Diego y su maestro recorrieron un laberinto de sinuosas callejuelas, se adentraron en el barrio antiguo, cruzaron portales ocultos, bajaron escalinatas desgastadas por el tiempo, se internaron en recovecos subterráneos, penetraron en cavernosas ruinas y atravesaron canales donde no corría agua, sino un líquido viscoso y oscuro con olor a fruta podrida.

Por fin se encontraron ante una puerta marcada con signos cabalísticos, que se abrió ante ellos cuando el maestro dio la contraseña, y entraron a una sala con pretensiones de templo egipcio. Diego se vio rodeado por una veintena de hombres ataviados con vistosas túnicas de colores y adornados con signos diversos. Todos llevaban medallones similares al del maestro Escalante y el de Santiago de León. Estaba en el tabernáculo de la secta, el corazón mismo de La Justicia .

El rito duró toda la noche y en esas largas horas Diego superó una a una las pruebas a que fue sometido. En un recinto adyacente, tal vez las ruinas de un templo romano, estaba el Círculo del Maestro grabado en el suelo. Un hombre se adelantó para enfrentarse con Diego y los demás se colocaron alrededor, como jueces. Se presentó como Julio César, su nombre en clave. Ambos se despojaron de las camisas y el calzado, quedaron sólo con pantalones. La lucha exigía precisión, velocidad y sangre fría. Se atacaban con afiladas dagas, como si la intención fuese de herir a muerte. Cada estocada era a fondo, pero en la última fracción de segundo debían detener el golpe en el aire. El menor rasguño en el cuerpo del otro valía ser eliminado de inmediato. No podían salir del diseño dibujado en el suelo. El triunfo era de quien lograba poner al otro con ambos hombros en el suelo, al centro mismo del círculo.

Diego se había entrenado por meses y tenía gran confianza en su agilidad y resistencia, pero apenas comenzó la pelea se dio cuenta de que no poseía ninguna ventaja sobre su contrincante. Julio César tenía unos cuarenta años, era delgado y más bajo que Diego, pero muy fuerte. Plantado con los pies y codos separados, el cuello tenso, todos los músculos del torso y brazos a la vista, las venas hinchadas, la daga brillando en su mano derecha, pero el rostro en completa calma, era un adversario temible.

A una orden los dos comenzaron a girar dentro del Círculo, buscando el mejor ángulo para atacar. Diego lo hizo primero, lanzándose de frente, pero el otro dio un salto, una vuelta en el aire, como si volara, y cayó detrás de él, dándole apenas tiempo de volverse y agacharse para evitar el filo del arma que le caía encima. Tres o cuatro pases después, Julio César cambió la daga a la mano siniestra. Diego también era ambidextro, pero nunca le había tocado enfrentarse con alguien que lo fuera y por un instante se desconcertó. Su contrincante aprovechó para dar un brinco y mandarle una patada al pecho que lo tiró al suelo, pero Diego rebotó de inmediato y, utilizando el impulso, le asestó una cuchillada directo a la garganta que, si hubiera sido una pelea real, lo habría degollado, pero su mano se detuvo tan cerca de su objetivo que creyó haberle cortado.

Como los jueces no intervinieron, supuso que no lo había herido, pero no pudo comprobarlo, porque su contrarío ya se le había ido encima. Se trenzaron en lucha cuerpo a cuerpo, ambos defendiéndose de la mano con la daga que el otro empuñaba, mientras con las piernas y el brazo libre procuraban voltear al enemigo y dejarlo de espaldas. Diego logró soltarse y volvieron a girar, aprontándose para un nuevo encontronazo.

Diego sintió que ardía, estaba rojo y cubierto de sudor, pero su adversario ni siquiera resollaba y su rostro continuaba tan tranquilo como al comienzo. Las palabras de Manuel Escalante acudieron a su mente: «Jamás se debe combatir con rabia».

Respiró hondo un par de veces, dándose tiempo para calmarse, sin perder de vista cada movimiento de Julio César. Se le despejó la mente y se dio cuenta de que, tal como él no estaba preparado para enfrentarse a un luchador ambidextro, el miembro de La Justicia tampoco lo estaba. Cambió la daga de mano con la misma rapidez requerida para los trucos de magia de Galileo Tempesta, y atacó antes de que el otro se diera cuenta de lo sucedido. Pillado por sorpresa, éste dio un paso atrás, pero Diego le metió un pie entre las piernas y le hizo perder el equilibrio.

Tan pronto cayó, Diego se le fue encima y lo aplastó, empujándole el pecho con el brazo derecho, mientras se defendía con la mano izquierda de la daga enemiga. Por un minuto largo forcejearon con todas sus fuerzas, los músculos tensos como cables de acero, los ojos clavados en los del otro, los dientes apretados. Diego no sólo debía mantenerlo en el suelo, también debía arrastrarlo hacia el centro del círculo, tarea difícil, porque el otro no estaba dispuesto a permitirlo. Con el rabillo del ojo calculó la distancia, que le pareció inmensa, nunca una vara había sido tan larga. No había más que una forma de hacerlo. Rodó sobre sí mismo y Julio César quedó encima de él.

El hombre no pudo evitar un grito de triunfo, porque se vio en ventaja definitiva. Con un esfuerzo sobrehumano Diego rodó de nuevo y su contrincante quedó exactamente sobre la marca en el suelo que señalaba el centro del Círculo. La serenidad de Julio César se alteró en forma apenas discernible, pero fue suficiente para que Diego se diera cuenta de que había ganado. Con un último empujón logró plantarle ambos hombros en el suelo.

– Bien hecho -dijo Julio César con una sonrisa, soltando su daga.

Después Diego debió enfrentar a otros dos con la espada. Le ataron una mano a la espalda, para dar ventaja a sus adversarios, porque ninguno de esos hombres sabía tanto de esgrima como él. Manuel Escalante lo había preparado muy bien y pudo vencerlos en menos de diez minutos.

A las pruebas físicas siguieron las intelectuales. Después de demostrar que conocía bien la historia de La Justicia , le plantearon complicados problemas, para los cuales debía ofrecer soluciones originales, que demandaban astucia, coraje y conocimiento.

Por último, cuando superó con éxito todos los obstáculos, lo guiaron hacia un altar. Allí estaban expuestos los símbolos que debería venerar: una hogaza de pan, una balanza, una espada, un cáliz y una rosa. El pan significaba el deber de ayudar a los pobres; la balanza representaba la determinación de luchar por la justicia; la espada encarnaba el valor; el cáliz contenía el elixir de la compasión; la rosa recordaba a los miembros de la sociedad secreta que la vida no sólo es sacrificio y trabajo, también es hermosa y por lo mismo debe ser defendida.

Al concluir la ceremonia, el maestro Manuel Escalante, en su calidad de padrino, colocó un medallón a Diego.

– ¿Cuál será su nombre en clave? -preguntó el Sublime Defensor del Templo.

– Zorro -replicó Diego sin vacilar.

No lo había pensado, pero en ese mismo instante recordó con claridad absoluta los ojos colorados del zorro que viera en otro rito de iniciación, muchos años antes, en los bosques de California.

– Bienvenido, Zorro -dijo el Sublime Defensor del Templo, y todos los miembros repitieron su nombre al unísono.

Diego de la Vega estaba tan eufórico por las pruebas superadas, tan apabullado por la solemnidad de los miembros de la secta y tan mareado con los complicados pasos de la ceremonia y los altisonantes nombres de la jerarquía -Caballero del Sol, Templario del Nilo, Maestro de la Cruz, Guardián de la Serpiente-, que no podía pensar con claridad. Estaba de acuerdo con los postulados de la secta y le honraba haber sido admitido. Sólo más tarde, al recordar los detalles y contárselos a Bernardo, juzgaría el rito un poco infantil. Trató de burlarse de sí mismo por haberlo tomado tan en serio, pero su hermano no se rió, sino que le hizo ver cuan parecidos eran los principios de La Justicia al Okahué de su tribu.

Un mes después de haber sido aceptado por el consejo de La Justicia , Diego sorprendió a su maestro con una idea descabellada: pretendía liberar a un grupo de rehenes. Cada ataque de los guerrilleros desencadenaba de inmediato una represalia de los franceses. Tomaban un número de rehenes, equivalente a cuatro veces el de sus propios caídos, y los ahorcaban o fusilaban en un lugar público. Este método expedito no disuadía a los españoles, sólo atizaba el odio, pero hería el corazón mismo de las desgraciadas familias atrapadas en el conflicto.

– Esta vez se trata de cinco mujeres, dos hombres y un niño de ocho años, que deberán pagar por la muerte de dos soldados franceses, maestro. Al cura del barrio ya lo mataron en la puerta de su parroquia. Los tienen en el fuerte y los fusilarán el domingo a mediodía -explicó Diego.

– Ya lo sé, don Diego, he visto las proclamas por toda la ciudad -respondió Escalante.

– Hay que salvarlos, maestro.

– Intentarlo sería una locura. La Ciudadela es inexpugnable. Por lo demás, en el caso hipotético de que lograra ese cometido, los franceses ejecutarían al doble o al triple de rehenes, se lo aseguro.

– ¿Qué hace La Justicia en una situación como ésta, maestro?

– A veces sólo cabe resignarse ante lo inevitable. En la guerra mueren muchos inocentes.

– Lo recordaré.

Diego no estaba dispuesto a resignarse, porque, entre otras razones, Amalia era uno de los condenados y no podía abandonarla a su suerte. Por uno de esos errores del destino, que sus barajas olvidaron advertirle, la gitana se encontraba en la calle durante la redada de los franceses y fue apresada con otras personas tan inocentes como ella. Cuando Bernardo le trajo la mala noticia, Diego no contempló los obstáculos que debería enfrentar, sólo la necesidad de intervenir y el placer irresistible de la aventura.

– En vista de que es imposible introducirse en La Ciudadela, Bernardo, entraré al palacete del chevalier Duchamp. Deseo tener una conversación privada con él. ¿Qué te parece? Veo que no te gusta la idea, pero no se me ocurre otra. Sé lo que piensas: que ésta es una bravuconada como la del oso, cuando éramos niños. No, esta vez es en serio, hay vidas humanas de por medio. No podemos permitir que fusilen a Amalia. Es nuestra amiga. Bueno, en mi caso es algo más que amiga, pero no se trata de eso. Por desgracia no cuento con La Justicia , así es que necesitaré tu ayuda, hermano. Es peligroso, pero no tanto como parece. Escúchame…

Bernardo levantó las manos en el gesto de rendirse y se preparó para secundarlo, como había hecho siempre. A veces, en los momentos de más cansancio y soledad, pensaba que era hora de regresar a California y asumir el hecho irrevocable de que la infancia había terminado para ambos. Diego tenía trazas de ser un eterno adolescente. Se preguntaba cómo podían ser tan diferentes y sin embargo quererse tanto. Mientras a él el destino le pesaba en las espaldas, su hermano tenía la liviandad de una alondra.