Dos cajas blancas sobre las que están dispuestos objetos blancos.

Un mesón de carnicería, una pequeña hacha.

Un frasco con aceite hirviendo sobre una cocinilla eléctrica.

Antes de levantar el telón, se quema gran cantidad de incienso.

Todas las mujeres tienen los senos desnudos.

Dos de ellas, tendidas en el suelo, están completamente pintadas de blanco.

Otra mujer, pintada de negro, está sobre el techo del automóvil negro. Junto a ella, otra, pintada de rosado. Ambas tienen los pies inmersos en una pequeña tinaja de plata.

Una mujer, con un vestido largo plateado y el cabello peinado en forma de media luna, se apoya sobre dos muletas. Su rostro entero está enmascarado, incluso su nariz y su boca. Dos agujeros en el vestido revelan sus pezones, otro revela su vello púbico. Lleva consigo un gran par de tijeras de plata.

Otra mujer más, que usa una capucha de verdugo, grandes botas de cuero, un cinturón grueso. Tiene un látigo en la mano. Sus senos están recubiertos con un chal negro.

Grupo de rock'n'roll: seis muchachos con el pelo a la altura de los hombros.

Nadie debe haber ingerido drogas, excepto los músicos.

Una rampa une el escenario con el público. Los objetos y trajes utilizados durante el espectáculo serán lanzados a los espectadores.

Apertura súbita y estruendosa del telón. La calma antes de la tempestad.

Aparezco, vestido con un traje de plástico negro brillante, pantalones altos como los de un basurero, botas de caucho, guantes de cuero, lentes gruesos de plástico.

Sobre mi cabeza, un casco de moto, blanco, como un gran huevo.

Dos ocas blancas. Les corto la garganta. Estalla la música: cascada de guitarras eléctricas.

Los pájaros deambulan, agónicos. Las plumas vuelan. La sangre salpica sobre las dos mujeres blancas. Trance. Bailo con ellas. Las golpeo con los cadáveres. Ruido de muerte. Sangre.

(Había previsto degollar las aves sobre el mesón de carnicería. Pero en mi estado de trance, llevado por una fuerza extraña, les arranqué el cuello con mis manos con la misma facilidad con que le habría sacado el corcho a una botella.)

La mujer rosada, con los pies siempre en la tinaja, ondula las caderas mientras que la negra, como una esclava, comienza a cubrir su cuerpo con miel.

Destruyo las ocas sobre el mesón de carnicería.

La mujer plateada abre y cierra violentamente sus tijeras. ¡Ah, ese ruido metálico!

Les pasa las tijeras a las dos mujeres blancas, que comienzan a recortar el plástico negro.

Destruyen mi traje. Pierdo mis botas y mis guantes. Curiosamente poseídas también, las dos mujeres terminan desgarrando mi traje con sus puras manos.

Mi cuerpo es entonces revestido con 20 libras de bistec, cosidas como camisa.

Aullando, las mujeres se abalanzan sobre la carne roja y la despedazan en trozos pequeños. Le entregan los trozos a la mujer plateada. Con una enorme cuchara plateada, ésta introduce calmadamente los bistecs en el aceite hirviendo. (La proximidad de la cocinilla y de los cuerpos sudorosos de las mujeres produce golpes eléctricos.)

Cada trozo de carne frito es puesto sobre un plato blanco; las mujeres ofrecen los platos a la vista del público.

Yo sigo vestido con un pantalón de cuero negro. Un falo hecho con la misma materia está colgado perpendicularmente al suelo. Tengo brazaletes de cuero en las muñecas y en los tobillos: homenaje a Maciste, el Hércules del pueblo italiano. Concentración. Karate-kata.

Recojo el hacha y recorto en tajadas mi falo de cuero sobre la mesa de carnicería.

La mujer negra, consciente de su esqueleto, danza, mueve sus huesos como un títere, mientras que yo rompo los platos blancos a martillazos.

Las mujeres blancas danzan sin parar. Cuando se sienten cansadas, adoptan la postura de zazen.

Acerco un cuadro de metal. Lentamente, levanto el chal negro que cubre los senos del verdugo. Su piel no está pintada. Tiene unos pechos fuertes y sanos, un cuerpo poderoso.

Me paso el cuadro alrededor del cuello, dándole la espalda al público.

La mujer me propina un latigazo. Trazo una línea roja sobre su seno derecho con un lápiz labial.

Segundo latigazo. La línea comienza en su plexus solar y desciende hasta su vagina.

(El primer latigazo fue fuerte, pero no lo suficiente: necesitaba más. Buscaba un estado psicológico que me era desconocido hasta ese entonces. Necesitaba sangrar para trascenderme, para romper mi propia imagen. El segundo golpe me marcó instantáneamente. Luego el verdugo perdió el control, porque muchas veces había soñado con dar latigazos a un hombre. La tercera vez, completamente excitada, me dio latigazos con todas sus fuerzas. La herida tardó dos semanas en curar.)

La mujer quiere seguir golpeándome; me empuja con todas sus fuerzas. Con el aparato alrededor del cuello, doy vueltas y caigo al suelo. (Podría haberme roto las vértebras cervicales, pero en el extraño estado emocional en que me encuentro, el tiempo se vuelve lento, y, como si me encontrara dentro de una película a cámara lenta, pude levantarme sin la menor herida.) Le pincho el seno para sosegarla. Calma.

La mujer negra me trae limones. ¡Ah, ese color amarillo!

Los dispongo en círculo en el suelo. Me arrodillo al centro.

Un peluquero profesional, casi paralizado por el miedo, se acerca para cortarme el pelo.

La mujer cubierta de miel se baja del techo del automóvil. Bailo con ella.

Deseo sexual, con una fuerza onírica. Sus medias parecen resumir toda la hipocresía social. Las saco sin preámbulo. Resbalan por sus muslos llenos de miel. Abejas. El impacto de su pubis negro. La sumisión de la mujer. Sus ojos semicerrados. Su aceptación natural de la desnudez. Libertad. Pureza. Ella se arrodilla junto a mí. Sobre su cuerpo, y partiendo desde el vientre, pego los cabellos que me cortan.

Quiero dar la impresión de que sus vellos púbicos crecen como un bosque e invaden todo su cuerpo. Las manos del peluquero están paralizadas por la ansiedad. Es el verdugo quien tiene que terminar de afeitar mi cabeza.

Dos modelos de Catherine Harley, ajenas a todo lo que está sucediendo y llenas de pánico ante la idea de ensuciar sus vestidos de seda muy costosos (arrendados para la ocasión), van y vienen, trayendo al escenario 250 grandes panes.

En ese momento, mi cerebro está en llamas. Saco de un frasco de plata cuatro serpientes negras. En un principio, trato de pegármelas con tela adhesiva sobre mi cabeza a modo de cabellos, pero cedo a la tentación de disponerlas sobre mi pecho cual dos cruces vivas. Mi transpiración me lo impide.

Las serpientes ondulan alrededor de mis manos como agua viva. Bodas.

Persigo a la mujer rosada con las serpientes. Ella se esconde en el automóvil, como una tortuga en su caparazón. Baila en su interior. Me sugiere un pez en un acuario.

Asusto a una de las dos modelos. Ella deja caer su pan y salta hacia atrás.

Un espectador ríe. Le lanzo el pan a la cara. (Durante una recepción, algunos días después, esta mujer se me acercó y me dijo que al recibir ese pan en pleno rostro había sentido la sensación de comulgar, como si yo le hubiera introducido una gigantesca hostia a través del cráneo.)

De pronto, lucidez: veo al público sentado ahí en las butacas, personas paralizadas, histéricas, excitadas, pero inmóviles, sin participación corporal, aterradas por el caos que está a punto de devorarlos: tengo que lanzarles las serpientes o hacerlos explotar.

Me contengo. Rechazo el escándalo fácil de un pánico colectivo.

Calma. Violencia de la música. Los amplificadores a todo volumen.

Me visto con un pantalón, una camisa y unos zapatos naranja. El color de un budista quemado vivo.

Salgo y vuelvo con una pesada cruz hecha con dos vigas de madera. Sobre la cruz, un pollo crucificado cabeza abajo, el culo hacia arriba, con dos clavos en sus patas, como un cristo decapitado. Lo he dejado pudrirse durante una semana. Sobre la cruz, dos letreros del tránsito: abajo, un letrero con una flecha y la mención «Salida por arriba»; encima del pollo, un letrero con la mención: «Prohibido salir». Le entrego la cruz a la mujer plateada. Traigo otra. Dos letreros indicadores: siempre uno abajo que indica hacia arriba; siempre uno arriba que prohibe salir.

Le paso la cruz a una de las mujeres de blanco. Traigo una tercera cruz. Se la entrego a la otra mujer de blanco.

Las dos mujeres cabalgan sobre las cruces, transformándolas en gigantescos falos; luchan entre ellas; una de ellas introduce la punta de la cruz a través de la ventana del automóvil y simula los movimientos de un acto sexual con el automóvil.

Dispongo la tinaja frente a la cruz. El pollo crucificado es sacudido por encima de las cabezas de los espectadores. Dejamos caer las cruces.

Escojo entre los músicos a aquel que tiene los cabellos más largos. Lo levanto. Está más tieso que una momia. Lo visto con un traje de papa. Lo cubro de estola.

Las mujeres, de rodillas, abren la boca y sacan la lengua lo más lejos posible.

Aparece un nuevo personaje: una mujer vestida con un traje tubular, como una lombriz de pie. A través de este traje, quiero sugerir la idea de una «forma papal» en descomposición. Un papa transformado en camembert.

El músico, imitando los gestos de un sacerdote, abre una lata de frutas en almíbar. Pone medio durazno amarillo dentro de la boca de cada una de las mujeres. Estas lo tragan de un solo bocado.

¡Hostia bañada en almíbar!

Una mujer encinta hace su aparición. Estómago de cartón. El papa se percata de que tiene una mano de yeso. Coge el hacha y la rompe en mil pedazos. Le abre el estómago valiéndose de una piocha (tengo que controlarlo para evitar que la hiera realmente).

Pone las manos dentro de su estómago, del cual extrae ampolletas eléctricas. La mujer grita como si estuviera pariendo. Se levanta, saca de su seno un bebé de caucho y golpea con él al papa en pleno pecho. La muñeca cae al suelo. La mujer se retira. Recojo el bebé. Abro su vientre con un escalpelo y extraigo de su interior un pez vivo en las convulsiones de la agonía. Fin de la música. Solo de batería brutal.

El pez sigue retorciéndose; el baterista sacude unas botellas de champán hasta que explotan.

Al ver cómo la espuma lo recubre todo, el papa tiene un ataque de epilepsia. El pez muere. La batería se calla. Lanzo el animal por encima de la rampa; cae en medio del público. Presencia de la muerte.

Todo el mundo sale del escenario, salvo yo.

Música judía. Himno atroz. Lentitud.

Dos manos blancas inmensas me lanzan una cabeza de vaca. Pesa ocho kilos. Su blancura, su humedad; sus ojos, su lengua…