En el clan la vida transcurría a la vista de los demás. Amalia no disponía de tiempo o espacio para estar sola, pero a veces lograba darle cita a Diego en algún callejón apartado y entonces lo acunaba en sus brazos, siempre con la ansiedad insufrible de ser sorprendidos. No lo enredaba con exigencias románticas, porque el grosero asesinato de su marido la había resignado para siempre a la soledad. Doblaba en edad a Diego y había estado casada durante más de veinte años, pero no era experta en asuntos amorosos.

Con Ramón había compartido un cariño profundo y fiel, sin exabruptos de pasión. Se habían desposado con un rito sencillo en que compartieron un trozo de pan untado con unas gotas de sangre de ambos. No se requería más. El mero hecho de tomar la decisión de vivir juntos santificaba la unión, pero ofrecieron un generoso banquete de bodas, con música y danza, que duró tres días completos. Después se acomodaron en un rincón de la carpa comunal.

A partir de ese momento no volvieron a separarse, recorrieron los caminos de Europa, pasaron hambre en los tiempos de más pobreza, huyeron de muchas agresiones y celebraron los buenos momentos. Tal como le contó Amalia a Diego, su vida había sido buena. Sabía que Ramón la aguardaba intacto en alguna parte, milagrosamente recuperado de su martirio. Desde que viera su cuerpo destrozado por los picos y palas de los asesinos, a Amalia se le apagó la llama que antes la alumbraba por dentro y no volvió a pensar en el gozo de los sentidos o el consuelo de un abrazo.

Decidió invitar a Diego a su carromato por simple amistad. Lo vio alborotado por falta de mujer y se le ocurrió aliviarlo, eso fue todo. Corría el riesgo de que el espíritu de su marido acudiera, convertido en mulo, a castigarla por aquella infidelidad póstuma, pero esperaba que Ramón comprendiera sus razones: ella no lo hacía por lascivia, sino por generosidad.

Resultó ser una amante pudorosa, que hacía el amor en la oscuridad, sin quitarse la ropa. A veces lloraba en silencio. Entonces Diego le secaba las lágrimas con besos delicados, conmovido hasta los huesos, y así aprendió a descifrar algunos de los recónditos misterios del corazón femenino. A pesar de las severas normas sexuales de su tradición, tal vez Amalia le habría hecho el mismo favor a Bernardo por desinteresada simpatía, si él se lo hubiera insinuado, pero nunca lo hizo, porque vivía acompañado por el recuerdo de Rayo en la Noche .

Manuel Escalante observó a Diego de la Vega por largo tiempo antes de decidirse a hablarle del tema que más le importaba en la vida. Al principio desconfió de la simpatía arrebatadora del joven. Para él, hombre de una seriedad fúnebre, la ligereza de Diego constituía una falla de carácter, pero se vio obligado a revisar aquel juicio cuando presenció el duelo contra Moncada. Sabía que el propósito del duelo no es vencer, sino enfrentarse a la muerte con nobleza para descubrir la calidad de la propia alma. Para el maestro, la esgrima -y con mayor razón un duelo- era una fórmula infalible para conocer a los hombres. En la fiebre del combate quedaban expuestas las esencias fundamentales de la personalidad; de poco servía ser un experto en el manejo del acero, si no se estaba revestido de valor y serenidad para arrostrar el peligro.

Se dio cuenta de que en los veinticinco años que llevaba enseñando su arte no había tenido un alumno como Diego. Había visto a otros con similar talento y dedicación, pero a ninguno con el corazón tan firme como la mano que empuñaba el sable. La admiración que sentía por el joven se tornó en cariño y la esgrima se convirtió en una excusa para verlo a diario. Lo aguardaba listo mucho antes de las ocho, pero por disciplina y orgullo no aparecía en la sala ni un minuto antes de esa hora. La lección siempre se realizaba con la mayor formalidad y casi en silencio, sin embargo, en las conversaciones que sostenían después, compartía con Diego sus ideas y sus íntimas aspiraciones.

Terminada la clase, se limpiaban con una toalla mojada, se cambiaban de ropa y subían al segundo piso, donde vivía el maestro. Se reunían en una pieza oscura y modesta, sentados en incómodas sillas de madera tallada, rodeados de libros en antiguos anaqueles y armas pulidas expuestas en las paredes. El mismo criado anciano, que murmuraba sin cesar, como en eterna plegaria, les servía café retinto en tacitas de porcelana rococó.

Pronto pasaron de los temas relacionados con la esgrima a hablar de otros. La familia del maestro, española y católica por cuatro generaciones, no podía, sin embargo, jactarse de limpieza de sangre porque era de origen judío. Sus bisabuelos se habían convertido al catolicismo y cambiado el nombre para escapar de las persecuciones. Lo hicieron tan bien, que lograron eludir el despiadado acoso de la Inquisición, pero en el proceso perdieron la fortuna acumulada en más de cien años de buenos negocios y templanza en el vivir.

Cuando nació Manuel, apenas existía el recuerdo vago de un pasado de bienestar y refinamiento; nada quedaba de las propiedades, las obras de arte, las joyas. Su padre se ganaba la vida en un almacén menor de Asturias, dos de sus hermanos eran artesanos y el tercero se había perdido en el norte de África. El hecho de que sus parientes cercanos se dedicaran al comercio y a oficios manuales le avergonzaba. Consideraba que las únicas ocupaciones dignas de un señor son improductivas. No era el único. En la España de aquellos años sólo trabajaban los pobres campesinos; cada uno de ellos alimentaba a más de treinta ociosos.

Diego se enteró del pasado del maestro mucho más tarde. Cuando éste le habló de La Justicia y le mostró su medallón por primera vez, nada le dijo de sus orígenes judíos. Ese día estaban, como todas las mañanas, en la sala tomando café. Manuel Escalante se quitó del cuello una fina cadena con una llave, se dirigió a un cofre de bronce, que había sobre su escritorio, lo abrió solemnemente y le mostró el contenido a su alumno: un medallón de oro y plata.

– He visto esto antes, maestro… -murmuró Diego, reconociéndolo.

– ¿Dónde?

– Lo llevaba don Santiago de León, el capitán del barco que me trajo a España.

– Conozco al capitán De León. Pertenece, como yo, a La Justicia .

Era otra de las muchas sociedades secretas que había en Europa en esa época. Había sido fundada doscientos años antes como reacción contra el poder de la Inquisición, temible brazo de la Iglesia, que desde 1478 defendía la unidad espiritual de los católicos persiguiendo a judíos, luteranos, herejes, sodomitas, blasfemos, hechiceros, adivinos, invocadores del demonio, brujos, astrólogos y alquimistas, así como a los que leían libros prohibidos. Los bienes de los condenados pasaban a manos de sus acusadores, de modo que muchas víctimas ardieron en una pira por ser ricos y no por otras razones.

Durante más de trescientos años el fervor religioso del pueblo celebró los autos de fe, públicas orgías de crueldad en que se ejecutaba a los condenados, pero en el siglo XVIII se inició la decadencia de la Inquisición. Los procesos continuaron por un tiempo, pero a puerta cerrada, hasta que la Inquisición fue abolida. La labor de La Justicia había consistido en salvar a los acusados, sacarlos del país y ayudarlos a comenzar una nueva vida en otra parte. Repartían alimentos y ropa, conseguían documentos falsos y cuando era posible pagaban el rescate.

Para la época en que Manuel Escalante reclutó a Diego, la orientación de La Justicia había cambiado, ya no combatía sólo el fanatismo religioso, sino también otras formas de opresión, como la de los franceses en España y la esclavitud en el extranjero. Se trataba de una organización jerárquica y con disciplina militar, donde no había lugar para mujeres.

Los grados de iniciación se marcaban con colores y símbolos, las ceremonias se llevaban a cabo en sitios ocultos y la única forma de ser admitido era a través de otro miembro, que actuaba como padrino. Los participantes juraban poner sus vidas al servicio de las nobles causas abrazadas por La Justicia , no aceptar pago alguno por sus servicios, mantener el secreto a cualquier precio y obedecer las órdenes de los superiores.

El juramento era de una elegante sencillez: «Buscar la justicia, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, proteger a viudas y huérfanos, hospedar al extranjero y no verter sangre de inocentes».

Manuel Escalante no tuvo dificultad en convencer a Diego de la Vega para que postulara a La Justicia . El misterio y la aventura eran tentaciones irresistibles para él; su única duda se refería a la obediencia ciega, pero cuando se convenció de que nadie le ordenaría algo contra sus principios, superó ese escollo. Estudió los textos en clave que le dio el maestro, y se sometió al entrenamiento de una forma única de combate que demandaba agilidad mental y extraordinaria destreza física.

Consistía en una serie precisa de movimientos con espada y dagas que se llevaba a cabo sobre un plano marcado en el suelo, llamado Círculo del Maestro. El mismo dibujo estaba reproducido en los medallones de oro y plata que identificaban a los miembros de la organización. Primero Diego aprendió la secuencia y la técnica del combate, luego se dedicó durante meses a practicar con Bernardo, hasta que pudo luchar sin pensar.

Tal como le indicó Manuel Escalante, sólo estaría listo cuando pudiera atrapar con la mano una mosca en pleno vuelo de un solo gesto casual. No había otra forma de vencer a un miembro antiguo de La Justicia , como tendría que hacer para ser aceptado.

Llegó por fin el día en que Diego estuvo preparado para la ceremonia de iniciación. El maestro de esgrima lo condujo por lugares ignorados incluso por arquitectos y constructores, que se jactaban de conocer la ciudad como la palma de su mano. Barcelona creció sobre capas sucesivas de ruinas; por ella pasaron los fenicios y los griegos sin dejar demasiada huella, luego llegaron los romanos e impusieron su sello, fueron reemplazados por los godos y finalmente la conquistaron los sarracenos, que se quedaron en ella durante varios siglos.

Cada uno contribuyó a su complejidad; desde el punto de vista arqueológico, Barcelona era una tarta de mil hojas. Los hebreos cavaron viviendas, corredores y túneles para refugiarse de los agentes de la Inquisición. Abandonados por los judíos, esos pasajes misteriosos se convirtieron en cuevas de bandidos, hasta que poco a poco La Justicia y otras sectas secretas se apoderaron de las entrañas profundas de la ciudad.