Mis brazos sienten su gelidez. Yo mismo me vuelvo gélido. Por un segundo, me transformo en esa cabeza.

Siento mi cuerpo: un cadáver bajo la forma de una cabeza de vaca. Caigo de rodillas. Quiero aullar. Me es imposible hacerlo porque la boca de la vaca está cerrada. Introduzco mi índice en sus ojos. Mis dedos resbalan sobre las pupilas. No siento nada aparte de mi dedo -satélite sensible girando alrededor de un planeta muerto-. Me siento como la cabeza de la vaca: ciego. Deseo de ver.

Agujereo la lengua con un punzón; abro las mandíbulas. Tiro de la lengua. Dirijo la cabeza, con la boca abierta, hacia el cielo, al mismo tiempo que yo alzo la mía, con la boca abierta.

Un aullido sale, pero no de mí, sino del cadáver. Una vez más, veo al público. Inmóvil, gélido, hecho de piel de vaca muerta. Todos somos el cadáver. Lanzo la cabeza en medio de la sala. Esta se vuelve el centro de nuestro círculo.

Entra un rabino (las manos blancas inmensas eran las suyas).

Lleva puesto un abrigo negro, un sombrero negro, una barba blanca tipo Viejo Pascuero. Camina como Frankenstein. Está de pie sobre una tinaja de plata. Extrae tres botellas de leche de una maleta de cuero. Las vierte sobre su sombrero.

Froto mi mejilla contra la suya. Su rostro es blanco. Tomamos un baño de leche. Bautizo.

Me coge por las orejas y me da un beso apasionado en la boca. Sus manos agarran mis nalgas. El beso dura varios minutos. Temblamos, electrizados. Kaddish.

Con un lápiz negro, traza dos líneas desde los rincones de mi boca hasta mi mentón. Mi mandíbula parece ahora la de una muñeca ventrílocua. Él está sentado sobre el mesón de carnicería. Una de sus manos está apoyada sobre mi espalda como si él quisiera pasar a través de ella, cortar la columna vertebral, introducir sus dedos dentro de mi caja torácica y presionarme los pulmones para forzarlos a gritar o a rezar. Me obliga a moverme. Me siento como una máquina, como un robot. Angustia. Tengo que dejar de ser una máquina.

Deslizo mi mano entre sus piernas. Abro su bragueta. Introduzco mi mano y con una fuerza inusitada extraigo una pata de chancho, semejante a la imagen que yo tenía del falo de mi padre cuando yo tenía cinco años. Retiro mi otra mano empuñando un par de testículos de toro. Abro los brazos en forma de cruz. El rabino aúlla como si hubiera sido castrado. Parece muerto.

La música judía se vuelve más fuerte; cada vez se vuelve más melancólica.

Aparece un carnicero, vestido con un sombrero, un abrigo, tiene una barba negra, su delantal cubierto de sangre.

Tiende al rabino y comienza la autopsia: introduce sus manos en el abrigo y saca un enorme corazón de vaca. Olor de carne. Clavo el corazón en la cruz. Largo pedazo de tripas. Lo clavo.

Sale el carnicero. Aterrado, levanto el sombrero del rabino. Saco un cerebro de vaca. Lo reviento sobre mi cabeza.

Cojo la cruz y la pongo cerca del rabino. Saco de la maleta una cinta larga de plástico rojo y amarro al hombre a la cruz cubierta de tripas.

Levanto todo el armazón: madera, carne, ropas, cuerpo y lo dejo caer por la rampa que baja hasta el público. (El peso total es de 125 kilos: pero, pese a la violencia del golpe, el hombre no sintió nada ni sufrió el menor rasguño.)

Entran las mujeres blancas, negras, rosadas y plateada.

Se arrodillan.

Espera.

Entra un nuevo personaje: una mujer cubierta de satén negro cortado en triángulos. Una especie de telaraña. Un bote de neumático de tres metros de largo va amarrado a su traje y parece una enorme vulva. Plástico naranja inflado con aire. El fondo de la balsa es de plástico blanco.

Símbolo: el himen.

Danza. Ella me hace señas. Cuando me acerco, ella me rechaza. Cuando me alejo, ella me sigue. Se encarama sobre mí. La balsa me cubre completamente. Cojo el hacha. Rompo el fondo blanco. Aullido. Rajo la tela y me refugio en la vagina. Permanezco entre sus piernas, escondido en el satén negro. De un saco escondido junto a su vientre, extraigo cuarenta tortugas vivas que lanzo al público.

Parecen surgir de la enorme vagina. Como piedras vivas, diríase.

Comienzo a nacer. Gritos de una mujer que da a luz. Caigo al suelo en medio del vidrio de las ampolletas eléctricas, de los trozos de plato, de las plumas, de la sangre, de los estallidos de los fuegos artificiales (mientras me rapaban la cabeza, encendí 36 fuegos, uno por cada año de mi vida), charcos de miel, trozos de durazno, limones, pan, leche, carne, harapos, astillas de madera, clavos, sudor: renazco en este mundo. Mis gritos asemejan los de un bebé o un anciano. El viejo rabino, mediante enormes esfuerzos, ejecuta pequeños saltos a diestra y siniestra, amarrado a la cruz como un cerdo agónico. Se libera de la cinta de plástico. El sale.

La mujer-madre empuja hacia mí a la mujer negra. La levanto. La llevo hacia el centro del escenario, ella tiene los brazos abiertos en forma de cruz. Un cadáver-cruz: la pintura negra sugiere una cremación: mi propia muerte.

Al darme la vida, la mujer ha lanzado la muerte en mis brazos. Manchado con el maquillaje de mi pareja, comienzo a volverme completamente negro. Mi rostro parece el de un quemado.

Las mujeres nos amarran el uno al otro con vendas. Estoy ligado a ella por la cintura, los brazos, las piernas y el cuello. Este cadáver huesudo está incrustado en mí y yo estoy incrustado en ella. Parecemos dos siameses: como si fuéramos una sola persona. Lentamente, improvisamos una danza. Nos dejamos caer al suelo. Los movimientos no son ni los suyos ni los míos, sino los de ambos al mismo tiempo. Podemos controlarlos.

Las mujeres blancas y rosadas nos salpican con jarabes de menta, de casis y limón. El líquido viscoso, verde, rojo y amarillo nos recubre; mezclado con el polvo, forma una especie de barro.

Magma.

El telón comienza a bajar lentamente. Nuestros dos cuerpos se agarran el uno del otro, como dos columnas. Queremos levantarnos, caemos.

Se baja el telón.

(Todos los ingredientes empleados en el melodrama sacramental fueron lanzados al público: trajes, hachas, recipientes, animales, pan, piezas de automóvil, etc. Los asistentes se pelean como aves de rapiña las reliquias. No quedó nada.)

Me pregunto si lamento haberme perdido ese happening o si me felicito de haberme librado de él…

¡Espera, ahí no acaba la cosa! Mientras el público se disputaba las tortugas vivas, las vísceras, los bistecs, los cabellos, etcétera, volví a subir al escenario y me dirigí al público en los siguientes términos: «Generalmente uno paga caro su butaca en el teatro para recibir poco a cambio. Hoy la entrada fue gratuita, ustedes no pagaron nada pero recibieron mucho. Es medianoche. Para presentarles la última parte del poema, necesito un par de horas de preparación. Vayan a tomarse un café y vuelvan a las dos de la mañana».

Todo el mundo aplaudió y abandonó la sala. Dos horas más tarde, el teatro estaba nuevamente lleno. Entonces comencé el ceremonial que me había propuesto Alain-Yves Leyaouanc. Vestido con un traje de los años veinte, rasuré el pubis de su joven esposa al son de una música sagrada. Sobre su cuerpo, ella había pegado unos dominós. Era un acto muy emocionante, y el espíritu con que era realizado generaba inmediatamente una atmósfera religiosa. Había también una réplica del Pensador de Rodin en la cual hacíamos agujeros con un martillo. Chorros de tinta china salían de la cabeza del pensador, luego soltamos en la sala dos mil pajaritos. Al final del happening estaba tan limpio de mí mismo que los pájaros venían a posarse sobre mi cabeza sin que yo me percatara de ello.

¿Cuál era el sentido de esa manifestación pública?

Era como una ordenación, el sacrificio ritual de lo que durante tanto tiempo había conformado mi vida. Este happening, a la vez que pasó a la historia, cerró toda una etapa de mi vida. Salí agotado de él, exangüe, y pensé mucho en él. Veía siempre merodear a mi alrededor el espectro de la destrucción tenebrosa y sentía, más que nunca, que el teatro tenía que ir en el sentido de la luz. Sin embargo, me decía a mí mismo: «No olvides nunca que la flor de loto surge del cieno». Hay que explorar el fango, tocar la muerte y el barro para subir hacia los cielos límpidos. Desde ese momento, mi preocupación consistió en promover un teatro positivo, iluminador y liberador. Me di cuenta de que tenía que cambiar hacia una forma totalmente distinta y comencé a practicar el teatro-consejo: si alguien -cualquier persona- deseaba hacer teatro, yo le comunicaba la siguiente teoría: el teatro es una fuerza mágica, una experiencia personal e intransmisible. No pertenece a los actores, sino a todo el mundo. Basta con una decisión, un atisbo de resolución para que esa fuerza transforme la vida. Ya es hora de que el ser humano rompa con los reflejos condicionados, los círculos hipnóticos, las autoconcepciones erróneas. La literatura universal concede un lugar importante al tema del «doble» que, poco a poco, expulsa a un hombre de su propia vida, se apropia de sus lugares favoritos, de sus amistades, de su familia, de su trabajo, hasta transformarlo en un paria e incluso a veces asesinarlo, según algunas versiones de ese mito universal. En lo que a mí respecta, creo que somos el «doble» y no el original.

¿Quiere decir que nos identificamos con un personaje que no es sino una caricatura de nuestra identidad profunda?

Exactamente. Nuestra autoconcepción…

En otras palabras: la idea que nos hacemos de nosotros mismos…

Sí, nuestro ego -poco importa el nombre que le demos a ese factor de alienación- no es más que una copia pálida, una aproximación de nuestro ser esencial. Nos identificamos con ese doble tan irrisorio como ilusorio. Y de pronto aparece «el Original». El amo del lugar vuelve a tomar el sitio que le corresponde. En ese momento, el yo limitado se siente perseguido, en peligro de muerte, lo que es totalmente cierto. Porque el Original acabará por disolver el doble. En cuanto humanos identificados con nuestro doble, tenemos que comprender que el invasor no es sino uno mismo, nuestra naturaleza profunda. Nada nos pertenece, todo es del Original. Nuestra única posibilidad es que aparezca el Otro y nos elimine. No sufriremos de ese crimen, pero participaremos en él. Se trata de un sacrificio sagrado en el cual uno se entrega entero al amo, sin angustia…

¿En qué medida el teatro puede ayudar a una persona a volver al «Original»?, por usar la expresión que usted utiliza.

Puesto que vivimos encerrados en lo que yo llamo «nuestra autoconcepción», la idea que tenemos de nosotros mismos, ¿por qué no adoptar un punto de vista totalmente distinto? Por ejemplo, mañana tú serás Rimbaud. Te levantarás siendo Rimbaud, te cepillarás los dientes, te vestirás como él, pensarás como él, recorrerás la ciudad como él… Durante una semana, veinticuatro horas al día, y para ningún espectador salvo tú mismo, serás el poeta, actuando como otra persona con tus amigos y conocidos sin darles ninguna explicación. Lograrás ser un autor-actor-espectador, produciéndote, no en un teatro, sino en la vida.