fuerte que antes, con plenos poderes para defender la fe a cualquier precio, pero como la línea divisoria entre herejes y opositores al gobierno era difusa, cualquiera podía caer en sus zarpas.

Durante los años en que fuera abolida, los miembros de La Justicia se descuidaron con las medidas de seguridad, convencidos de que en el mundo moderno no había lugar para el fanatismo religioso. Creían que los tiempos de quemar gente en la hoguera se habían superado para siempre. Ahora pagaban las consecuencias de su excesivo optimismo.

Diego estaba tan absorto en las misiones de La Justicia , que dejó de asistir al Colegio de Humanidades, donde la educación, como en el resto del país, estaba censurada. Muchos de sus profesores y compañeros habían sido detenidos por expresar sus opiniones.

En esos días el orondo rector de la Universidad de Cervera pronunció ante el rey la frase que definía la vida académica de España: «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar».

A comienzos de septiembre detuvieron a un miembro de La Justicia , que se había ocultado durante varias semanas en casa del maestro Manuel Escalante. La Inquisición, como brazo de la Iglesia, prefería no derramar sangre. Sus métodos más recurrentes de interrogatorio eran descoyuntar a las víctimas en el potro o quemarlas con hierros al rojo. El infeliz prisionero confesó los nombres de quienes le habían socorrido y poco después el maestro de esgrima fue detenido. Antes de ser arrastrado al siniestro coche de los alguaciles, tuvo el tiempo justo de avisar a su criado, quien llevó la mala noticia a Diego. Al amanecer del día siguiente, éste pudo averiguar que Escalante no había sido conducido a La Ciudadela, como era habitual en el caso de presos políticos, sino a un cuartel en el barrio del puerto, porque pensaban conducirlo en los próximos días a Toledo, donde estaba centralizada la funesta burocracia de la Inquisición. Diego se puso en contacto de inmediato con Julio César, el hombre con quien había luchado en el tabernáculo de la sociedad secreta durante su iniciación.

– Esto es muy grave. Pueden arrestarnos a todos -dijo éste.

– Jamás lograrán hacer confesar al maestro Escalante -opinó Diego.

– Tienen métodos infalibles, desarrollados durante siglos. Han detenido a varios de los nuestros, ya tienen mucha información. El círculo se cierra en torno a nosotros. Tendremos que disolver la sociedad en forma temporal.

– ¿Y don Manuel Escalante?

– Espero, por el bien de todos, que logre poner fin a sus días antes de ser sometido a suplicio -suspiró Julio César.

– Tienen al maestro en un cuartel de barrio, no en La Ciudadela, debemos intentar rescatarlo… -propuso Diego.

– ¿Rescatarlo? ¡Imposible!

– Difícil, pero no imposible. Necesitaré ayuda de La Justicia . Lo haremos esta misma noche -replicó Diego y procedió a explicar su plan.

– Me parece una locura, pero vale la pena intentarlo. Os ayudaremos -decidió su compañero.

– Hay que sacar al maestro de la ciudad de inmediato.

– Por supuesto. Habrá un bote con un remero de plena confianza aguardando en el puerto. Creo que podremos eludir la vigilancia. El remero conducirá al maestro a un barco que zarpa mañana al alba hacia Nápoles. Allí estará a salvo.

Diego suspiró pensando que pocas veces le había hecho más falta Bernardo. Esta prueba era más seria que introducirse al palacete del chevalier Duchamp. No era broma asaltar un cuartel, reducir a los guardias -no sabía cuántos-, liberar al preso y llevarlo ileso hasta un bote, antes de que le cayera encima el zarpazo de la ley.

Se dirigió a caballo a la mansión de Eulalia de Callís, cuya planta se había dado el trabajo de estudiar con atención en cada oportunidad en que la visitó. Dejó su caballo en la calle y, sin ser visto, avanzó agazapado por los jardines y se encaminó al patio de servicio, donde pululaban animales domésticos entre mesones para matar cerdos y aves, artesas del lavado, ollas para hervir sábanas y alambres con la ropa tendida a secar. Al fondo estaban los galpones de las carrozas y los establos de los caballos. Por todas partes se veían cocineros, lacayos y criadas, cada uno ocupado en lo suyo.