El ex actor, hombre pánico, no actúa en una representación y ha eliminado totalmente el personaje. En lo «efímero», este hombre pánico intenta alcanzar a la persona que está siendo.

Que dentro de una obra de teatro se esté representando otra, les encanta a los dramaturgos. Sucede muchas veces que sobre una escena se monta otra escena en la que otros actores actúan ante los primeros actores.

El pánico piensa que en la vida cotidiana todos los «augustos» caminan disfrazados interpretando un personaje y que la misión del teatro es hacer que el hombre deje de interpretar un personaje frente a otros personajes, que acabe eliminándolo para acercarse poco a poco a la persona.

Es el camino inverso de las antiguas escuelas teatrales; en vez de ir de la persona al personaje -como creían hacer dichas escuelas-, el pánico intenta llegar desde el personaje que es (por la educación antipánica implantada por los «augustos») a la persona que lleva encerrada dentro de sí mismo. Este «otro» que despierta en la euforia pánica no es un fantoche hecho de definiciones y de mentiras, sino un ser con limitaciones menores. La euforia de lo «efímero» conduce a la totalidad, a la liberación de las fuerzas superiores, al estado de gracia.

En resumen: el hombre pánico no se esconde detrás de sus personajes, sino que intenta encontrar su modo de expresión real. En vez de ser un exhibicionista mentiroso, es un poeta en estado de trance. (Entendemos por poeta no al escritor de sobremesa, sino al atleta creador.)

¿Cómo concretó usted este programa-manifiesto?

Promoví en los espectadores-actores la práctica de un acto teatral radical que consistía en interpretar su propio drama, en explorar su propio enigma íntimo. Fue para mí el comienzo de un teatro sagrado y casi terapéutico. Luego me di cuenta de que si había logrado, en mi actividad teatral, hacer estallar las formas, el espacio, la relación actor-espectador, aún no había atacado al tiempo. Aún estaba preso en la idea según la cual el espectáculo debe ser ensayado e interpretado en múltiples ocasiones. En la época en que los happenings comenzaban a surgir en los Estados Unidos, yo inventé, pues, en México, lo que denominé «lo efímero pánico». Consistía en montar un espectáculo que sólo podía verse una vez. Había que introducir en él cosas perecederas: humo, frutas, gelatina, animales vivos… Se trataba de realizar actos que no podrían ser repetidos jamás. En suma, yo quería que el teatro, en lugar de tender hacia lo fijo, hacia la muerte, volviera a su especificidad misma: lo instantáneo, lo fugitivo, el momento único para siempre. En esa medida, el teatro está hecho a imagen de la vida, en la cual, según la cita de Heráclito, uno no se baña jamás en el mismo río. Concebir así el teatro era llevarlo al extremo, ir al paroxismo de esta forma de arte. A través del happening redescubrí el acto teatral y su potencial terapéutico.

¿Cómo lo llevaba a cabo? ¿Cuáles eran los ingredientes de esos happenings?

Bueno, yo elegía un lugar, podía ser cualquiera salvo un teatro: la escuela de Bellas Artes, un psiquiátrico, un sanatorio, una escuela para personas con síndrome de Down… Escogía lugares existentes y situaba en ellos la acción.

¿Le dejaban realmente instalar lo efímero pánico en semejantes lugares?

¡Sí, eso es lo maravilloso de México! La disciplina es inexistente, te permiten hacer ese tipo de cosas. Un día montamos un gran ballet en un cementerio: fue un acto fuerte, la danza de los vivos entre los muertos… Luego, una vez seleccionado el lugar, yo recurría a un grupo de personas deseosas de expresarse. En ningún caso me dirigía a actores, sino a personas dispuestas a realizar un acto público y gratuito. Ahí se reunían todas las condiciones para el advenimiento de lo efímero…

Lo efímero, tal como usted lo practicaba, tenía, si no me equivoco, algo de grandioso: tenía todos los ingredientes de una fiesta suntuosa. ¿Cómo conseguía los medios necesarios para financiar tales acontecimientos?

Siempre encontré el dinero. Para mí un efímero pánico tenía que ser precisamente una fiesta. Ahora bien, cuando uno hace una fiesta, no cobra a sus invitados por las bebidas o los alimentos que consumen. Yo me las arreglaba siempre: recibía dinero por derechos de autor, montaba piezas más clásicas, muchas veces bajo otro nombre… ¡El hecho es que, al igual que Gurdjieff, nunca tuve problemas financieros, lo que, viendo cómo funcioné siempre, es realmente milagroso! Por lo demás, creo en el milagro, o más bien en la existencia de una ley: si mis intenciones son puras y hago lo que debo hacer, el dinero llegará, de una manera u otra. Tal vez nunca seré lo que se llama una persona rica, pero dispondré siempre de los medios financieros que requiera cada momento. Cuando había dinero en mis arcas, lo invertía en un happening. Le preguntaba a algún conocido mío qué deseaba expresar y yo le proporcionaba los medios para hacerlo. Esta manera de abordar el happening tenía ya, por lo tanto, un valor terapéutico. Era también una manera de continuar en la línea de los actos poéticos de los que hemos hablado.

¿Qué enseñanzas extrajo de sus happenings?

Me di cuenta de que muchas personas llevan dentro un acto que las condiciones ordinarias no les permiten realizar. Pero en cuanto a alguien se le ofrece la posibilidad concreta de expresar públicamente y en circunstancias favorables el acto que duerme en él, es muy raro que la persona dude. Si yo te preguntara qué acto te gustaría realizar en público, estoy seguro de que se te ocurriría inmediatamente una respuesta, y si yo reuniera las condiciones propicias para la realización de ese gesto, tú estarías encantado de participar en el juego.

Bueno…

Voy a darte algunos ejemplos: en los años sesenta yo había fundado en México un grupo Pánico, no con actores y otros artistas, sino con personas entusiastas en búsqueda de una manera auténtica de expresarse, lejos de todo conformismo. Habiendo conseguido el patio central de la escuela San Carlos, propuse a mis amigos que imaginaran el acto que les gustaría realizar, y yo les procuraría los medios para llevarlo a cabo. El célebre pintor Manuel Felguérez se unió a la manifestación pánica y decidió ejecutar una gallina públicamente con el fin de confeccionar un cuadro abstracto con las tripas y la sangre del animal, mientras a su lado su esposa, vestida con un uniforme nazi, devoraba una docena de tacos de pollo.

Qué muestra de buen gusto… Realmente exquisito. ¿Hay alguno más?

¡Cientos! Una joven muchacha quiso bailar desnuda al son de un ritmo africano mientras un hombre barbudo le cubría el cuerpo de espuma de afeitar. Otra quiso aparecer como una bailarina clásica, con tutú pero sin bragas, y orinar mientras interpretaba la muerte del cisne. Un estudiante de arquitectura utilizó un maniquí de escaparate y lo golpeó violentamente con un hacha en el vientre y el sexo. Una vez destruido el maniquí, sacó de su interior varias ristras de chorizo y cientos de bolas de cristal. Otro estudiante apareció vestido de profesor de matemáticas con una gran bolsa llena de huevos. A medida que recitaba sus fórmulas algebraicas, se partía un huevo tras otro en la frente. Otro llegó con una tinaja de hierro blanco y varios litros de leche. De pie en la tinaja, se puso a recitar un clásico poema del Día de la Madre mientras vaciaba las botellas de leche sobre su cabeza. Una mujer de larga cabellera rubia, vestida con medias negras decoradas con perlas en los tobillos, apareció caminando con muletas y gritando a pleno pulmón: «¡Soy inocente! ¡Soy inocente!». Al mismo tiempo, sacaba de entre sus senos trozos de carne cruda que lanzaba sobre el público. Luego se sentó sobre una silla de niño y se hizo rapar completamente la cabeza por un peluquero. Frente a ella había un coche lleno de cabezas de muñecas de todos los tamaños, sin ojos ni pelo. Una vez rapada, la mujer comenzó a lanzar las cabezas sobre el público chillando: «¡Soy yo! ¡Soy yo!». Un muchacho vestido con esmoquin empujó hacia el centro del escenario una tina de baño cubierta con una toalla. Por el peso, podía adivinarse que estaba llena de líquido. Salió del escenario y regresó llevando en sus brazos a una mujer joven vestida de novia. Sin soltarla, retiró la toalla: la tina estaba llena de sangre. Sin dejar de sujetar a la novia, comenzó a acariciarle los senos, el pubis y las piernas para acabar, cada vez más excitado, por sumergirla en la sangre. Se puso inmediatamente a frotarla con una víbora viva mientras ella cantaba un aria de ópera. Una mujer sumamente atractiva, con aires de vampiresa hollywoodiense, con un vestido largo dorado que le moldeaba el cuerpo, apareció sobre el escenario con un par de tijeras grandes en la mano. Varios hombres morenos se arrastraban hacia ella, ofreciéndole cada uno un enorme plátano que ella cortaba con sus tijeras riéndose a carcajadas…

Son ejemplos suficientes. Algunos verían en estas descripciones barrocas una colección de fantasmas… Usted habla en primer lugar del valor terapéutico de esos actos; ¿pero acaso no corre uno el riesgo de caer lisa y llanamente en el exhibicionismo?

En México estaba prohibido realizar en público un acto que tuviera connotaciones abiertamente sexuales. Como no quería tener problemas con la justicia, ejercía algún tipo de control y descartaba a aquellas personas cuyos actos hubiesen podido ser vistos como atentados contra las buenas costumbres. Asimismo, siempre procuré mantenerme alejado de las historias de drogas. Pero, insisto, la censura sólo se ejercía en esos dos dominios: un chiflado se empeñó un día en comerse sobre el escenario una paloma viva. Su acto produjo un revuelo general, desmayos, artículos de protesta en los periódicos, pero no pudieron mandarme a la cárcel, lo cual habría ocurrido si se hubiese tratado de un escándalo sexual. Fuera del sexo, todo estaba permitido.

Habla usted de un límite impuesto desde el exterior por la ley del país. ¿Qué habría hecho de no existir esas restricciones?

En Estados Unidos era frecuente, en el marco de los happenings, entregarse a especies de orgías colectivas en las que los participantes procedían a acariciarse mientras fumaban marihuana. Fui invitado en múltiples ocasiones a ese tipo de festejos, en Nueva York o en otros lugares, pero siempre decliné la invitación porque me di cuenta rápidamente de que esa vía era un callejón sin salida. Todo eso finalmente se traducía en una forma solapada de pornografía. Ahora bien, la pornografía no es constructiva sino destructiva: bajo la apariencia de libertad, lo que en realidad nos propone es una nueva forma de esclavitud.