Usaba el nombre de Amalia entre los gadje, es decir, quienes no eran gitanos. Al nacer había recibido de su madre otro nombre, que sólo ella conocía y cuya finalidad era despistar a los malos espíritus, manteniendo la verdadera identidad de la niña en secreto. Tenía también un tercer nombre, que empleaba entre los miembros de su tribu.

Ramón, el hombre de su vida, fue asesinado a palos por unos labradores en un mercado de Lérida, acusado de robar gallinas. Lo había amado desde niña. Las familias de ambos acordaron la boda cuando ella tenía sólo once años. Sus suegros pagaron un alto precio por ella, porque tenía buena salud y carácter firme, estaba bien entrenada para labores domésticas y además era una verdadera dra-bardi, había nacido con el don natural de adivinar la suerte y curar con encantamientos y hierbas.

A esa edad parecía un gato escuálido, pero la belleza no contaba para nada en la elección de una esposa. Su marido se llevó una sorpresa agradable cuando aquel montón de huesos se convirtió en una mujer atractiva, pero por otra parte tuvo la grave desilusión de que Amalia no pudiera tener hijos. Su pueblo consideraba los niños una bendición, un vientre seco era motivo de divorcio, pero Ramón la amaba demasiado.

La muerte del marido la sumió en un largo duelo, del cual nunca habría de reponerse. No debía mencionar el nombre del difunto, para no llamarlo desde el otro mundo, pero en secreto lloraba por él cada noche.

Hacía siglos que su pueblo vagaba por el mundo, perseguido y odiado. Los antepasados de su tribu salieron de la India mil años antes y cruzaron toda Europa y Asia antes de acabar en España, donde los trataban tan mal como en otros sitios, pero el clima se prestaba un poco mejor para la vida errante.

Se asentaron en el sur, donde quedaban pocas familias trashumantes, como la de Amalia. Esa gente había aguantado tantas desilusiones, que ya no confiaba ni en su propia sombra, por lo mismo la inesperada intervención de Bernardo conmovió el alma de la gitana.

Sólo podía tener tratos con un gadje para fines comerciales, de otro modo se ponía en peligro la pureza de su raza y sus tradiciones. Por elemental prudencia, los bohemios se mantenían marginados, no confiaban jamás en extranjeros y reservaban su lealtad sólo para el clan, pero a ella le pareció que ese joven no era exactamente un gadje, venía de otro planeta, era forastero en todas partes. Tal vez era gitano de una tribu perdida.

Amalia resultó ser hermana de Pelayo, como habría de descubrir Bernardo ese mismo día, cuando éste entró al carromato. Pelayo no reconoció al indio, porque la noche en que fuera sorprendido cantándole en italiano a Juliana, por encargo de Moncada, sólo tuvo ojos para Diego, cuya espada le aguijoneaba el cuello. Amalia le explicó lo ocurrido a Pelayo, en romaní, su lengua de sonidos quebradizos, derivada del sánscrito. Le pidió perdón por haber violado el tabú de no relacionarse con gadjes. Esa grave falta podía condenarla a marimé, estado de impureza, que merecía el rechazo de su comunidad, pero contaba con que las normas se habían relajado desde el comienzo de la guerra.

El clan había sufrido mucho en esos años, las familias se habían dispersado. Pelayo llegó a la misma conclusión y en vez de increpar a su hermana, como era costumbre, agradeció a Bernardo sin aspavientos. Estaba tan sorprendido como ella ante la bondad del indio, porque ningún extraño les había tratado bien jamás.

Los hermanos se dieron cuenta de que Bernardo era mudo, pero no cayeron en el error común de considerarlo también sordo o retardado. Formaban parte de un grupo que se sustentaba a duras penas con cualquier ocupación que le cayera en las manos, casi siempre vendiendo y domando caballos, también curándolos si estaban enfermos o accidentados. Se ganaban la vida con sus pequeñas fraguas, trabajando metales, hierro, oro, plata. Fabricaban desde herraduras hasta espadas y joyas. La guerra los desplazaba con frecuencia, pero por otra parte les convenía, porque, en el furor de matarse unos a otros, tanto franceses como españoles los ignoraban.

Los domingos y otros días de fiesta montaban una rotosa carpa en las plazas y hacían pruebas de circo. Bernardo habría de conocer muy pronto al resto del grupo, entre los cuales destacaba Rodolfo, un gigante cubierto de tatuajes que se enrollaba una culebra gorda al cuello y levantaba un caballo en brazos. Tenía más de sesenta años, era el más viejo de la numerosa familia y, por lo tanto, el de más autoridad. Petrina contribuía con el número fuerte del patético circo dominical. Era una diminuta niña de nueve años que se doblaba como un pañuelo para introducirse completa en una jarra de guardar aceitunas. Pelayo hacía acrobacias al galope sobre uno o dos caballos, y otros miembros de la familia deleitaban al público lanzándose puñales con los ojos vendados. Amalia vendía boletos de rifa, leía el horóscopo y adivinaba la suerte en una clásica bola de vidrio, con tal certera intuición, que ella misma se asustaba de sus lúcidos aciertos; sabía que la capacidad de descifrar el futuro suele ser una maldición, ya que si no se puede cambiar lo que ha de ocurrir, más vale ignorarlo.

Apenas Diego de la Vega supo que Bernardo había hecho amistad con los gitanos, insistió en conocerlos, porque pretendía averiguar los tratos de Pelayo con Rafael Moncada. No imaginó que iba a prendarse de ellos y sentirse tan a gusto en su compañía. Para entonces en España la mayor parte de las tribus del pueblo Roma, como se llaman a sí mismos los bohemios, vivían de manera sedentaria. Establecían sus campamentos en las afueras de pueblos y ciudades. Poco a poco empezaban a formar parte del paisaje, hasta que la población local se acostumbraba a ellos y dejaba de hostigarlos, aunque nunca los aceptaba.

En Cataluña, en cambio, no había campamentos fijos, los Roma de la zona eran nómadas. La tribu de Pelayo y Amalia era la primera que se instalaba con ánimo de quedarse, llevaba tres años en el mismo sitio. Diego se dio cuenta desde el primer momento de que no convenía hacerles preguntas sobre Moncada ni sobre cualquier otro tema, porque esa gente tenía muy buenas razones para ser desconfiada y cuidar sus secretos. Una vez que cicatrizó por completo el costurón en el brazo y se hizo perdonar por Pelayo el picotazo que le diera en el cuello con su espada, Diego logró que le permitiera participar con Bernardo en el improvisado circo. Hicieron una breve demostración, que no resultó tan lucida como esperaban, porque Diego todavía tenía el brazo débil, pero fue suficiente para que los incorporaran como acróbatas.

Con ayuda del resto de la compañía fabricaron una ingeniosa maraña de postes, cuerdas y trapecios, inspirada en el cordaje de la Madre de Dios. Los jóvenes aparecían en la pista con capas negras, que se quitaban con un gesto olímpico, para quedar en mallas del mismo color. En esa facha volaban por los aires sin mayores precauciones, porque lo habían hecho antes en el velamen de los barcos, al doble de altura y meciéndose sobre las olas. Diego también hacía desaparecer una gallina muerta, que enseguida sacaba viva del escote de Amalia, y con su látigo apagaba una vela colocada sobre la cabeza del gigantesco Rodolfo, sin estorbarle los pelos. Estas actividades no se comentaban jamás fuera del ámbito de los gitanos, porque la tolerancia de Tomás de Romeu tenía límites y seguramente no las habría aprobado. Eran muchas las cosas que ese caballero ignoraba sobre su joven huésped.

Uno de esos domingos Bernardo se asomó por la cortina de los artistas y vio que Juliana e Isabel, acompañadas por su dueña, se hallaban entre el público. Al volver de misa, donde Nuria insistía en llevarlas, a pesar de que la idea no era del agrado de Tomás de Romeu, las niñas vieron el circo e insistieron en entrar. La carpa, hecha con trozos amarillentos de velas descartadas en el puerto, tenía una pista central cubierta con paja, unas banquetas de palo para los espectadores de calidad y un espacio al fondo para la chusma de pie. En el círculo de paja el gigante levantaba el caballo, Amalia metía a Petrina en la jarra de aceitunas, y Diego y Bernardo trepaban a los trapecios. Allí mismo se llevaban a cabo en la noche las peleas de gallos que organizaba Pelayo. No era un lugar donde Tomás de Romeu hubiera querido ver a sus hijas, pero Nuria era incapaz de resistirse cuando Juliana e Isabel se aliaban para doblarle la voluntad.

– Si don Tomás se entera de que estamos dedicados a esto, nos mandará de vuelta a California en el primer barco disponible -susurró Diego a Bernardo al ver a las niñas bajo la carpa.

Entonces Bernardo se acordó de la máscara que habían usado para asustar a los marineros de la Madre de Dios. Les abrió huecos para los ojos a dos pañuelos de Amalia y con eso se taparon las caras, rezando para que las hermanas De Romeu no los reconocieran. Diego decidió abstenerse de sus demostraciones de magia, porque las había hecho muchas veces en presencia de ellas. De todos modos, se quedó con la impresión de que lo reconocieron, hasta que esa misma tarde oyó a Juliana comentar los pormenores del espectáculo con Agnés Duchamp. Le contó en cuchicheos, a espaldas de Nuria, sobre los intrépidos acróbatas vestidos de negro que arriesgaban sus vidas en los trapecios, y agregó que les daría un beso a cada uno sólo por verles las caras.

Diego no tuvo la misma suerte con Isabel. Estaba celebrando la broma con Bernardo, cuando la chiquilla entró a su pieza sin anunciarse, como solía hacer, a pesar de la estricta prohibición de su padre de intimar con Diego. Se plantó ante ellos con los brazos en jarra y les anunció que conocía la identidad de los trapecistas y estaba lista para revelarla, a menos que el próximo domingo la llevaran a conocer a la compañía de bohemios. Deseaba cerciorarse de la autenticidad de los tatuajes del gigante, que parecían pintura, y de la letárgica culebra, que bien podía estar embalsamada.

En los meses siguientes, Diego, cuya sangre ardía con el ímpetu de los diecisiete años, encontró alivio en el regazo de Amalia. Se reunían a escondidas con un riesgo inmenso. Al hacer el amor con un gadje, ella violaba un tabú fundamental, que podía pagar muy caro. Se había casado virgen, como era costumbre entre las mujeres de su pueblo, y había sido fiel a su marido hasta la muerte de éste. La viudez la había dejado en un estado suspendido, en que aún era joven pero recibía el trato de una abuela, hasta que Pelayo, encargado de buscarle otro marido cuando ella se secara las últimas lágrimas del duelo, cumpliera su cometido.